Pereira, Colombia - Edición: 13.483-1063

Fecha: Jueves 08-05-2025

 

 ESPECIAL

 

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La confianza en jaque

 

 años, este nuevo desafío podría ser aún más complejo. Si ya cuesta confiar en los políticos, en los medios, en el sistema judicial ¿qué pasará cuando ni siquiera se pueda confiar en los rostros que vemos o en las voces que escuchamos?

El riesgo es caer en una especie de cinismo generalizado, donde todo se pone en duda, donde toda relación humana queda atravesada por la sospecha. Y en ese terreno, como advertía el sociólogo Anthony Giddens, lo que se pierde no es solo la confianza exterior: es la seguridad ontológica, esa sensación de que el mundo tiene un orden, de que no todo es caos.

El gran dilema, entonces, no es técnico ni económico. Es profundamente humano. ¿Se quiere vivir en una sociedad donde nada es verificable? ¿O es preferible hacer un esfuerzo colectivo por preservar, al menos en ciertos espacios, la autenticidad?

Algunos caminos ya se empiezan a trazar. Uno de ellos es la transparencia: exigir que los sistemas automatizados sean comprensibles y explicables. No es posible confiar en una caja negra. Otro es la preservación de la presencia humana activa: hay decisiones, como un despido o una orientación vocacional, que no pueden quedar en manos de una máquina. También está la educación ética: necesitamos enseñar a las nuevas generaciones a convivir con la IA, pero también a cuestionarla, a identificar sus límites.



Y, sobre todo, hay que redibujar el contrato social. No como una utopía escrita en papel, sino como un acuerdo vivo entre ciudadanos, trabajadores, estudiantes, empresarios. Un acuerdo que reconozca el valor de la confianza como algo no negociable, incluso en la era de las simulaciones.

¿Será suficiente? No se sabe. Tal vez ya estemos, sin darnos cuenta, en un nuevo orden donde el engaño digital es la norma, y no la excepción. Donde los escándalos por suplantación, manipulación o desinformación sean tan frecuentes que ya ni sorprendan. Donde todo tenga un barniz de sospecha.

Pero si aún hay un margen —por pequeño que sea— para decidir cómo queremos vivir, entonces vale la pena intentarlo. Porque confiar no es ingenuidad. Es una apuesta racional por la posibilidad de convivir.

En medio de algoritmos, avatares y voces sintéticas, la gran pregunta que nos queda es tan sencilla como difícil: ¿todavía creemos los unos en los otros?

Ahí, en esa respuesta, se juega mucho más que la relación con la tecnología. Se juega nuestra capacidad de seguir siendo humanos.

 

Por estos días, una videollamada puede ser más que una simple reunión. Puede ser una trampa. Así le ocurrió a una empresa en Hong Kong, cuando uno de sus empleados transfirió 25 millones de dólares a pedido del CFO, que en realidad no existía. Era un deepfake, una simulación perfecta creada con inteligencia artificial. Nadie lo notó hasta que ya era tarde. Lo que parecía una reunión más entre ejecutivos fue, en realidad, el escenario de una estafa impecable que dejó al descubierto un mal mucho más profundo: la confianza está resquebrajándose.

Ese caso, sucedido a inicios de 2024, es apenas una señal de algo que se viene gestando en silencio desde hace unos años, como una grieta invisible que recorre nuestra vida social, profesional y política. Ya no es ciencia ficción. Es el mundo en el que estamos entrando. Uno en el que lo que vemos, lo que oímos, lo que creemos saber podría no ser cierto.

La inteligencia artificial —esa maravilla técnica que nos asombra con sus capacidades— está comenzando a tocar fibras más íntimas de nuestra existencia. Ya no solo hace tareas por nosotros. También empieza a suplantar lo que éramos capaces de confiar: un rostro, una voz, una firma, un texto. Y con ello, se tambalea un concepto central sin el cual no hay sociedad que funcione: la confianza.



Porque si algo ha sostenido nuestras relaciones humanas desde siempre —desde cuando el ser humano intercambiaba alimentos en el mercado o compartía historias al fuego— es esa certeza, frágil pero fundamental, de que el otro no me va a traicionar. Que puedo creer en lo que veo. Que hay un acuerdo tácito de honestidad, aunque no haya garantías absolutas.

Lo dijeron filósofos como Hobbes y Locke en
 

 

 

los albores del pensamiento político moderno. Lo analizaron sociólogos como Durkheim, Simmel y Luhmann. La confianza no es un lujo, ni una buena costumbre. Es el pegamento de todo lo que hacemos en sociedad. Desde pagar con tarjeta en una tienda hasta votar en unas elecciones. Desde contratar a alguien hasta entregarle nuestras emociones.

Y ahora, esa confianza está siendo erosionada. No solo por la inteligencia artificial, sino por la forma como la estamos dejando entrar en nuestras vidas sin detenernos a pensar en sus efectos más sutiles.

En una oficina, por ejemplo, todo puede parecer normal. Pero el CV que se revisa pudo haber sido escrito por una IA. La persona que se entrevista pudo estar usando un avatar. El correo que se recibe del jefe pudo haber sido generado automáticamente. Y las decisiones más importantes —ascensos, despidos, presupuestos— tal vez ya no las toma un ser humano, sino un algoritmo que nadie entiende del todo.



Esto no significa que la tecnología sea mala. Pero sí plantea una pregunta urgente: ¿cómo se reconstruye la confianza en un mundo donde las apariencias pueden ser falsas?

En Colombia, donde las brechas digitales ya son enormes y donde la confianza en las instituciones ha venido en declive durante
 

 

 

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