El Papa es el argentino Jorge Mario Bergoglio el primer jesuita y
americano (europeo) en sentarse en la silla de Pedro.
Arzobispo de Buenos Aires,
de 76 años y ejercerá su pontificado bajo el nombre de Francisco
Un papa que sonríe, que da
las buenas tardes, que hace una broma apenas unos minutos después de
recibir sobre sus hombros el peso entero de una Iglesia lastimada, que
pide la bendición antes de darla, que es jesuita como tantos otros que
consiguieron hacer caminar de la mano la fe y el conocimiento, que vivía
en un apartamento en vez de en un palacio cardenalicio y se montaba en
el transporte público para ir a confortar a los enfermos y a los pobres,
un papa que hace ocho años pudo serlo y dijo que pase de mí este cáliz,
un papa que viene del nuevo mundo, que tiene cara de buena persona y que
elige el sencillo nombre de Francisco es una oportunidad a la esperanza.
Para los católicos y para quienes, desde la orilla de la duda o del
descreimiento absoluto, desean que la Iglesia abra las ventanas y se
dedique, de una vez, a remar al lado de los hombres, solo el tiempo dirá
si, efectivamente, el argentino Jorge Mario Bergoglio, de 76 años, es el
papa que estaba esperando el mundo, pero el miércoles por la noche,
frente a Roma rezando por él en silencio, logró ganarse su oportunidad.
Hace solo dos días, cuando los cardenales, con toda la pompa y el boato
de que es capaz el Vaticano, fueron entrando en la Capilla Sixtina y
jurando sobre los Evangelios, no había mucho que celebrar. Las quinielas
decían que para sustituir a Benedicto XVI —el papa teólogo que no pudo
con las intrigas de la Iglesia— habría una pugna muy cerrada entre un
cardenal italiano representante del poder y del dinero y un brasileño
preferido por la curia. La única y débil esperanza era que tal vez ese
cardenal estadounidense con cara de simpático y sandalias de franciscano
consiguiera engatusar al Espíritu Santo. Después de Juan Pablo II, el
pontífice carismático que encubrió a Marcial Maciel y sus vicios, y del
fallido Benedicto XVI, la Iglesia golpeada por los escándalos del poder
y del dinero necesitaba un revulsivo, pero esa procesión de hombres
ancianos vestidos de púrpura no era una llamada a la ilusión. Sin
embargo, este miércoles por la noche, cuando los restos del humo blanco
aún vagaban por la orilla del Tíber, todas las campañas de Roma se
pusieron a sonar y se abrieron por fin las cortinas del Vaticano, la
sorpresa estaba allí.
El Papa —que solo tiene un pulmón, ya que perdió el otro a causa de una
infección infantil— sonreía. Parecía tranquilo. Habló tranquilo. Lo
primero que hizo fue dar las buenas tardes. Lo segundo, gastar una
broma: “Queridos hermanos y hermanas. Sabéis que el papa es obispo de
Roma. Me parece que mis hermanos cardenales han ido a encontrarlo casi
al fin del mundo. Pero estamos aquí, y agradezco la acogida”. Ya en ese
momento, Jorge Mario Bergoglio, que será Papa bajo el nombre de
Francisco, se había ganado a la parroquia. A la suya y a la ajena. A la
suya porque estaba aquí, sobre la plaza de San Pedro, saltando de
alegría, y a la ajena porque bastaba un vistazo rápido a Twitter para
comprobar que muchos de los que hasta hacía un momento bromeaban sobre
la relativa importancia del nombre del nuevo Papa se quedaban
impactados ante las buenas maneras, de párroco de pueblo más que de Sumo
Pontífice, del argentino. El primer latinoamericano, el primer jesuita,
el primer Francisco. Todavía desde el balcón, Francisco quiso hacerse
cómplice de la infantería de la Iglesia: “Comenzamos este camino, obispo
y pueblo juntos”. Hace cuatro años, en octubre de 2009, el cardenal
Bergoglio alzó la voz con dureza para criticar al Gobierno argentino y
también a la sociedad por no impedir el aumento de la pobreza. Una
pobreza que definió como “inmoral, injusta e ilegítima”, impropia de un
país tan poderoso. “Los derechos humanos”, dijo, “se violan no solo por
el terrorismo, la represión y los asesinatos, sino también por
estructuras económicas injustas que originan grandes desigualdades”.
