QUE LEE GARDEAZÁBAL
Dos joyas literarias exóticas
Una de Vicente Pérez Silva
La otra de Javier Amaya

Gustavo Alvarez Gardeazábal
Audio: https://youtu.be/-mkEI0pbxps
El algoritmo que rige la literatura me permitió recibir, casi al tiempo, un
libro bellisimamente editado, enviado desde Angasnoy por el académico de la
Lengua Vicente Pérez Silva y el otro desde Seattle, donde el profesor Javier
Amaya ejerce su docencia.
Ambos escriben desde hace mucho rato. El académico Vicente que ya tiene 96 años,
no ha dejado de hacerlo con una vitalidad asombrosa.
El profesor Amaya, que anda en los 69, insiste en estudiar a quienes lee con una
metodología aprendida en la escuela alemana.
Ninguno de los dos ha perdido el nexo con sus tierras natales. El incansable
Pérez Silva sigue yendo a su tierra nariñense, donde se le honra, se le lee y se
le publica. El estudioso Amaya escribe y publica centrado siempre en Pereira y
su ámbito.
El nonagenario acaba de publicar “Romances con nombres de mujer” en una
impecable edición del Taller del libro San José, de Serna en Medellín. El
profesor gringo cafetero en una edición casi rupestre ”Cápsulas Literarias” de
La Cigarra Editores de Seattle.

El Romancero de las mujeres está montado sobre la sombra que por tantos años
brindó el pomposo Romancero Gitano de García Lorca y que llevó a tantos
colombianos a jotear el mismo camino. Pérez Silva los ha seleccionado con tino
ancestral y allí se encuentran desde Martán Góngora hasta Antonio Llanos y desde
Jorge Artel a Robledo Ortiz, cortejando versificada y consonantemente a alguna
mujer de sus sueños o de las frustraciones al más antiguo estilo romancero.
Javier Amaya, colecciona los artículos breves que ha publicado en la prensa del
Viejo Caldas pero con una obsesión: la de hacer unos recuentos increíblemente
descriptivos de las casas de Hemingway en Cuba y en Idaho; las de Goethe en
Frankfurt y en Weimar; la de Trotsky en Coyoacán; la de Allan Poe en Baltimore,
la de Sábato en Santos Lugares.
Obviamente tiene otras “Cápsulas literarias”, como las que ha publicado de sus
investigaciones en los archivos desclasificados de Usa alrededor de la muerte de
Gaitán o el seguimiento del FBI al poeta y periodista Lino Gil Jaramillo, mi
amado profesor de la U del Valle.
Los dos libros son dos joyas literarias. Las he gozado con más contemplación que
análisis porque conmueven.
El Porce, mayo 11 del 2025
Dino Buzzati

ALGO HABÍA SUCEDIDO
Por Dino Buzzati
El tren había recorrido sólo pocos kilómetros (y el camino era largo, nos
detendríamos recién en la lejanísima estación de llegada, después de correr
durante casi diez horas)
cuando vi por la ventanilla, en un paso a nivel, a una muchacha. Fue una
casualidad, podía haber mirado tantas otras cosas y en cambio mi mirada cayó
sobre ella, que no era hermosa ni tenía nada de extraordinario. ¡Quién sabe por
qué había reparado en ella! Era evidente que estaba
|
|
apoyada en la barrera para
disfrutar de la vista de nuestro tren, superdirecto, expreso al norte, símbolo
-para aquella gente inculta- de vida fácil, aventureros, espléndidas valijas de
cuero, celebridades, estrellas cinematográficas... Una vez al día este
maravilloso espectáculo y absolutamente gratuito, por añadidura.
Pero cuando el tren pasó frente a la muchacha, en vez de mirar en nuestra
dirección se dio vuelta para atender a un hombre que llegaba corriendo y le
gritaba algo que nosotros, naturalmente, no pudimos oír, como si acudiera a
prevenirla de un peligro. Solamente fue un instante: la escena voló, quedó atrás
y yo me quedé preguntándome qué preocupación le había traído aquel hombre a la
muchacha que había venido a contemplarnos. Y ya estaba por adormecerme, al
rítmico bamboleo del tren, cuando quiso la casualidad -se trataba seguramente de
una pura y simple casualidad- que reparara en un campesino parado sobre un
murito, que llamaba y llamaba hacia el campo, haciéndose bocina con las manos.
