EDITORIAL
Donde manda el miedo
En ciertos rincones del país, la violencia no se mide
en balas, sino en silencios. Es el mutismo impuesto por el miedo, la
censura que no viene de la ley sino del fusil, la rutina alterada
por el rumor de que hay zonas donde ya no manda el Estado, sino el
miedo. En esas regiones, la palabra “paz” suena tan ajena como la
promesa de justicia.
El conflicto no necesita anunciarse con grandes titulares. Basta un
panfleto, una advertencia lanzada al viento, o la imposición de
nuevas “normas” para recordar que la guerra sigue ahí, disfrazada de
control territorial, legitimada por el discurso y protegida por la
distancia.
Es alarmante que aún existan actores que pretendan regular la vida
civil, como si tuvieran el derecho de dictar quién puede transitar,
a qué distancia deben vivir los ciudadanos de las instituciones o
qué símbolos deben portar los que protegen vidas. Como si tuvieran
autoridad sobre lo que nunca les ha pertenecido: la cotidianidad de
la gente.
Pero más preocupante aún es la naturalización de esa
presencia armada. Cuando las amenazas ya no sorprenden, cuando se
obedecen por simple necesidad de sobrevivir, se está perdiendo más
que el control territorial: se está cediendo la noción misma de
ciudadanía.
La paz no puede depender de silencios impuestos ni de acuerdos que
se rompen al antojo de quienes empuñan armas. Tampoco puede
sustentarse en treguas que terminan en amenazas encubiertas de
códigos de conducta. La paz real no se negocia con condiciones de
sumisión; se construye con garantías, con justicia, y con un
profundo respeto por la vida civil.
Que un actor armado intente imponer su propia ley es
un síntoma de una enfermedad que nunca se curó del todo. Y lo más
grave es que en medio del ruido de los discursos, quienes quedan
atrapados entre los bandos siguen siendo los mismos: comunidades
rurales olvidadas, familias desplazadas, líderes silenciados.
El control no se gana con balas ni con panfletos. Se gana con
legitimidad. Y esa no se impone: se construye. Mientras se permita
que el miedo reemplace al Estado, cada tregua rota será un
recordatorio de que la guerra, lejos de acabarse, solo cambia de
rostro.
Porque mientras haya quienes se arroguen el derecho de regular la
vida ajena desde las sombras, la verdadera paz seguirá siendo apenas
una esperanza aplazada.
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Alianza de los
dueños de la miseria social

Por: Zahur Klemath Zapata
zapatazahurk@gmail.com
Puedo hablar porque he vivido lo suficiente como para
distinguir entre el bien y el mal. Además, tengo la capacidad de la
razonabilidad que me permite separar las cosas comunes de las cosas
del intelecto. Cosa no común en el ser humano. Porque el ser humano
es empírico y su intuición la tiene relegada a la magia y las cosas
religiosas.
La mayoría de los textos son historias fantásticas que han
entretenido a generaciones de adultos con mente de niños y que los
hace vivir en ese mundo mitológico. Esa es una verdad que no se
puede rebatir porque está incrustada en la genética de millones de
seres humanos, es removible porque si se quita desencaja a la
humanidad. Y dejaríamos de ser esa comunidad humana multifacética.
En toda esta composición de elementos humanos hay tres corrientes
que rigen el planeta y que es muy difícil de escapar de las manos de
ellas. La religión, los políticos y los ladrones. Es como si fuera
una alianza que gobierna lo existente y que es imposible eliminar
porque está presente como la vida misma.
Colombia es un país inmaduro que no ha podido añejar
intelectualmente y que cada día es como si nada hubiera cambiado.
Cualquiera persona mayor de 70 años puede hablar mejor que yo y
hacer un recorrido en su vida para encontrarse que la ruleta de su
existencia ha pasado por los mismos caminos una y otra vez y que sus
vecinos no han comprendido que aún siguen en lo mismo.
Cuántos crímenes se han cometido en los más de doscientos años de
existencia del país de personas que han querido ayudar a que el país
avance para bien. Y seguirán muriendo y todo quedará como un muerto
más en la interminable lista. Porque morir asesinado es parte del
estándar de muerte en el país.
La alianza tácita de la muerte, “como una muerte anunciada”,
permanece como parte de la naturaleza colombiana. Es una palabra que
escuchamos en todas las formas como si su significado fuera no
tuviera el valor terrorífico que ella expresa y se siente en otras
latitudes.
Por eso hay esa alianza de miseria entre los políticos, los ladrones
y los reducidores, porque es la forma de mantener a los ciudadanos
entretenidos mientras unos roban, otros compran lo robado y los
políticos reponen lo robado para ganar los tres de esa jugada
magistral. ¿Y quién paga? Ya todos sabemos de dónde sale el dinero.
Lo más interesante de todo esto es que los ciudadanos que son los
dueños del poder, apoyan a los mismos que mantienen la cadena de
calamidades votando por ellos y no ejerciendo el voto en blanco que
es el que les da el poder para rechazar todo ese
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desorden que se ha establecido por décadas de malos gobiernos o
administradores públicos.
QUÉ LEE GARDEAZÁBAL

Por: Gustavo Álvarez Gardeazábal
La vida de Antonio Arango
Reseña de la biografía del banquero manizaleño
De Pedro Felipe Hoyos
Audio:
https://www.youtube.com/watch?v=18gRBprkc0o
No es muy común conseguir en un libro biográfico una radiografía paralela del
temperamento, características y comportamiento de los ciudadanos que rodean
durante su vida al personaje central.
En este libro titulado “ANTONIO ARANGO GUTIÉRREZ, la biografía de un
banquero manizaleño”, se consigue tal éxito de manera magistral y muy por encima
del desorden y el descuido con que fue armado por falta de curia editorial.
Por sus páginas se puede entonces conocer los elementos constitutivos de
esa manera tan peculiar y tan renombrada de cómo actuaron las gentes de
Manizales para llegar hasta donde llegaron al promediar el siglo 20.
Usando como pretexto la vida del abogado Antonio Arango Gutiérrez, un
luminoso fruto de los troncos familiares de sus abuelos, los generales Marcelino
Arango y Pompilio Gutiérrez, el historiador Hoyos Körbel logra contar cómo se
fue construyendo Manizales de pueblito paisa de bahareque a ciudad procera de
hierro y cemento.
Como tal plantea una verdad de puño aunque se atreve a juzgarla al mismo
tiempo como el origen del posterior derrumbe en que ha caído por estos días.
Para él, y para muchos, Manizales adquiere su prestigio y su respeto
porque fue capaz de reconstruirse luego de los incendios de 1922, 1925 y 1926,
que la consumieron en un 80%. Y para cualquier lector del libro resulta muy
fácil deducir que esa batalla heroica pudo librarse porque al mando de Manizales
estaba, en la primera fila o tras bambalinas el abogado Arango Gutiérrez, que
ejerció más como el banquero excelso que como el jurisconsulto que llegaría a
ser magistrado de la Corte Suprema si la muerte no lo hubiese interrumpido unos
días antes de su posesión.
Sin duda alguna era un monstruo del pensamiento y de la acción. Sus
escritos políticos y económicos publicados en este libro son apabullantes. Su
gesta como concejal, como secretario de despacho de alcaldes y gobernadores,
pero sobre todo su habilidad mayúscula como banquero en una ciudad quebrada
económica y físicamente, lo mitificó para siempre.
Lástima que esa clase de gente no la haya vuelto a parir Manizales porque
la reemplazaron por una casta dirigente de oligarcas pobres, aferrados a ordeñar
sus presupuestos públicos.
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