El ahora Papa fue provincial de los jesuitas argentinos desde 1973 hasta
1979, durante el inicio de la dictadura militar y de aquellos tiempos
llegan todavía sin aclarar rumores de posible connivencia con el
Gobierno. Hace unos años, sin embargo, su discurso no dejaba duda de su
compromiso con los más desfavorecidos. “Hay aproximadamente 150.000
millones de dólares de argentinos en el exterior, sin contar los que
están fuera del sistema financiero, y los medios de comunicación nos
dicen que siguen yéndose de Argentina. ¿Qué se puede hacer?”, se
preguntó, “¿para que estos recursos sean puestos al servicio del país,
en orden a saldar la deuda social y generar las condiciones para un
desarrollo integral?”. La elección de Bergoglio ha sido más corta de lo
que se esperaba. No hay que olvidar que el cónclave se inició bajo el
signo de la división después de 10 reuniones muy intensas del colegio
cardenalicio —formado por los 115 electores más los cardenales mayores
de 80 años.
Pero, al margen de los asuntos polémicos, la Iglesia que desde este
miércoles depende del papa Francisco tiene numerosos retos por delante,
y todos ellos fueron abordados en los días previos al cónclave. Antes de
encerrarse en la Capilla Sixtina, los cardenales parecían tener claro
que la Iglesia necesita ahora un Papa fuerte, un Pontífice capaz de
reformar la Curia, organizar los dicasterios (ministerios) del Vaticano
para hacerlos más eficaces, limpiar la podredumbre puesta al descubierto
por el caso Vatileaks, impulsar el diálogo con el islam, afrontar de una
manera valiente el papel de la mujer en la Iglesia y la postura oficial
ante la bioética. |
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¿EL FIN DEL PAPADO?
JUAN ARIAS
La renuncia del papa
Benedicto XVI, por motivos aún oscuros, lleva a pensar que no estamos
ante una crisis más de las que ha padecido la Iglesia en su historia,
sino ante algo inédito: una encrucijada que induce a pensar en un final
del papado si no se reforma.
A la vista de las crónicas sobre lo que ha llevado al intelectual
Ratzinger a abandonar, podría dar la impresión de que se trata de un
relato de los pontificados de la Edad Media, con su trenzado de
intrigas, traiciones, pecados y demonios. Ha faltado solo el asesinato
del papa, aunque se llegó incluso a hablar de este peligro.
Pero estamos en el siglo XXI. En este tiempo de cambios radicales, con
todas las instituciones y los valores en discusión, la Iglesia no puede
continuar anclada en la Edad Media. Hay quien asegura que, o cambia de
rumbo ahora, o corre el peligro de perder su identidad y su fuerza
espiritual universal. No caben ya las reformas del pasado, cambios para
seguir igual. Y menos aún se puede enderezar ya la Iglesia con una
simple reforma de la curia romana, como parecen pretender algunos
cardenales. Cada vez que este gobierno central de la institución se ha
reformado ha acabado reafirmándose en su poder. Esa cosmética no sirve
para una crisis que ha llevado a un papa a renunciar a su amplio poder
espiritual y mundano.
Para la elección del nuevo papa, la Iglesia católica abrió un debate con
tres posibles modelos: un gestor con puño de hierro, buen conocedor de
los laberintos de la curia y sus luchas internas de poder; un papa
pastor, que continúe la labor interrumpida por Juan Pablo II y deje a la
curia ejercer su poder castrador de la modernidad; o bien un papa
profeta, capaz de inaugurar una nueva era en el papado. Los dos primeros
perfiles no parecen servir para esa transformación casi cósmica que
necesita la Iglesia. Solo una apertura a la profecía capaz de
reencontrar la Iglesia de los orígenes, aún no contaminada por el poder
mundano, podría salvarla del naufragio.
