El 10 de diciembre era el cumpleaños de la señora Sasaki. La señora
Sasaki deseaba celebrar el acontecimiento con el menor ajetreo
posible y solamente había invitado para el té a sus más íntimas
amigas, las señoras Yamamoto, Matsumura, Azuma y Kasuga, quienes
contaban exactamente la misma edad que la dueña de casa. Es decir,
cuarenta y tres años.
Estas señoras integraban la
sociedad ;"Guardemos nuestras edades en secreto"; y podía confiarse
plenamente en que no divulgarían el número de velas que alumbraban
la torta. La señora Sasaki demostraba su habitual prudencia al
convidar a su fiesta de cumpleaños solamente a invitadas de esta
clase.
Para aquella ocasión la señora Sasaki se puso un anillo con una
perla. Los brillantes no hubieran sido de buen gusto para una
reunión de mujeres solas. Además, la perla combinaba mejor con el
color de su vestido.
Mientras la señora Sasaki daba una última ojeada de inspección a la
torta, la perla del anillo, que ya estaba algo floja, terminó por
zafarse de su engarce. Era aquel un acontecimiento poco propicio
para tan grata ocasión, pero hubiera sido inadecuado poner a todos
al tanto del percance. La señora Sasaki depositó, pues, la perla en
el borde de la fuente en que se servía la torta y decidió que luego
haría algo al respecto.
Los platos, tenedores y servilletas rodeaban la torta. La señora
Sasaki pensó que prefería que no la vieran llevando un anillo sin
piedra mientras cortaba la torta y, muy hábilmente, sin siquiera
darse vuelta, lo deslizó en un nicho ubicado a sus espaldas.
El problema de la perla quedó rápidamente olvidado en medio de la
excitación producida por el intercambio de chismes y la sorpresa y
alegría que producían a la dueña de casa los acertados regalos de
sus amigas. Muy pronto llegó el tradicional momento de encender y
apagar las velas de la torta. Todas se congregaron agitadamente
alrededor de la mesa, cooperando en la complicada tarea de encender
cuarenta y tres velitas.
Tampoco podía esperarse que la señora Sasaki, con su limitada
capacidad pulmonar, apagara de un solo soplido tantas velas y su
apariencia de total desamparo suscitó no pocos comentarios risueños.
Después del decidido corte
inicial, la señora Sasaki sirvió a cada invitada una tajada del
tamaño deseado en un pequeño plato que, luego, cada una llevaba
hasta su respectivo asiento. Alrededor de la mesa se produjo una
confusión bastante considerable. Todas extendían sus manos al mismo
tiempo.
La torta estaba adornada con un motivo floral y cubierta con un baño
rosado, salpicado abundantemente con pequeñas bolitas plateadas
hechas de azúcar cristalizada. La clásica decoración de las tortas
de cumpleaños.
En la confusión del primer momento algunas escamas del baño, migas y
cierta cantidad de
bolitas plateadas se desparramaron sobre el mantel blanco. Algunas
de las invitadas juntaban estas partículas con los dedos y las
ponían en sus platos. Otras, las echaban directamente en su boca.
Luego, cada una volvió a su asiento y, con toda la tranquila alegría
que correspondía, comieron sus porciones.
Aquélla no era una torta casera. La señora Sasaki la había encargado
con anticipación en una confitería de bastante renombre y
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todas coincidieron en que su gusto
era excelente.
La señora Sasaki resplandecía de felicidad. De
pronto, y con un dejo de ansiedad, recordó la perla que había dejado
sobre la mesa. Con disimulo se levantó tan displicentemente como
pudo y comenzó a buscarla. La perla había desaparecido. Sin embargo,
estaba segura de haberla dejado allí. La señora Sasaki aborrecía
perder cosas. Sin pensarlo más, se entregó de lleno a su búsqueda y
su intranquilidad se hizo tan evidente que sus invitadas la
advirtieron.
-No es nada... Un segundo, por favor... -repuso a las cariñosas
preguntas de sus amigas.
Pese a lo ambiguo de su respuesta, una a una las invitadas se
pusieron de pie y revisaron el mantel y el piso.
La señora Azuma, frente a tanta conmoción, pensó que la situación
era francamente deplorable.
Estaba contrariada frente a una dueña de casa capaz de crear una
situación tan desagradable por el extravío de una perla.
La señora Azuma decidió inmolarse
y salvar el día. Con una sonrisa heroica, dijo:
-¡Eso fue entonces! ¡La perla debe
haber sido lo que me acabo de comer! Cuando me sirvieron la torta,
una bolita plateada se cayó sobre el mantel y yo la levanté y me la
tragué sin pensar. Me pareció que se atascaba un poco en mi
garganta. Por supuesto que si hubiera sido un brillante no dudaría
en devolvértelo, aun a riesgo de tener que sufrir una operación;
pero como se trata simplemente de una perla, no puedo sino pedirte
perdón.
