Ataque al corazón o El
lugar de los hechos

Por: Jotamario Arbeláez
Para
Almendra Tello
Desde que me matriculé en la poesía siendo un piernipeludo, como nos
llamaban a los que andábamos aún de pantalón corto, hasta años más
tarde cuando abandoné la idea del suicidio que me rondaba por leer a
ciertos filósofos disparatados, traté de seguirle el ritmo y el tono
y el estilo a unos aedos que encontré de casualidad en un libro
viejo lleno de princesas encastilladas en la última torre mirando
por la ventana ese punto móvil que debería ser su liberador a
caballo con sus gualdrapas, que terminaría semiarrodillado, con una
mano al pecho y la otra al cielo.
Pero debía profundizar otro poco. No podía quedarme en los cuentos
de hadas más noches que las mil y una, imaginándome qué cosas a cual
más borrascosas. A lo primero que le debía prestar atención era a la
manera de detallar el amor del que aún no tenía la menor idea, ni de
sentirlo ni de hacerlo y menos de describirlo. Lo percibía como una
especie de encantamiento que desencadenaba los cuerpos haciendo que
se empotraran.
Según nociones ancestrales era un don de la divinidad para que la
humanidad unida y solidaria no se matara, para que se forjaran
idilios y se formaran familias, para que surgieran los hijos que
perpetuaran apellidos con o sin lustre, para que los poetas y los
cantantes cantaran y con su canto encantaran a las musas
encantadoras. Pero también se rumoreaba que quienes se entregaban
con alma, vida, corazón y sombrero al sacerdocio de la palabra
escrita o entonada para hacerla objeto de corrían el riesgo de
perder por entero esas pertenencias. Ni el amor cantado ni la
canción amorosa generaban un estipendio. A no ser el amor venal o
prostituido, pero eso era por entonces terminología vedada.
Había
que ver cómo desde la antigüedad oriental se escogió el corazón como
la caja fuerte de tan singular sentimiento y
en
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occidente establecieron como su símbolo esa caricatura coloreada de
colorado, sin parar mientes en aurículas y ventrículos. Los amantes
se llamaban corazón mío, dónde estás corazón, corazón de melón, de
todo corazón te entrego mi ser, hazme tuya. Todo porque Aristóteles
había salido con el cuento imposible de verificar de que el corazón
era la residencia del alma.
Hasta que científicos especialistas en neurociencia, de
universidades norteamericanas y canadienses (el dossier es extenso y
no cabe en este responso), descubrieron que el amor nace en el
cerebro, que despacha la información al corazón activando una zona
denominada núcleo estriado, responsable tanto del deseo sexual como
del amor, que se activa con la adición a las drogas. Lo que implica
que el amor corporal adquiera la categoría de estupefaciente,
gracias a los altos niveles de dopamina. Y hasta allí llegó el
corazón contento. Desde entonces se habla de cerebros enamorados y
de corazones partíos. La conclusión de algunos psicólogos es que las
personas acuden al enamoramiento para completar su ser. A un
personaje sin amores le falta algo, poquito o mucho, de sí depende.
Hay entidades tan vacías que necesitan ser complementados por harems.
Y en el caso de los tímidos o templados, basta con la bigamia. La
poli puede conducir al hospital o la cárcel. Para no hablar de la
iglesia y el cementerio.
Pero yo voy más allá. Después de mucho razonar deduje que el amor
tiene residencia en lo que dio en llamarse precisamente los órganos
del amor, identificables en el hombre como pene, falo, verga, pito,
cipote, polla, picha y mondá pelá, que tiene también una cabeza
pensante, y en las damas como vagina, bizcocho, pan, panocha, chocha,
cuca, raja, para no ahondar en otras profundidades. Como no suena
muy poético el enumerar sustantivos que a pesar de lo sustanciosos
puedan considerarse descomedidos, había que consultar la obra de
vates arriesgados en la temática. Y al primero que me aproximé fue a
Apollinaire, adelantado vanguardista y pornógrafo por
encargo, de quien descubrí que en su pasión por Madeleine había compuesto Las
nueve puertas de tu cuerpo, donde con maña va describiendo cada uno
de estos cojonudos orificios y su manera de ir haciéndolos suyos,
los dos ojos, las dos orejas, las dos fosas de la nariz, la boca,
el templo destemplado de entre las piernas “y la novena
puerta aún más misteriosa / abierta entre dos montañas de
perlas”. No
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me acojoné
para describir la octava puerta que se me presentó cuando la modelo Dina Merlini, siendo ambos adolescentes recién desvirgados cada uno
por su lado, me posó para que con mis teclas la recreara ojo por ojo
y diente por diente en el libro que llamaría El cuerpo de ella, que
el Distrito Especial me premiaría con 30 millones 40 años después de
haber sido escrito.
Cuando luego del largo viaje interestelar de su navío tendido sobre
el sofá toqué puerto, comencé a describirlo con un verso que cuando
en el aeropuerto de Maiquetía se lo susurré al oído a esa suculenta
abogada venezolana encargada de que no me fuera a pasar nada malo
cuando fui a recibir el premio de poesía de la Fundación Rómulo
Gallegos, exclamó en éxtasis que era el mejor verso que había oído
en la vida, referido a ese sitio tan delicado, pues ella lo vivía
día por día en situaciones más escabrosas: “Henos por fin en el
lugar de los hechos”. Como era de izquierda letrada se emocionó más
cuando le referí que otro de los versos descriptivos era “púrpura y
arremolinada como Maiacovsky / allí también la anatomía se ha vuelto
loca”, así como el ruso había dicho igual de sí mismo, porque él era
“todo corazón”. Y que la radiografía proseguía como “surco bestial y
creador de enervamiento”. Luego algo más pintoresco: “la estalactita
canta durante la noche / restregada por mi pata de grillo”.
A la sensibilizada doctora se le brotaban cada vez más los ojos. Y
le continué con la zambullida: “Y más adentro sensaciones / calor /
óxido húmedo / rasguño / rozadura / pequeños aletazos”. Y la
inocultable, aunque un poco descomedida referencia odorífera: “Y
olor de oro de mar / en la nevera”. Sentí que le había llegado al
sitio más sensible, pero que podía ir más allá. No podía
desaprovechar para confiarle al oído el final del libro y tope del
cuerpo, que comenzaba con una especie de acróstico: “Complemento
geni(t)al / Urano reducido al ojo erótico / Lujoso lulo para la
lujuria / Oscura inclinación”. Soltó una carcajada por todo el
cuerpo. “Sigue, sigue, -me dijo-, estoy atrapada”. Clavándole la
mirada en la pradera que describía, continué: “Territorio
extensísimo / moneda / de a centavo de cobre / paraíso / sumersión
de gaviotas extraviadas”. “Me quemas, ¿qué más?” “En ella se dilata
y está vivo. / Violento y vivo y dúctil y agresivo”. No tengo
necesidad de referir que esa tarde el avión partió sólo con mi
maleta.
La montaña mágica, Junio 26 de 2024
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