Hoy el papa más moderno, más progresista, sería el que tuviera el coraje
de desempolvar la verdadera tradición de la Iglesia. Lo más
revolucionario, lo más actual, lo nuevo, se halla en esa tradición
ofuscada por las capas de las que se ha revestido hasta llegar a ser
irreconocible por los cristianos cuya fe se funda en las enseñanzas de
amor universal, de libertad de conciencia, de no apego al poder mundano
y de sencillez evangélica.
Una vuelta a la tradición no solo podría acabar con los males que
aquejan a la Iglesia, sino infundirle una savia nueva. De entrada,
significaría despojar al papa de su privilegio de ser también jefe de
Estado, un regalo envenenado concedido por Mussolini a Pío XI a cambio
de su apoyo al fascismo. El papa volvería a ser solo líder espiritual y
no se vería obligado a estrechar la mano o a impartir la comunión a los
dictadores de turno; no necesitaría de los servicios secretos –los
mejores del mundo según me confió un día el jefe de los secretos
militares de Italia–. Dejaría de ser Pontifex Maximus, que era el título
de los emperadores romanos. Volvería a ser el primus inter pares sin el
don de la infalibilidad, como lo eran los antiguos patriarcas.
Lo más revolucionario hoy para la Iglesia sería esa vuelta al pasado, a
sus esencias anteriores a su reconocimiento como religión imperial por
parte de Constantino. A partir de ahí empezó la metamorfosis del papado
hasta convertirse en emperador de la Iglesia universal, con poderes
nuevos que los manipulados concilios le irían otorgando.
Si el papado volviera a la tradición, no existiría, por ejemplo, el
celibato obligatorio del clero y las mujeres podrían ejercer el
ministerio sacerdotal, como ocurrió en los primeros tiempos –llegaron a
obispas–. Además, sería hoy fiel a la máxima “dad a Dios lo que es de
Dios y al césar lo que es del césar” y solo intervendría en las cosas
mundanas para defender la dignidad humana. Dejaría a la ciencia trabajar
en libertad para buscar nuevas fronteras en la investigación, dejaría a
los cristianos mayor libertad de conciencia en el ejercicio de su
sexualidad, sobre la que el Concilio Vaticano II –tan olvidado– llegó a
decir que no solo estaba destinada a la procreación, sino que era un
“nuevo lenguaje” entre las personas que se expresan también a través de
su cuerpo.
Si la Iglesia volviera a sus orígenes, también encontraría mejor el
camino extraviado del ecumenismo, del diálogo con todas las otras
creencias religiosas. Hoy está paralizado por un motivo muy sencillo: la
Iglesia y los papas siguen aferrados al dogma de la infalibilidad, que
les impide en teoría equivocarse en materia de fe y costumbres. Y es
imposible dialogar entre falibles e infalibles. Sin ese dogma impuesto
con enjuagues, la vuelta a la tradición sería revolucionaria, ya que
devolvería a la Iglesia su función de ser una voz más en el gran
concierto de la fe universal y no la única.
Juan XXIII, el papa profeta de la era moderna de la Iglesia, fue el más
desacralizador. Le decía a su secretario particular, Loris Capovilla,
que de no haber sido tan mayor hubiese puesto a la Iglesia “de cabeza
para abajo”, haciendo que volviera a la tradición. Lo hizo en parte con
el Concilio Vaticano II. Él se reía de sus antecesores que se
consideraban “vicarios de Jesucristo”. “Yo me siento un puro
secretario”, replicaba.
Juan XXIII sucedió al hierático príncipe Eugenio Pacelli, Pío XII, quien
antes de morir impartió títulos nobiliarios a toda su familia. El papa
del concilio, de origen campesino, recibió ofensas cuando lo convocó. El
cardenal ultraconservador Giuseppe Siri, opuesto a la cita, tramó la
forma de deponerle “por motivos mentales”.
