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Pereira, Colombia - Edición: 13.236-816 Fecha: Martes 02-04-2024 |
COLUMNISTAS |
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Sermón de los tres amores
Por: Jotamario Arbeláez
No sé qué tenga
que ver el amor que predicó Cristo con el que practicó Magdalena.
Del primero tengo la certeza de que de él depende la recuperación de
la humanidad de este mierdero de congojas. Del segundo no depende ni
la perpetuación de la especie, pues se volvió obligatoria su
ejecución con condón. “Todo el peso del mundo es amor”, escribió el poeta Allen Ginsberg con un joven a sus espaldas. Sin embargo, ese verso es a la vez profano y sagrado, y bien puede aplicarse a los tres amores. De ellos, es el enamoramiento el único grave, pues se
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funda en la tendencia a sufrir que asumen los mortales para mitigar en la tierra la culpa de la caída. La caída en el otro amor, en el amor corpóreo, que arranco cuando el hombre usó su serpiente.
Los poetas y novelistas que
han narrado el amor como enamoramiento de dos seres encandilados, han tenido el
cuidado de detenerse en las tragedias y sufrimientos inherentes a esos amores.
Donde Eros termina en Thanatos. De la Comedia dantesca a la Crónica de una
muerte anunciada, el amor no pudo realizarse por física imposibilidad técnica,
consistente en la muerte prematura y en la pérdida previa del pudendo de la
doncella.
Si puede decirse hoy que el
poeta que le canta a la amada está en nada, el amor erótico en cambio despliega
con todo orgullo y desenfado sus sábanas, desde el Cantar de los cantares hasta
Las mil noches y una, con gran remate de corrida en Garganta profunda de Linda
Lovelace, pasando por los Sonetos lujuriosos del Aretino. Cuando el amor erótico trasiega con el enamoramiento al primer descuido se produce ese fenómeno vital llamado embarazo, que por razones obvias lleva ese nombre. Sobrellevando el impasse, el amor por los hijos vuelve a participar del amor
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divino (del Creador, exista o no exista) por su Criatura.
Mi profeta Gonzalo Arango renegó del amor y en cuanto se descuidó lo mordió el amor y lo dejó seco. En sus primeros tiempos decía: “Mi gloria que me la den en la cama”. Era tal vez una transposición galante de la máxima de Fernando González: “Mi estatua que me la den el plata”. En sus últimos días era un dechado del amor de Cristo, pero llevado de un ala por su angelito.
“Teme al amor como a la muerte”, cantaba en Ibis Vargas Vila y sus discípulos creemos que sabía lo que trinaba. El poeta Pessoa afirma que “todas las cartas de amor son ridículas”, por no decir de frente que ridículo es el amor. Respecto del amor carnal la frase más tremenda es de Gabo: “Polvo que no se echa se pierde”. O sea que no hay peor polvo que el desechado. Y los mejores serían los propiciados por la madre Celestina. No deja de ser disfuncionalmente elegíaco este verso de Julio Flórez: “Algo se muere en mí todos los días”. Y retomando a Ginsberg, mejor poeta que Neruda o por lo menos más sabio en las relaciones humanas inherentes a la convivencia: “Odio el amor de los marineros que besan y se quedan”.
¿No creen ustedes que una vez que cumpla mi misión como columnista de prensa me podría seguir ganando el sustento como predicador y redentor de prostíbulos? ¿O por lo menos como consejero amoroso? ¿Desenredador de traumas y de complejos? Escucho problemas en mi dirección electrónica. Se ruega no escribir groserías.
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