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años,
este nuevo desafío podría ser aún más complejo. Si ya cuesta confiar en los
políticos, en los medios, en el sistema judicial ¿qué pasará cuando ni siquiera
se pueda confiar en los rostros que vemos o en las voces que escuchamos?
El riesgo es caer en una especie de cinismo generalizado, donde todo se pone en
duda, donde toda relación humana queda atravesada por la sospecha. Y en ese
terreno, como advertía el sociólogo Anthony Giddens, lo que se pierde no es solo
la confianza exterior: es la seguridad ontológica, esa sensación de que el mundo
tiene un orden, de que no todo es caos.
El gran dilema, entonces, no es técnico ni económico. Es profundamente humano.
¿Se quiere vivir en una sociedad donde nada es verificable? ¿O es preferible
hacer un esfuerzo colectivo por preservar, al menos en ciertos espacios, la
autenticidad?
Algunos caminos ya se empiezan a trazar. Uno de ellos es la transparencia:
exigir que los sistemas automatizados sean comprensibles y explicables. No es
posible confiar en una caja negra. Otro es la preservación de la presencia
humana activa: hay decisiones, como un despido o una orientación vocacional, que
no pueden quedar en manos de una máquina. También está la educación ética:
necesitamos enseñar a las nuevas generaciones a convivir con la IA, pero también
a cuestionarla, a identificar sus límites.

Y, sobre todo, hay que redibujar el contrato social. No como una utopía escrita
en papel, sino como un acuerdo vivo entre ciudadanos, trabajadores, estudiantes,
empresarios. Un acuerdo que reconozca el valor de la confianza como algo no
negociable, incluso en la era de las simulaciones.
¿Será suficiente? No se sabe. Tal vez ya estemos, sin darnos cuenta, en un nuevo
orden donde el engaño digital es la norma, y no la excepción. Donde los
escándalos por suplantación, manipulación o desinformación sean tan frecuentes
que ya ni sorprendan. Donde todo tenga un barniz de sospecha.
Pero si aún hay un margen —por pequeño que sea— para decidir cómo queremos
vivir, entonces vale la pena intentarlo. Porque confiar no es ingenuidad. Es una
apuesta racional por la posibilidad de convivir.
En medio de algoritmos, avatares y voces sintéticas, la gran pregunta que nos
queda es tan sencilla como difícil: ¿todavía creemos los unos en los otros?
Ahí, en esa respuesta, se juega mucho más que la relación con la tecnología. Se
juega nuestra capacidad de seguir siendo humanos. |
Por estos días, una videollamada puede ser más que
una simple reunión. Puede ser una trampa. Así le ocurrió a una
empresa en Hong Kong, cuando uno de sus empleados transfirió 25
millones de dólares a pedido del CFO, que en realidad no existía.
Era un deepfake, una simulación perfecta creada con inteligencia
artificial. Nadie lo notó hasta que ya era tarde. Lo que parecía una
reunión más entre ejecutivos fue, en realidad, el escenario de una
estafa impecable que dejó al descubierto un mal mucho más profundo:
la confianza está resquebrajándose.
Ese caso, sucedido a inicios de 2024, es apenas una señal de algo
que se viene gestando en silencio desde hace unos años, como una
grieta invisible que recorre nuestra vida social, profesional y
política. Ya no es ciencia ficción. Es el mundo en el que estamos
entrando. Uno en el que lo que vemos, lo que oímos, lo que creemos
saber podría no ser cierto.
La inteligencia artificial —esa maravilla técnica que nos asombra
con sus capacidades— está comenzando a tocar fibras más íntimas de
nuestra existencia. Ya no solo hace tareas por nosotros. También
empieza a suplantar lo que éramos capaces de confiar: un rostro, una
voz, una firma, un texto. Y con ello, se tambalea un concepto
central sin el cual no hay sociedad que funcione: la confianza.

Porque si algo ha sostenido nuestras relaciones humanas desde
siempre —desde cuando el ser humano intercambiaba alimentos en el
mercado o compartía historias al fuego— es esa certeza, frágil pero
fundamental, de que el otro no me va a traicionar. Que puedo creer
en lo que veo. Que hay un acuerdo tácito de honestidad, aunque no
haya garantías absolutas.
Lo dijeron filósofos como Hobbes y Locke en
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los albores del pensamiento político
moderno. Lo analizaron sociólogos como Durkheim, Simmel y Luhmann. La confianza
no es un lujo, ni una buena costumbre. Es el pegamento de todo lo que hacemos en
sociedad. Desde pagar con tarjeta en una tienda hasta votar en unas elecciones.
Desde contratar a alguien hasta entregarle nuestras emociones.
Y ahora, esa confianza está siendo erosionada. No solo por la inteligencia
artificial, sino por la forma como la estamos dejando entrar en nuestras vidas
sin detenernos a pensar en sus efectos más sutiles.
En una oficina, por ejemplo, todo puede parecer normal. Pero el CV que se revisa
pudo haber sido escrito por una IA. La persona que se entrevista pudo estar
usando un avatar. El correo que se recibe del jefe pudo haber sido generado
automáticamente. Y las decisiones más importantes —ascensos, despidos,
presupuestos— tal vez ya no las toma un ser humano, sino un algoritmo que nadie
entiende del todo.

Esto no significa que la tecnología sea mala. Pero sí plantea una pregunta
urgente: ¿cómo se reconstruye la confianza en un mundo donde las apariencias
pueden ser falsas?
En Colombia, donde las brechas digitales ya son enormes y donde la confianza en
las instituciones ha venido en declive durante
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