Juan Pablo I, el que ejerció solo 30 días y cuya muerte prematura sigue
siendo un misterio, quizá pagó con su vida el gesto profético de dejar
el Vaticano e irse a vivir a un barrio obrero de Roma, llevarse con él a
los cardenales, reformar la curia y dejar los palacios en manos de una
organización internacional. Cuando la tarde antes de morir propuso a los
purpurados de la curia aquella “locura evangélica”, los gritos de la
discusión se escuchaban desde fuera, me contó la monja que cada mañana
despertaba al papa llevándole un café. “Aquella noche casi no cenó, ni
vio el telediario como de costumbre. Visiblemente cansado, se retiró a
su habitación”, añadió la religiosa que lo encontró muerto con apuntes
de la acalorada discusión desparramados en la cama. No murió “leyendo el
Kempis”, como afirmó el secretario del papa, quien después reconoció la
mentira.
Ser profeta en el Vaticano, atentar de alguna forma con volver a la
tradición evangélica, intentar despojar al obispo de Roma de sus poderes
temporales, parece hasta ahora una labor imposible. No sé si Joseph
Ratzinger lo intentó o no. Quizá intuyó que un gesto profético podría
costarle también a él la vida. Y se fue. La gran paradoja es que su
renuncia quizá haya constituido uno de los gestos más proféticos de los
últimos papas, capaz de obligar a la Iglesia a revisarse.
Para llevar a cabo esa revolución de la Iglesia, necesitaría en primer
lugar que el nuevo papa convocara con urgencia un nuevo concilio
ecuménico, esta vez con representación real y no solo simbólica de toda
la comunidad cristiana universal y de todas las confesiones religiosas. |
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Dos mil años de intrigas
Entre los muchos papas infames de la historia no es el peor Esteban VI,
pero sí el más espantoso. Poco después de su ascensión al pontificado,
en la primavera de 896, ordenó desenterrar el cadáver de su predecesor,
el papa Formoso, que llevaba nueve meses bajo tierra; se ocupó de que lo
ataviasen con las más vistosas vestiduras imperiales; habilitó un
pequeño trono para resaltar la vistosidad del momento e inmediatamente
reunió en torno un concilio de prelados para someter a juicio al
cadavérico Formoso. El acontecimiento se cuenta en diferentes historias
de la Iglesia romana como el “Concilio cadavérico” o el “Sínodo del
cadáver”.
¿Qué ofensa había infligido Formoso a su fiero sucesor? Nada menos que
aceptar ser papa cuando fue elegido para ello, pese a inconvenientes
formales. Esteban VI se creía perjudicado, además, porque Formoso lo
había nombrado obispo de una diócesis alejada de Roma, lo que le excluía
de la siguiente elección según las normas de entonces. Cuando, pese a
todo, fue elegido papa, Esteban VI buscó la manera de acallar las
críticas y su posible inhabilitación. Para ello debía anular los
nombramientos de su predecesor. El juicio a Formoso (al cadáver de
Formoso) podía presentarse, por tanto, como una cuestión de
procedimiento. Pero el odio histérico del sucesor despejó dudas cuando
los presentes fueron informados sobre la ceremonia a la que iban a
asistir. Un diácono de confianza del papa Esteban debía situarse junto
al cadáver en descomposición como su representante legal, para responder
a las acusaciones. Y cuando Formoso fue declarado culpable, se amputaron
a su cadáver los tres dedos de la mano derecha utilizados para firmar y
regalar bendiciones. El resto del cuerpo, desnudado con esmero sobre el
trono ante los asistentes –solo se le dejó el cilicio que tenía pegado
al cuerpo–, fue arrojado al río Tíber.