Este anuncio calmó de inmediato la ansiedad del grupo y salvó a la
dueña de casa de un trance difícil. Nadie se preocupó en averiguar
si la confesión de la señora Azuma era cierta o falsa. La señora
Sasaki tomó una de las bolitas que quedaban y se la comió.
-Mmmm -comentó-, ¡ésta tiene gusto a perla!
En esta forma, el pequeño incidente fue recibido entre bromas y, en
medio de la risa general, quedó totalmente olvidado.
Al finalizar la reunión, la señora Azuma partió en su auto
deportivo, llevando con ella a su íntima amiga y vecina, la señora
Kasuga. Apenas se habían alejado, la señora Azuma dijo:
-¡No puedes dejar de reconocerlo! Fuiste tú quien se tragó la perla,
¿no es cierto? Quise
protegerte y me declaré culpable.
Estas palabras informales ocultaban un profundo afecto. Pero por más
amistosa que fuera la intención, para la señora Kasuga una acusación
infundada era una acusación infundada. No recordaba bajo ningún
concepto haberse tragado una perla en vez de un adorno de azúcar. La
señora Azuma sabía cuán difícil era ella para todo lo referente a la
comida. Bastaba con que apareciera un cabello en su plato, para que,
inmediatamente, se le atragantara el almuerzo.
-Pero, ¡por favor! -protestó la señora Kasuga con voz débil mientras
estudiaba el rostro de la señora Azuma-. ¡Nunca podría haber hecho
algo semejante!
-No es necesario que finjas. Te vi
en aquel momento. Cambiaste de color y ello fue suficiente para mí.
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La confesión
de la señora Azuma parecía cerrar el incidente del cumpleaños;
pero, sin embargo, dejó una molesta secuela.
Mientras la señora Kasuga pensaba en la mejor forma de demostrar su inocencia,
la asaltó la duda de que la perla del solitario pudiera estar alojada en alguna
parte de sus intestinos. Era, desde luego, poco probable que se hubiera tragado
una perla en vez de una bolita de azúcar, pero, en medio de la confusión general
causada por la charla y las risas, forzoso era admitir que existía por lo menos
esa posibilidad.
Revisó mentalmente todo lo sucedido en la reunión, pero no pudo recordar ningún
momento en el que hubiera llevado una perla hasta sus labios. Después de todo,
si había sido un acto subconsciente, sería difícil recordarlo.
La señora Kasuga se sonrojó violentamente cuando su imaginación la llevó hacia
otro aspecto del asunto. Al recibir una perla en el cuerpo de uno, no cabe duda
de que -quizás un poco disminuido su brillo por los jugos gástricos- en uno o
dos días es fácil recuperarla.
Y junto a este pensamiento, las intenciones de
la señora Azuma se volvieron transparentes
para su amiga. Sin lugar a dudas, la señora Azuma había vislumbrado el mismo
problema con incomodidad y vergüenza y, por lo tanto, pasando su responsabilidad
a otro, había dejado entrever que cargaba con la culpa del asunto para proteger
a una amiga.
Mientras tanto, las señoras Yamamoto y Matsumura, que vivían en la misma
dirección,
retornaban a sus casas en un taxi. Al arrancar el coche, la señora Matsumura
abrió la cartera para retocar su maquillaje, recordando que no lo había hecho
durante toda la reunión.
Al tomar la polvera, un destello opaco llamó su atención mientras algo rodaba
hacia el fondo de su cartera. Tanteando con la punta de los dedos, la señora
Matsumura recuperó el objeto y vio con asombro que se trataba de la perla.
La señora Matsumura sofocó una exclamación de sorpresa. Desde tiempo atrás sus
relaciones con la señora Yamamoto distaban mucho de ser cordiales y no deseaba
compartir aquel descubrimiento que podía tener consecuencias tan poco agradables
para ella.
Afortunadamente la señora Yamamoto miraba por la ventanilla y no pareció darse
cuenta del
súbito sobresalto de su acompañante.
Sorprendida por los acontecimientos, la señora Matsumura no se detuvo a pensar
en cómo había llegado la perla a su bolso, sino que, inmediatamente, quedó
apresada por su moral de líder de colegio. Era prácticamente imposible, pensó,
cometer un acto semejante aun en un momento de distracción. Pero dadas las
circunstancias, lo que correspondía hacer era devolver la perla inmediatamente.
De lo contrario, hubiera sentido un gran cargo de conciencia. Además, el hecho
de que se tratara de una perla -o sea, un objeto que no era ni demasiado barato
ni demasiado caro- contribuía a hacer su posición más ambigua.
Resolvió, pues, que su acompañante, la señora Yamamoto, no se enterara del
imprevisible desarrollo de los acontecimientos, en especial cuando todo había
quedado tan bien solucionado gracias a la generosidad de la señora
Azuma.
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