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Pereira, Colombia - Edición: 13.300-800 Fecha: Martes 23-07-2024 |
COLUMNISTAS |
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Nuestro holocausto
Por: Jotamario Arbeláez
Por los lejanos ayeres de los sesentas y los setentas nos dio a los escritores que comenzábamos, por entonar nuestras cantaletas contra los malos manejos del país y del mundo, el hambre en Biafra y en la Guajira, las matanzas en el Congo y en nuestros campos, el saqueo de nuestras riquezas naturales, en escritos de prensa, conferencias y manifiestos, en principio como un deber autoimpuesto pero también atizados por Sartre, la conciencia del siglo XX, quien de acuerdo con el marxismo clamaba porque el autor debía “comprometerse”.
Aquel que en medio de esa posguerra mundial (y posviolencia nacional) escurriera el bulto escribiendo sobre lo que se consideraba banalidades era marcado como traidor a la humanidad. Escritores fugaces inquilinos de la torre de marfil, para quienes parecería que no contara la historia.
Razón de más para acudir al ludibrio en prosa como requería el existencialismo, más
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allá del panfleto y de los pasquines, era que en la poesía estábamos embarcados en nonsenses derivados de dadaísmos y de letrismos, para conservarla impoluta. Pero por más que cantamos la tabla, la tabla tuvo menos oídos que las paredes, y toda nuestra denunciadera se la tragó el agujero negro de la indiferencia nacional. Antonio Caballero apostó media vida clamando y argumentando por la legalización de las drogas para evitar el auge mafioso con su secuela de atrocidades y lo único que logró fue que le aplaudieran su estilo.
Por ello muchos de esos “comprometidos” nos mamamos de la reclamadera y pasamos nuestras plumas a temas menos ríspidos, como el amor en todas sus poses, los viajes astrales, la narración de los sueños, la transcripción de las leyendas de las abuelas, haciéndole caso al Gabo que declaró en un típico caso de rebelión contra el Comintern, que el único compromiso del escritor revolucionario era escribir bien.
Pero hay momentos en que es imposible comer callado. Días pasados el expresidente Juan Manuel Santos declaró ante la Comisión de la verdad, como correspondía, lo que sabía acerca de esas ejecuciones extrajudiciales bautizadas como “Falsos positivos”, en las que fueron sacrificados según la JEP 6.402 jóvenes engatusados por representantes del ejército en las plazas de sus barrios para ejecutar ciertos trabajos campestres, y los ejecutados terminaron siendo ellos en una farsa de presuntos combates con la guerrilla, cumpliendo así con los “resultados” que solicitaba el Gobierno de entonces a su fuerza defensora del ciudadano. O sea que se utilizaron más de 6 mil uniformes usados de guerrilleros mandados a preparar con antelación. Y otra tanta cantidad de armas de los presuntos subversivos que quién sabe de dónde saldrían, pues no serían de dotación oficial.
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Sorprendente el primer
comentario acerca de estas declaraciones, a cargo del expresidente del Senado
doctor Macías, que muestra la actitud de ceguera del uribismo en pleno ante lo
evidente: “Siempre creí que los “falsos positivos” sólo existían en la
imaginación de algunos políticos, pero la confesión de JMSantos que ocurrieron
en su ministerio (sic), es aterradora. Aun me resisto a creerlo”.
Pero tampoco era para que,
cuando se rindió el informe de las primeros contingentes de muchachos muertos en
circunstancias dudosas, el doctor Uribe exclamara una de las frases que pasarán
a la historia universal de la infamia: “No estaría recogiendo café”. Así haya
pedido público perdón por el exabrupto. Casi 7 mil jóvenes masacrados es un
holocausto que no se borrará nunca de la humana memoria. Y el que siga negando
el atroz suceso cargará como cómplice con la culpa en el corazón.
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