Pereira, Colombia - Edición: 13.249-829

Fecha: Jueves 25-04-2024

 

 COLUMNISTAS

 

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Mis cuatro elementos

Por: Jotamario Arbeláez

 

A Claudia Jaramillo,
mi más bello elemento.

 

Después de pasar 33 días postrado en una clínica bogotana y en el cuarto de huéspedes de mi hija, a consecuencia de un ataque de pancreatitis aguda causada seguramente por la ingesta del vino que me inspira este tipo de frases, que obligó a una urgente cirugía de la vesícula puesto que era la que envenenaba al otro órgano, retorno a mi Montaña mágica, casa que me cayó del cielo en Villa de Leyva, que es otro cielo, con mi biblioteca borgiana que es otro, si cabe, la pinacoteca que trepa por las paredes, la musicoteca rocanrolera, más mis dos perros Dina y Monje que laten noche tras noche a la luna en menguante o creciente, nueva o llena, facilitando mi sueño.

 

 

Regreso conducido por mi mujer, que no solo maneja briosa la camioneta, las finanzas con su fineza, la escoba que barre por parejo piso, paredes y techo, cada objeto sagrado, reliquioso o popartístico que se mueve en la estancia porque aquí hasta lo inanimado tiene alma, el fluir de la vida en las matas que crecen y las horas precisas de mi pastillaje, pues contra todo enemigo malo de la salud tengo el preventivo. Si no fuera por ella dónde estaría, como me pregunto cada vez que salgo de viaje.

 

El éter no

 

Pues bien, aquí estoy, dispuesto a retomar posesión de esos cuatro elementos de los que están constituidos el mundo de afuera y este de adentro, en la hectárea cuadrada reforzada por tanto cedro y corpúsculo

 

 

 

vegetal gigantesco que todavía no sé nombrar. No soy Humbold. Elementos que desde Platón y Aristóteles nos vienen llenando el espacio sensible: tierra, aire, agua y fuego. Y pare de nombrar, porque el éter, que en principio hacía parte del complejo, aquello inmaterial que rodea la tierra, alma de todo lo que es según los filósofos, la quintaesencia, fue desbancado por la teoría general de la relatividad einsteniana. Y de paso perdieron los dioses mitológicos su sustento respiratorio. Pero bueno, mis cuatro elementos son suficiente para besar la vida por los cuatro costados.

 

Tierra

 

Lo primero que hago es pisar la tierra de la que brotan tantas hojas de hierba que exceden a las de Whitman, salpicadas por esos dientes de león que tanto me exaltan. Esta tierra tan buena que pondría fin a nuestra pena –como cantara el vecino–, si la tuviéramos. Pasa que de tanto cantarle a la muerte desde que llegué a este paraíso se me ha hecho que soy un habitante del cielo. El tema se me impuso en vista de que nunca lo había tocado, como sí lo habían hecho otros compañeros de mesa, tales Gonzalo Arango con su cuento Muerte no seas mujer, Jaime Jaramillo Escobar con sus Coplas de la muerte y Jaime Espinel con su libro Esta y mis otras muertes. Hoy cada uno en su respectivo sarcófago. Si no fuera por la tierra por dónde echaría a caminar la vida.

 

Cada tema con su loco

 

Y lo bueno fue que la pelona se espabiló. Revisando lo que he escrito en los últimos seis o siete años encuentro casi cien textos de coqueteos deletéreos que, en virtud de la falsa muerte que me aplicaron por error los medios comunicantes, seguramente punzados por la huesuda para hacerse sentir sin exagerar, ahora el editor de Planeta Diego Garzón quiere que los saquemos a flote. Nadie sabe para quién trabaja, ni siquiera la muerte, con la que sigo de migas. Uña y mugre nos hemos vuelto. Yo soy la mugre. Acepto que de vueltas por la casa, en tanto no se pase de lista.

 

Aire

 

Alzo los ojos con todo y nariz al cielo para recibir el aire que se cuela por mis pulmones a cada respiración reiterada. Es un aire mucho más holgado que el de la ciudad de donde regreso. Es un aire que huele a nada, que es lo único puro porque hasta los perfumes están viciados. Siento no sólo el nitrógeno y el oxígeno, sino el dióxido de carbono, el neón y el helio que me refrescan

 

 

 

 

el aparato. Aspiro repetido hasta lo más profundo que alcanzo, ensayando a la vez la aspiración abdominal, la torácica y la clavicular que me enseñó en la clínica una de las enfermeras yoguis y siento como si una iluminación oriental me alcanzara, casi un satori. Habría que reconocer que el aire es el aliento de vida insuflado en el Génesis.

 

Agua

 

Una vez vuelto a tierra abro las llaves de los aspersores para bañarla después de rociar el aire, veo que mi mujer esgrime la manguera para darle brillo a nuestro infatigable batimovil, agua discurrida de las lagunas sagradas, y me sumerjo en la tina donde abro al tiempo los grifos de agua caliente y perfumada, y enjabono mi anguila todavía plena de voltios. De la pequeña biblioteca que la circunda tomo el tomo de exploraciones y descubrimientos en la selva amazónica, El río, de Wade Davis, traducido por Nicolás Suescún, otro amigo que se llevó la barca que no regresa. Y leo hasta sentir que soy devorado por las pirañas. Salgo a cerrar los aspersores y en ese momento se desploma la nubamenta en una borrasca tronada que irriga cada una de las hojas de los árboles milenarios y filtra una goterita imprevista sobre mi cabeza en el escritorio. Es la lluvia que estrena el clemente invierno, que bien se estaba necesitando, puntúa madame entrando los perros. La fuente de la vida es el agua.

 

Fuego

 

Al llegar la noche en puntillas lleno la chimenea de troncos fornidos y ramas menudas. Y auxiliado por un periódico viejo les prendo fuego con un fosforito de palo. Disfruto del alegre chisporroteo y de las llamas que se empinan y me imagino el humo que sale a esparcirse en el aguacero. Del sol a la chimenea extraemos calor y luz. En el fuego se cocinan los alimentos que nos mantienen con vida. Apagamos la luz eléctrica. Como no queda más qué hacer, y a escondidas de la muerte que debe estar en el baño, mi mujer y yo nos damos un beso.

 

 

 

  

 

 

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