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Pereira, Colombia - Edición: 13.329-909 Fecha: Jueves 12-09-2024 |
COLUMNISTA |
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POETA PRENDIDO DEL RADIO
Por: Jotamario Arbeláez
A Hernán Peláez y Óscar Domínguez
Por
mantener prendido el radio, nunca le puse atención al canto de los
pájaros, ni siquiera a los agoreros, que no cantan sino que graznan.
Me bastaba con El cuervo, de Poe, que cada vez que lo consultaba
sólo pronunciaba “Nunca más”, como Sábato. Y eso que en el tercer
patio, el de atrás, de mi casa de las agujas, en la Cali de mis
olvidados pesares, había un totumo, sobre el que se cebaba un pájaro
carpintero, rodeado por una corte de picaflores estacionarios. Y en
ese patio una ducha que daba al sol. Y mi cuarto daba a ese patio.
En ese cuarto dormía toda la mañana, todas las mañanas, mientras ‘el
loro’ transmitía las noticias atroces.
Al despuntar el ojo de mis
escabrosas farras de adolescente, con un periódico vomitado al pie
de la cama, que antes de que entrara mamá con el café recogía con
recato, enrollaba y escondía tras la mesa de noche, y los
calzoncillos almidonados con sucesivas poluciones nocturnas que
igual hacía desaparecer debajo del colchón celestino, me desayunaba
con esa invocación inicial al sol naciente que es el ‘Amanecer’ de
Así habló Zarathustra, de Strauss, no importándome que el astro
calentador ya anduviera por el cenit, o con la obertura de La urraca
ladrona, de Rossini, o con la banda sonora de El doctor Zhivago,
novela que duré un año en leer mientras iba dibujando en mi cuaderno
Perna –tal como los imaginaba– a todos y cada uno de sus cien
personajes. Estas piezas de música semiculta, que serían una
novedad en el barrio Obrero,
las tomaba de las audiciones –desconcertantes para mí, que tengo un
oído difuso– de Radio Musical cuando me apercibía a parar la oreja.
De tal forma que, no sólo me perdía de ese polifónico canto de lo
connatural que embobaba a mi padre, sino que contrarrestaba la
bárbara charanga que desde la otra cuadra hacía tronar en su
tocadiscos de contrabando el enano Valverde.
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de Rubens. O tal vez me consideraba ya un
decadente. Me había descubierto el narguile con agua
perfumada para inhalar la cannabis. Acababa de cumplir los 18. Me había tirado
el bachillerato. Todavía la naturaleza no tenía bien definido si iba a ser macho
o marica. La poesía comenzaba a hacerme cosquillas. Me sentía el dueño del
mundo, un mundo que, según mis gratuitos vaticinios, duraría menos que yo.
Apenas si salía de mi cuarto para botar los periódicos mancillados, meterme bajo el chorro de la ducha solar a lavarme con todo y calzoncillos, comer de rapidez el ‘calentao’ de la intocada cena de anoche, y volver a enfrascarme en el análisis de los iluminados con la tea de la revolución francesa que estaban acabando con todo.
Comencé con Russeau, con Emilio, y terminé con Zola, en La taberna. Y con los cuentos libertinos del enciclopedista Voltaire, que me hicieron volcar en Sade, perseguido por todos. En medio de todas mis desazones intelectuales, siempre estaban allí el Philco o el Brignole, sonando. Dializando del Circuito Todelar a La Voz de Cali, y de Radio Reloj a Radio Pacífico, y a una que se proclamaba orgullosa como la única emisora que no daba la hora, siguiendo el ritmo de las mortandades contra los campesinos por parte de los ‘pájaros’, como se llamaba eufemísticamente a estos asesinos políticos, vaya usted a saber por qué putas, descritas en la voz aurífera de locutores legendarios. Quería adoptar, para un día dar a luz y sonido mis poemas con aliento imbatible, el tono de Joaquín Marino López o de Manolo Villarreal, por ejemplo. Después conocería –y trabajaría con él cara a cara–, a Otto Greiffestein, el más grande. Más grande que Montalbán, el del territorio Marlboro.
Escuchaba, además, las radionovelas. De El derecho de nacer, del cubano Félix B. Caignet, y sus consecuentes Albertico Limonta, la negra Mamá Dolores y la Virgencita de la Caridad del Cobre, alcancé a desprenderme a tiempo, como lo hice para siempre de la novela María, ese batiborrillo de lágrimas que me aguaba la sopa. Pero me mantuve capturado por algunas que eran producto del ingenio chispeante de mi amigo y maestro Fulvio González Caicedo, con quien me metí –pero no lo aspiré, como sí lo hizo Clinton– mi primer bareto, libretista a su estilo del célebre detective Chan-Li-Pó (original también de Félix) y autor de éxitos memorables como Kalimán, Arandú y Renzo el gitano. Años más atrás, cuando dormía con la abuela en camas gemelas, el miedo se me colaba por entre las cobijas cuando a partir de la medianoche el radio anunciaba el programa “Apague la luz y escuche”, con
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unas historias de terror que no he encontrado después ni en Lovekraft -pues más que los monstruos peludos del libreto lo escalofriante eran los efectos sonoros-, y que apenas lograba pegar el ojo me provocaban la vergonzosa orinada en la cama.
Qué maravilla era
escuchar una buena historia dramatizada por radio. El tono y los matices de la
voz del radio-actor describían, amén del carácter de su personaje, su forma de
vestir y de seducir-, el color de sus ojos, el peinado, la talla de sus miembros
y sus zapatos. Uno se enamoraba de esa voz que lo traía todo. Que casi que tenía
cara y que tenía culo. Los pantallazos auditivos se encargaban del resto. Algo
todavía aproximado al texto literario, donde es la imaginación del lector la que
monta la película. Con el cine y la televisión es distinto. Todo viene ya
interpretado. Tuvo razón Gabo en negarse a permitir que Cien años de soledad se
atrofiase con la plancha de Anthony Quinn en el papel del coronel Aureliano
Buendía. Aunque hay que reconocer que se sobró con ‘el griego’. Como lo hizo
Burt Lancaster con El Gatopardo. ¿Pero qué tal Maqroll el Gaviero representado
por Humberto Dorado? Hasta allí llegaron el personaje, el escritor y el actor,
por lo menos para los jóvenes. No tanto para mí, que soy transigente.
Cuando entró la
televisión a Colombia, permanecí fiel a la radio. No iba a cambiar a Marconi por
Rojas Pinilla. Nunca fui a San Andrés por una pantalla. Esperaría, con Gloria
Valencia, a que la televisión llegara en glorioso technicolor. Cuando llegó, me
llamaron a trabajar, primero en el periodismo, después en publicidad. Allí fue
donde este bohemio puro comenzó a experimentar el declive de sus valores. A su
pesar, y más aún, al pesar de sus enemigos, le comenzó a crecer la cuenta
corriente. Una vez en Bogotá, me engancharon para la radio. Un ‘gorila’ del
periodismo a quien apodaban ‘El loco’, que fue el maestro de muchos, pese a sus
desvaríos posteriores, que le hayan perdonado Dios y la Dea, llamado Alberto
Giraldo. En el Noticiero Todelar, El informe inconforme, titulaba mi espacio.
Despotricaba contra todo lo divino, que era lo que me proponía desmontar. Y la
Iglesia callada, pues no le interesaba reanudar conmigo su Inquisición.
Foto Lili Blue
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