También esta vez fue un momento porque el expreso siguió su camino, aunque me
dio tiempo de ver a seis o siete personas que corrían a través de las praderas,
los cultivos, la hierba medicinal, pisoteándola sin miramientos. Debía ser algo
importante. Venían de diferentes lugares -de una casa, de una fila de viñas, de
una abertura en la maleza- pero todos corrían directamente al murito, acudiendo
alarmados, al llamado del muchacho. Corrían, sí, ¡por Dios cómo corrían!,
espantados por alguna inesperada noticia que los intrigaba terriblemente,
quebrando la paz de sus vidas. Pero fue sólo un instante, lo repito apenas un
relámpago; no tuvimos tiempo de observar nada más.
"¡Qué extraño!", pensé, "en pocos kilómetros ya dos casos de gente que recibe,
de golpe, una noticia" (eso, al menos, era lo que yo presumía). Ahora, vagamente
sugestionado, escrutaba el campo, las carreteras, los paisajes, con
presentimiento e inquietud. Seguramente estaba influido por el especial estado
de ánimo, pero lo cierto es que cuanto más observaba a la gente, más me parecía
encontrar en todos lados una inusitada animación. ¿Por qué aquel ir y venir en
los patios, aquellas afanadas mujeres, aquellos carros...? En todos los lados
era lo mismo. Aunque a esa velocidad era imposible distinguir bien, hubiera
jurado que toda esa agitación respondía a una misma causa. ¿Se celebraría alguna
procesión en la zona? ¿O los hombres se dispondrían a ir al mercado? El tren
continuaba adelante y todo seguía igual, a juzgar por la confusión. Era evidente
que todo se relacionaba: la muchacha del paso a nivel, el joven sobre el muro,
el ir y venir de los campesinos: algo había sucedido y nosotros, en el tren, no
sabíamos nada.
Miré a mis compañeros de viaje, algunos en el compartimiento, otros en el
corredor. No se habían dado cuenta de nada. Parecían tranquilos y una señora de
unos sesenta años, frente a mí, estaba a punto de dormirse. ¿O acaso
sospechaban? Sí, sí, también ellos estaban inquietos y no se atrevían a hablar.
Más de una vez los sorprendí echando rápidas miradas hacia fuera. Especialmente
la señora somnolienta, sobre todo ella, miraba de reojo, entreabriendo apenas
los párpados y después me examinaba cuidadosamente para ver si la había
descubierto. Pero, ¿de qué teníamos miedo?
Nápoles. Aquí, habitualmente, el tren se detiene. Pero nuestro expreso, no, hoy
no. Desfilaron cerca las viejas casas y en los patios oscuros se veían ventanas
iluminadas. En aquellos cuartos -fue un instante- hombres y mujeres aparecían
inclinados, haciendo paquetes y cerrando valijas. ¿O me engañaba y todo era
producto de mi fantasía?
Se preparaban para marcharse. "¿Adónde?", me preguntaba. Evidentemente no era
una noticia feliz, pues había como una especie de alarma generalizada tanto en
la campaña como en la ciudad. Una amenaza, un peligro, el anuncio de un
desastre. Después me decía: "Si fuera una desgracia se habría detenido el tren;
en cambio, el tren encontraba todo en orden, señales de vía libre, cambios
perfectos, como para un viaje inaugural.
Un joven a mi lado, simulando que se desperezaba, se había puesto de pie. En
realidad quería ver mejor y se inclinaba sobre mí para estar más cerca del
vidrio. Afuera, el campo, el sol, los caminos blancos; sobre los caminos,
carros, camiones, grupos de gente a pie, largas caravanas, semejantes a las que
marchan en dirección a la iglesia el día del santo patrón de la ciudad. Ya eran
cientos, cada vez más gentío a medida que el tren se acercaba al norte. Y todos
llevaban la misma dirección, descendían hacia el mediodía, huían del peligro
mientras nosotros íbamos directamente a su encuentro; a velocidad enloquecida
nos precipitábamos, corríamos hacia la guerra, la revolución, la peste, el
|
|
fuego... ¿Qué más podía pasarnos? No lo sabríamos hasta dentro de cinco horas,
en el momento de llegar, y seguramente sería demasiado tarde.
Nadie decía nada. Ninguno quería ser el primero en ceder. Cada uno quizás dudara
de sí mismo, como yo, y en la incertidumbre se preguntara si toda aquella alarma
sería real o simplemente una idea loca, una alucinación, una de esas ocurrencias
absurdas que suelen asaltarnos en el tren, cuando ya se está un poco cansado. La
señora de enfrente lanzó un suspiro, aparentando que recién se despertaba, e
igual que aquel que saliendo efectivamente del sueño levanta la mirada
mecánicamente, así ella levantó las pupilas, fijándolas, casi por azar, en la
manija de la señal de alarma. Y también todos nosotros miramos el aparato, con
idéntico pensamiento. Nadie se atrevió a hablar o tuvo la audacia de romper el
silencio o simplemente osó preguntar a los otros si habían advertido, afuera,
algo alarmante.
