Pereira, Colombia - Edición: 13.261-841

Fecha: Jueves 16-05-2024

 

 COLUMNISTAS

 

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La iglesia de Bellavista

Por: Jotamario Arbeláez

 

 

El pueblo se llamaba –se llama, irónicamente, pues lo que quedó de él fueron ruinas, sangre seca, lágrimas vivas, casas abandonadas y un populoso cementerio–, Bellavista, cabecera de Bojayá, en el Chocó, ese 2 de mayo de 2002, cuando fuerzas paramilitares que había entrado por el Atrato provenientes de Turbo, ante la vista gacha de la fuerza pública, y se habían hecho fuertes en Puerto Conto, a una orilla del río, se preparaban para recibir la ofensiva de las Farc, apostadas en la otra orilla, en el pueblo de San Martín. En los diez días anteriores a la confrontación, los habitantes del pueblo

 

 

 

pidieron inútilmente a los paras que se retiraran de la zona llena de civiles. La Defensoría del Pueblo alertó al Ministerio de Defensa y a la fuerza pública de que allí se podía desencadenar una tragedia con la población. Silencio en la noche. Al amanecer del 1 de mayo se inició el despiporre, así no sea muy castrense el término. Las balas rasgaban la mañana de doble vía. Pronto todo era humo. El párroco tuvo la idea de proteger a los habitantes del pueblo, en número de mil quinientos, atiborrando la iglesia, la casa cural y la de las misioneras agustinas. A orar y cantar en medio de la batalla. Arrodillados, tendidos, cubriendo a los niños. En medio de la refriega y a media mañana a una pareja de intrépidos guerrilleros se les ocurrió hacer el lanzamiento de pipetas al centro del pueblo para provocar el repliegue paramilitar. Con la tercera, los pretendidos defensores del pueblo hicieron blanco desafortunado en la iglesia, a partir de la cúpula, directamente en el altar del Cristo crucificado. Más de cien, en su mayoría niños y ancianos murieron por el impacto y la asfixia en medio de los gritos y la confusión y otros tantos resultaron seriamente heridos. Pero la batalla seguía, con bajas menores entre los aguerridos combatientes. Y una cuarta pipeta cayó, pero no explotó, en la casa de las misioneras agustinas. Se había configurado una de las peores matanzas de nuestra historia. La opinión mundial quedó estupefacta. La mayoría de los sobrevivientes buscó refugio en Quibdó.

 

Con el tiempo se hallaron responsables del hecho a las Farc por el lanzamiento del artefacto, a los paramilitares por haberse atrincherado entre la población civil en el

 

 

 

 

casco urbano, y al Estado colombiano por inacción frente a las advertencia de la Defensoría del Pueblo y por permitir la libre circulación de los paras.

 

Pero estamos en los tiempos del perdón, y las Farc han declinado su arrogancia para pedirlo con lágrimas en los ojos, a los sobrevivientes en el propio lugar de los hechos. Lo hizo uno de los miembros del Secretariado, Pastor Alape, negociador en La Habana, acompañado por un puñado de guerrilleros igualmente demacrados por la vergüenza ante el pueblo. Hubo rituales emberas para limpiar los “pecados” de los responsables, los jóvenes hicieron una representación teatral señalándolos y las matronas cantaron los alabaos funerales. Al gobierno también iban dirigidas sus quejas. Y a la prensa, a la que pedían “no permitir que la memoria se borre”.

 

Que llegué el perdón en las formas en que llegue, es lo que espera la mayoría de los colombianos, porque ya no queda sangre para más desangre. Pero que no se espere, no sólo de los periodistas, sino de los narradores y poetas y dramaturgos, que olviden el sacrificio de un pueblo por parte de los excesos de la guerrilla, así ella, como proclama, también haya llevado del bulto. Lo estamos dando todo por la paz, y hasta por el perdón, pero nada por el olvido. De las bestialidades de todos. Porque nunca las guerras fueron de un solo bando. La intervención de los poetas en la guerra consiste en denunciarla en sus cantos, para ver de impedir su repetición. Algo que ha sido imposible. Pero tratemos.

 

 

  

 

 

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