Pereira, Colombia - Edición: 13.455-1035 Fecha: Sábado 05-04-2025 |
COLUMNISTA |
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Amadas que se dejan
Por: Jotamario Arbeláez
Suelen
los hombres abandonar a las mujeres que los aman por aquellas que
los encoñan. O solían, en aquellos tiempos cuando el ardor de las
pasiones semejaba los incendios forestales. Hablo desde la invención
del amor como componente del acto lúbrico hasta culminar en la bella
época de los trópicos millerianos y del oscuro objeto del deseo
cinematográfico. Ahora suele imperar el convenio del aguante, o los
imperativos de la Modernidad, que no solo acabó con el culto del
virgo sino con la fidelidad registrada.
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libertad, así al mismo tiempo eligiera la perdición. Se iba tras la cola de la percanta, que amén de complacerlo hasta el éxtasis sobrenatural abriendo y cerrando sus piernas, se burlaba con inclemencia del adorador rendido a sus plantas, a quien sonsacaba sus buenos morlacos mientras le hacía morder la lona con infidelidades continuadas que le hacían trizas el amor propio. La mujer que lo amaba, en el entretanto, tomaba el camino del llanto o de la casa de la mamá, a veces esperando la redención de su ángel caído, a veces tratando –desengañada de los hombres– de rehacer su vida vistiendo santos.
Si vuelve, pensaba, dejaría de sacudirle con fuerza la caspa de las hombreras, de insistirle con el cepillo, de regañarlo por sus amigos, de esconderle la copa, de celarlo hasta con la almohada, de negarle esos favores que le parecían excesivos. Se sentía muy hombre el hombre con este cambio de hembra. Y mientras más sufría con los desplantes de quien se paseaba por su corazón con tacón puntilla, más gozaba con las migajas que le permitían disfrutar en los entreactos.
La bebida entraba en escena. El hombre extraviaba la compostura, la ropa
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comenzaba a adquirir
el brillo que él perdía. No se dejaba ver casi de los amigos. En relámpagos de
lucidez se acordaba de aquella que lo amaba con una devoción rayana en la
tontería, pero ni siquiera se preguntaba qué estaría haciendo. Por grande que
fuera la fortuna la iba dilapidando beso tras beso. Hasta terminar convertido en
un guiñapo humano, que era el momento en que la amante acicalada le cerraba
piernas y puertas. Algunos acudían al suicidio, para cerrar con broche de luto
su miserable aventura. Otros alcanzaban a pensar si aquella que tanto insistía
en amarlos todavía estaría esperándolos. Y tomaban el camino de vuelta hacia la
casa de la suegra, donde recibían la noticia de que –cansada de esperar pero sin
dejar de quererlos– la abnegada esposa se había enmozado con el boticario.
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