Ahora las carreteras hormigueaban de vehículos y gente, todos en dirección al
sur. Nos cruzábamos con trenes repletos de gente. Los que nos veían pasar,
volando con tanta prisa hacia el norte, nos miraban desconcertados. Un multitud
había invadido las estaciones. Algunos nos hacían señales, otros nos gritaban
frases de las cuales se percibían solamente las voces, como ecos de la montaña.
La señora de enfrente empezó a mirarme. Con las manos enjoyadas estrujaba
nerviosamente un pañuelo, mientras suplicaba con la mirada. Parecía decir: si
alguien hablaba... si alguno de ustedes rompiera al fin este silencio y
pronunciara la pregunta que todos estamos esperando como una gracia y ninguno se
atreve a formular...
Otra ciudad. Como al entrar en la estación el tren disminuyó su velocidad, dos o
tres se levantaron con la esperanza de que se detuviera. No lo hizo y siguió
adelante como una estruendosa turbonada a lo largo de los andenes donde, en
medio de un caótico montón de valijas, un gentío se enardecía, esperando,
seguramente, un convoy que partiera. Un muchacho intentó seguirnos con un
paquete de diarios y agitaba uno que tenía un gran titular negro en la primera
página. Entonces, con un gesto repentino, la señora que estaba frente a mí se
asomó, logrando detener por un momento el periódico, pero el viento se lo
arrancó impetuosamente. Entre los dedos le quedó un pedacito. Advertí que sus
manos temblaban al desplegarlo. Era un papelito casi triangular. Del enorme
título, sólo quedaban tres letras: ION, se leía. Nada más. Sobre el reverso
aparecían indiferentes noticias periodísticas.
Sin decir palabra, la señora levantó un poco el fragmento, a fin de que
pudiéramos verlo. Todos lo habíamos visto, aunque ella aparentaba ignorarlo. A
medida que crecía el miedo, nos volvíamos más cautelosos. Corríamos como locos
hacia una cosa que terminaba en ION y debía de tratarse de algo espeluznante;
poblaciones enteras se daban a la fuga. Un hecho nuevo y poderoso había roto la
vida del país, hombres y mujeres solamente pensaban en salvarse, abandonando
casas, trabajos, negocios, todo, pero nuestro tren no, el maldito aparato, del
cual ya nos sentíamos parte como un pasamano más, como un asiento, marchaba con
la regularidad de un reloj, a la manera de un soldado honesto que se separa del
grueso del ejército derrotado para llegar a su trinchera, donde ya la ha cercado
el enemigo. Y por decencia, por un respeto humano miserable, ninguno de nosotros
tenía el coraje de reaccionar. ¡Oh los trenes, cómo se parecen a la vida!
Faltaban dos horas. Dos horas más tarde, a la llegada, ya sabríamos la suerte
que nos esperaba a todos. Dos horas. Una hora y media. Una hora. Ya descendía la
oscuridad. Vimos a lo lejos las luces de nuestra anhelada ciudad y su inmóvil
resplandor reverberante, un halo amarillo en el cielo, nos volvió a dar un poco
de coraje.
La locomotora emitió un silbido, las ruedas resonaron sobre el laberinto de los
cambios. La estación, la superficie -ahora oscura- del techo de vidrio, las
lámparas, los carteles, todo estaba como de costumbre. Pero, ¡horror! Aún el
tren se movía, cuando vi que la estación estaba desierta, los andenes vacíos y
desnudos. Por más que busqué no pude encontrar una figura humana. El tren se
detuvo, al fin. Corrimos por el andén hacia la salida, a la caza de alguno de
nuestros semejantes. Me pareció entrever al fondo, en el ángulo derecho, casi en
la penumbra, a un ferroviario con su gorro que desaparecía por una puerta,
aterrorizado. ¿Qué habría pasado? ¿No encontraríamos un alma en la ciudad? De
pronto, la voz de una mujer, altísima y violenta como un disparo, nos hizo
estremecer. "¡Socorro! ¡Socorro!", gritaba y el grito repercutió bajo el techo
de vidrio con la vacía sonoridad de los lugares abandonados para siempre.
FIN
|