Esteban VI acabó de muy mala manera, después de que un incendio
(ocasionado por un rayo “de orden del Divino”) destruyó aquel mismo año
la basílica de Letrán. Fue una señal que enardeció a los sacerdotes
ordenados por Formoso para rebelarse. El papa acabó encarcelado y
estrangulado. Uno de sus sucesores, Teodoro II, de brevísimo pontificado
–veinte días–, alcanzó a rehabilitar a Formoso, recuperando su cuerpo
del Tíber y oficiando nuevo y solemne entierro. Formoso tiene tumba en
la basílica de San Pedro.
Este episodio ha sido considerado uno de los puntos más bajos del
papado. Ha habido otros peores, aunque menos extravagantes. Eso sí, el
“Concilio cadavérico” causó estupor en Roma. Lo demuestra el hecho de
que apenas existen datos sobre los papas de aquel tiempo, salvo una mera
relación. Sí se sabe que antes de llegar Formoso al pontificado se
habían producido altercados y crímenes en varias elecciones. Es el caso
de Marino I, que sucedió a Juan VIII en 882 con la misma tacha que
manchó a Formoso, es decir, que no debía aceptar el cargo porque ya era
obispo de otra ciudad. Esa prohibición de “traslado de sedes” causó
muertos, entre otros la de un nomenclator (funcionario) papal llamado
Gregorio en la basílica de San Pedro, donde “quedó una mancha de
la sangre en el suelo porque lo sacaron de allí a rastras”.
Del sucesor de Marino I tampoco hay buenas noticias. Se llamaba Adriano
III, estuvo un año escaso en el cargo y apenas tuvo tiempo para reinar
porque no paró de defenderse de facciones y de ajustar cuentas cuando
podía. Así, mandó cegar a un funcionario público hostil y azotó desnuda
por las calles de Roma a la viuda del ya citado Gregorio, sin que los
historiadores alcancen a saber los motivos.
La ‘papolatría’ al uso dice
que el pontífice romano es Vicario de Cristo, Sucesor de Pedro, Siervo
de los siervos de Dios, Santo Padre y Sumo Pontífice, todo en mayúscula.
También es, a efectos de política internacional, Jefe de Estado de una
llamada Santa Sede. Además recibe tratamiento de Su Santidad. El
inquisidor Roberto Belarmino (1542-1621), el primer cardenal jesuita y
verdugo de Giordano Bruno y de Galileo, en su famoso catecismo, en vigor
hasta principios del siglo pasado, contestaba a la pregunta “¿quién es
cristiano?” de este modo tan curial y actual: “Es cristiano el que
obedece al papa”. Un Dios, un Cristo, un obispo, y este, además,
investido por el dogma de la infalibilidad y apoyado por incontables
medios materiales.
Jesús, el fundador cristiano, entró en Jerusalén a lomos de un borrico.
Los papas viajan coronados con la tiara pontificia y se visten como los
emperadores romanos, para impresionar. “No fue con un cheque del banco
del César con lo que Jesús envió a sus apóstoles a anunciar el reino de
Dios”, clamó en el siglo XIX el teólogo francés Robert de Lamennais, tan
citado. Así fue como nació y se consolidó, con poder y riquezas, el
llamado “Imperio católico”.
Pese a intrigas internas sin cuento, muchas veces resueltas
criminalmente, no ha habido un solo aspecto de la vida en que la Iglesia
no se creyese con derecho a dar su dictamen e imponerlo. Monarcas
autocráticos, los papas practicaron durante siglos la doctrina de
Gregorio VII en el texto Dictatus Papae, de 1075: solo el romano
pontífice puede usar insignias imperiales, “únicamente del papa besan
los pies todos los príncipes”, solo a él le compete deponer emperadores,
sus sentencias no deben ser reformadas por nadie mientras él puede
reformar las de todos. El último de esos emperadores fue Pío XII,
soberano entre 1939 y 1958. Obsesionado con el protocolo, los
funcionarios debían arrodillarse cuando el papa empezaba a hablar,
dirigirse hacia él arrodillados y salir de la habitación caminando hacia
atrás. Pese a tanto boato, el papado llevaba medio siglo sin poder
temporal, al menos teórico. Stalin, el dictador soviético, lo dejó claro
cuando Churchill, en la Conferencia de Yalta en 1945, le informó de la
posible participación del papa en las conversaciones de paz, que el
premier británico apoyaba. “¿Cuántas divisiones tiene ese papa?”, zanjó
Stalin.
