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Pereira, Colombia - Edición: 13.284-864 Fecha: Martes 25-06-2024 |
COLUMNISTAS |
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Amadas que se dejan
Por: Jotamario Arbeláez
Suelen los hombres abandonar a las mujeres que los aman por aquellas que los encoñan. O solían, en aquellos tiempos cuando el ardor de las pasiones semejaba los incendios forestales. Hablo desde la invención del amor como componente del acto lúbrico hasta culminar en la bella época de los trópicos millerianos y del oscuro objeto del deseo cinematográfico. Ahora suele imperar el convenio del aguante, o los imperativos de la Modernidad, que no solo acabó con el culto del virgo sino con la fidelidad registrada.
¿Por qué voy a abandonar a mi organizada pareja, se dice, por otra mujer que pasa con mejor caminado, si a ambas puedo caminarles y asunto arreglado? Por entonces era difícil, porque la combustión exigía tiempo completo y dedicación absoluta. Este tipo de amor creaba más adicción que ahora el basuco. El hombre atrapado pensaba que estaba ejerciendo su
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libertad, así al mismo tiempo eligiera la perdición. Se iba tras la cola de la percanta, que amén de complacerlo hasta el éxtasis sobrenatural abriendo y cerrando sus piernas, se burlaba con inclemencia del adorador rendido a sus plantas, a quien sonsacaba sus buenos morlacos mientras le hacía morder la lona con infidelidades continuadas que le hacían trizas el amor propio. La mujer que lo amaba, en el entretanto, tomaba el camino del llanto o de la casa de la mamá, a veces esperando la redención de su ángel caído, a veces tratando –desengañada de los hombres– de rehacer su vida vistiendo santos.
Si vuelve, pensaba, dejaría de sacudirle con fuerza la caspa de las hombreras, de insistirle con el cepillo, de regañarlo por sus amigos, de esconderle la copa, de celarlo hasta con la almohada, de negarle esos favores que le parecían excesivos. Se sentía muy hombre el hombre con este cambio de hembra. Y mientras más sufría con los desplantes de quien se paseaba por su corazón con tacón puntilla, más gozaba con las migajas que le permitían disfrutar en los entreactos.
La bebida entraba en escena. El hombre extraviaba la compostura, la ropa comenzaba a adquirir el brillo que él perdía. No se dejaba ver casi de los amigos. En
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relámpagos de lucidez se acordaba de aquella que lo amaba con una devoción
rayana en la tontería, pero ni siquiera se preguntaba qué estaría haciendo. Por
grande que fuera la fortuna la iba dilapidando beso tras beso. Hasta terminar
convertido en un guiñapo humano, que era el momento en que la amante acicalada
le cerraba piernas y puertas. Algunos acudían al suicidio, para cerrar con
broche de luto su miserable aventura. Otros alcanzaban a pensar si aquella que
tanto insistía en amarlos todavía estaría esperándolos. Y tomaban el camino de
vuelta hacia la casa de la suegra, donde recibían la noticia de que –cansada de
esperar pero sin dejar de quererlos– la abnegada esposa se había enmozado con el
boticario. |
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