Pereira, Colombia - Edición: 13.270-850

Fecha: Sábado 01-06-2024

 

 COLUMNISTAS

 

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La ministra de economía

Por: Jotamario Arbeláez

 

Cuando papá decidió que era hora de comprar la casa, mamá le ayudó con la platica que a él se le había escurrido de los pantalones al dejarlos mal colgados en el respaldo del asiento. Se acostaba con 20 pesos en billetes de 2 y amanecía con 18, pero bien bueno sí dormía. Nunca manifestó que se hubiera dado cuenta del descuadre. Estoy seguro de que, para evitar una chalequeada más fuerte, dejaba deslizar ese par de billos, que al otro día se iban religiosamente para la caja de ahorros. Eran 60 al mes, más de 700 al año. Catorce mil en 20 años. La casa costó 30. Pagadera en tres puchos. Nos tuvimos que transar por el barrio Obrero. San Fernando todavía estaba muy lejos. El presupuesto para más no daba.

 

Una madre es un mar de hijos. Papá supo pescarle ocho, que fuimos ocho camisas diarias para lavar y ocho bocas para llenar y para cepillarles las muelas. Todos madrugábamos a la escuela y al colegio. La bendición, el pico y los cinco. Cinco centavos que hacían la delicia de todos en los recreos. Con ellos se compraba una cuca, dos helados de cubeta y una 

 

 

 

empanada de Cambray.

 

Mientras papá cortaba pantalones de paño –a los que se preocupaba por ponerles bolsillos bien seguros– mamá le ayudaba pedaleando esa Singer que nos habría de llevar muy lejos. Desde que papá perdió el puesto en la sastrería de don Jacobo, en el pasaje Zamoraco, atendía en la casa a sus clientes fieles. Y como mamá era también hija de sastre, le daba una mano en el corte, las costuras y en las labores de plancha. Era también un hacha para los oficios domésticos, remendaba las medias metiéndoles un bombillo, angostaba las corbatas cuando pasaban de moda, lavaba platos, ollas y ropa, nunca dejaba que a papá se le olvidara la cuenta de un cliente ni la fecha torturante del impuesto predial.

 

En el mercado escogía los aguacates del almuerzo hundiéndoles la cáscara con la yema del pulgar, a veces la uña, pedía rebaja como si todos los frutos se encontraran en cosecha y exigía al carnicero que le encimara lobanillos para compensar la carestía de los chicharrones. Con la ñapa que ella misma echaba en cada cartucho nos fuimos haciendo personas.

 

Madre sabía hacer rendir cada peso vigilando las balanzas, y sopesándola en sus manos reclamaba que estaba muy liviana esa libra. Cuando compraba botones o manzanas o rosas, exigía que le envolvieran docenas de 13. No tenía agüeros para este número. En el comercio exigía rebajas del 40 %. Y lo bueno es que por lo menos el 30 le daban.

 

 

 

 

Por cortas que fueran las entradas, siemprenos alcanzó para todo y la casa se dio el lujo de tener dos poetas de cabecera. Y cada uno leía libros distintos. Y ninguno de los dos trabajaba. Menos mal que las muchachas se pusieron las pilas desde muy jóvenes. Esterlina en Fantasías Femeninas, Graciela como secretaria ejecutiva en una empresa de aviación, Marucha casi toda la vida en Colmena, Martica de camello en el exterior, Elizabeth graduándose de abogada y conquistando un marido que ha velado por todos. La hermanita menor Cecilia con la vista mermada y Jan el poeta místico se quedarían al cuidado de la casa paterna de San Fernando, cuando todos se hubieron ido de casorio o de cementerio.

Papá me hizo prometer de rodillas el día que agonizaba, que cuando durmiera en la casa dejara mal colgados los pantalones, para que el azar permitiera que mamá continuara manejando la economía de la casa como en los buenos tiempos de la escasez. Una mañana madrugó a decirme que no volvería a hacer mercado, porque la semana pasada desactivaron a su lado una bomba de 40 kilos en la plaza de Siloé. No dudé de que fuera cierto, pero ella nunca se le arredró a ningún peligro.

 

Siempre le mandé la mesada tal como me lo exigiera moribundo papá, que con el paso del tiempo quizá se volvió insuficiente. Hilando más delgadito, descubrí que de los bolsillos con seguro de los pantalones que me había hecho papá no se escurría ni un centavo. Y no tuve la generosa precaución paterna de dejar caer adrede en cada visita un billetito de veinte mil. Ay, mamá.

 

 

  

 

 

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