Ni tanto, ni tan poco. Ciertamente, la Iglesia romana es hoy una “viña
devastada por jabalíes” (escándalos económicos, abusos sexuales a
menores, intrigas internas, espionaje entre prelados; “un papa rodeado
de lobos”, en fin), como ha reconocido el ya emérito Benedicto XVI.
Tampoco tiene ya poder terrenal, aunque sí enormes bienes e incontables
ayudas económicas por parte de muchos Estados que, sin embargo, se dicen
aconfesionales. Fue desde una perspectiva de poder absoluto, que aún
persiste, como la confesión católica construyó su imperio desde la
conocida como “donación de Constantino”, el emperador que convirtió el
cristianismo en la religión oficial del Imperio Romano. No tardaron
mucho los hasta entonces perseguidos en convertirse en tenaces
perseguidores. Calculó Voltaire en 1765 que el cristianismo había
causado hasta entonces doce millones de muertos en guerras de religión,
cruzadas contra infieles, caza de herejes y de brujas y los autos de fe
de la terrible Inquisición.
Suele ponderarse el número de papas proclamados santos. Son muy pocos
(apenas el 31% de los fichados como tales papas: 265 pontífices, más o
menos). La inmensa mayoría de esos santos (54) pertenece a la
prehistoria de esa confesión y murió durante alguna de las persecuciones
que los cristianos sufrieron en los primeros siglos. Son, por tanto,
papas mártires. Más tarde, la santidad oficial de Sus Santidades brilló
por su ausencia durante siglos. Por volver al tiempo del famoso Formoso,
en los dos siglos que van entre Nicolás I (papa en 858-867) y León IX
(1049-1054) solo hay un papa santo, el ya citado, de armas tomar,
Adriano III. El primer milenio acaba con otros 22 santos, entre los que
destaca san Gregorio I Magno (590-604).
El segundo milenio ofrece resultados desastrosos para el buen nombre de
Sus Santidades, sobre todo en el llamado siglo de la oscuridad. Hubo
papas casados, papas con hijos de varias mujeres, papas que abusaban de
las doncellas de palacio; papas criminales, pontífices de presidio… En
medio de tantos escándalos, lo que se espera del papa de turno “es que
al menos crea en Dios”, dijo el rey francés Luis XV tras uno de sus
enfrentamientos con Roma. Un ejemplo es Juan XII. Papa en el siglo X a
los 18 años, de civil Octaviano, era un muchacho con pasiones ardientes
y brutales. Había sido educado para mandar civilmente. Desviado hacia lo
espiritual, cambió de nombre, pero no de conducta. No fue el primer papa
que introdujo la costumbre de cambiar de nombre, pero el escándalo que
su paso por la silla de Pedro había causado convirtió en norma esa
originalidad, hasta nuestros días.
Ha habido también papas de enorme talla, como León I el Magno, que libró
a Roma del asalto final de Atila, al que convenció para que se retirase
por donde había llegado. O Gregorio Magno, el que más hizo por
consolidar el poder temporal del pontificado, al que accedió después de
haber sido gobernador civil de Roma. Entre los más cercanos sobresalen
en extravagancia Gregorio XVI y Pío IX, que gestionaron de mala manera
la pérdida de los Estados Pontificios arremetiendo contra la modernidad
y contra todo lo que se moviera hacia delante. Gregorio condenó, por
ejemplo, el ferrocarril. Pío IX es el papa del dogma de la
infalibilidad.
