Retrato del
nadaísta cachorro
Por: Jotamario
Arbeláez
Los
“canastos” de Granada
Aunque parece que
fue ayer, cumplimentados 50 añares, los pelaos caleños teníamos una
opción para salir del achante que nos procuraba la irrefrenable
arrechera.
Ir a ‘canastear’ al barrio Granada, que por ser de gente ricacha
tenía en la perchuda casarteli una doméstica núbil y parlantinosa
sonsacada de algún villorrio, por ejemplo de Coconuco.
Solían ellas, con la anuencia de sus doñas que a la caída de la
tarde se tomaban sus copetines,
callejear por el barrio de zonas verdes a la espera del entuque de
jóvenes reclutas del vecino Batallón Pichincha,
igualmente rijosos y palabrosos.
Llevaba uno las de ganar aunque cayera de segundo, por cuanto era
más pinta y de mejor percha, y por lo general con biyuyo que le
habría bajado al papá.
Los guabalosos reclutas lo que buscaban eran tumbarles el sueldo en
los intensos abejorreos.
Uno esperaba el beso de retiro del uniformado de dril armada a su
reciente levante emperifollada de coleta margarita,
y le caía con el swing de invitarla a cine al
|
|
Bolívar
-sabiendo que no tendría disponibilidad de tiempo, tal vez el sábado-,
o a mecatear mogollas en la panadería Granada de
a la vuelta del río.
A la ida o a la venida, contra de los palos de camia, se podía apercollarlas,
y haciendo caso omiso del paso de los carros escasos, levantarles las faldas de
rapidez y papeárselas de lo lindo.
A eso iba siempre con Víctor
Mario, quien por ser el mejor armado, a pesar de lo paturro, comandaba la
gallada de los encanastadores.
Todo iba muy bien porque nos
repartíamos el territorio –cada uno dos manzanas a la
redonda–,
pero sucedió la calamidad de
que el par de alzafuelles amangualados nos enamoriscamos a la vez de Regina,
una pastusa de lo más legal que a ninguno de los dos nos dio jamás ni la hora,
pero en cambio si nos envolvió en una rivalidad imparable que culminaba casi
todos los días a guamazo limpio al salir de clases.
Nos limpiábamos el sangreo de nuestros labios totiaos e íbamos a buscarla cada
cual por su bocacalle.
La encontrábamos en una banca de la avenida del río, con su bravero cabo
segundo, quien la mantenía engatillada y echándole caramelo.
Luego de echarle ojito por lo menos la hora de su asueto en su refocile -cada
uno a no más de diez yardas en dirección opuesta mientras ellos ni se
inmutaban-,
nos echábamos los brazos como heridos de guerra y nos retirábamos del campo a
desahogar nuestra murria,
en medio de maldiciones a las guarichas retrecheras y a los aguacates con
parque.
|
|
Él
se sumió en la aviación comercial y yo en la desconsiderada literatura.
Lo volví a encontrar hace un par de días -pensionados del aire y de la palabra y
convertidos ambos en unos cachachos filipichines y carantoñosos,
y cuando enfrentamos el tenor
de la gachi,
desembuchó que aun la traía
clavada.
Que se había casado y separado tres veces porque nunca se había avenido a llamar
a ninguna de sus consortes con un nombre diferente de Regina.
Yo en cambio la he olvidado
por completo, con su balaca azul y su diente de oro, le mentí.
No podía soportar que pasado medio siglo se siguiera interponiendo con su
quimera entre quien me robó la capacidad de amor y la imagen que de ella guardo.
Fuimos a tomar un pernod en un cabaret francés.
Debes olvidarla porque ella es mía, le mentí más. Hace cuarenta años volví a
encontrarla y desde entonces estamos viviendo un flirt.
Sacó la mano y me dejó un ojo negro, pagó la cuenta y se fue mascullando:
Nunca pensé que terminarías siendo un faltón.
Acudiendo a términos y acepciones recientemente aceptadas por la academia
española y otros por la caleña, pergeño esta historia sólo para que, si aún vive
Regina -con quien sea, menos con el cabo segundo-,
sepa que un par de bacanes en
manguala por lo imposible,
a través de la vida la siguen
amando y se siguen contramatando por ella.
Y que perdone el haberla considerado canasto,
|