Causó Pío IX estupor en media Europa cuando en 1858 mandó secuestrar a
un niño judío de tres años porque había sido bautizado por una criada
católica con la disculpa de que estaba en peligro de muerte. El niño se
llamaba Edgardo Mortara y vivía en Bolonia con sus padres. El rapto lo
maquinó el Santo Oficio vaticano, que lo llevó a Roma, donde fue educado
en la religión católica y ordenado sacerdote más tarde por Pío IX. Pese
a los escándalos y las presiones de varios mandatarios, el papa no lo
soltó nunca. Acabó de fraile en el monasterio de Oñati (Gipuzkoa).
Unamuno lo conoció una tarde que pedía dinero para su convento en el
balneario de Zestoa. “El padre Mortara era un verdadero políglota y en
llegando a mi país se propuso hablar vascuence, y llegó a conseguirlo.
Yo le oí un sermón predicado en vascuence, en Gernika, y os digo que se
sufría oyendo a aquel hombre intrépido”, escribió el autor de La agonía
del cristianismo.
El rapto del niño Mortara fue solo un episodio de la ferocidad
antiliberal de Pío IX, que contó con el respaldo casi exclusivo de la
infantería francesa aportada por Napoleón III a cambio de grandes
favores papales. “Un prostíbulo bendecido por obispos; una coalición
entre la sala de guardia y la sacristía”, diría más tarde Charles
Forbes, conde de Montalembert. No ha habido gobernante reaccionario en
Europa que no haya contado con el apoyo del pontificado romano, siempre
en combate contra el liberalismo, el modernismo o, más genéricamente, en
contra de la imparable, en media Europa, separación Iglesia-Estado. En
todo el segundo milenio fueron elevados a los altares cinco papas, con
Celestino V a la cabeza. Se trata del papa que, antes que Benedicto XVI,
renunció al pontificado cinco meses después de ser elegido, en 1294. Era
monje y vivía solo en una cueva del monte Morrone (Italia), con fama de
santo y sanador. Fue aclamado papa después de un cónclave que se
prolongaba ya dos años. Llegó a lomos de un burro al templo en el que
iba a ser coronado. Cuando abdicó, escandalizado, quiso volver a su
vieja ermita, pero el sucesor, Bonifacio VIII, mandó matarlo. Así lo
creyó Felipe IV el Hermoso, rey de Francia, que ordenó capturar en Roma
al papa reinante para procesarlo. Bonifacio VIII murió poco después,
probablemente asesinado. De él se ha dicho que “entró [en el
pontificado] como un lobo, gobernó como un león y acabó como un perro”.
El último papa santo es Pío X (1903-1914), único hasta la fecha del
siglo XX. Antes que él hay que remontarse a san Pío V (1566-1572). Ahora
avanzan los trámites para elevar a lo más alto de los altares al
antijudío Pío IX (1846-1878); a Juan XXIII (1958-1963), el papa que
convocó el Concilio Vaticano II –a los dos hizo beatos Juan Pablo II–, y
a este mismo, a quien beatificó su íntimo amigo y sucesor Benedicto XVI.
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La Santa Sede del Vaticano
Los diez últimos Papas han
marcado la historia, cada uno a su manera. Este es un resumen de la obra
de cada uno de estos últimos pontífices, claves en el devenir del último
siglo y cuarto.
Léon XIII (1878-1903) Gioacchino Pecci: Este Papa, un refinado
humanista que escribía poemas en latín, fue conocido por su encíclica
social 'Rerum Novarum', en donde se refiere específicamente a la
situación de los trabajadores y recomienda la colaboración entre el
capital y el trabajo y las asociaciones de trabajadores. Para ello,
desarrolla una serie de proposiciones. Criticó el liberalismo, pero
rechazaba el socialismo y la lucha de clases. Fue el Papa que disolvió
los Estados Pontificios en 1900. Murió a la edad de 93 años.
Pío X (1903-1914) Giuseppe Sarto Melchior: Canonizado por el Papa
Pío XII en 1954 por su piedad, su proximidad a los fieles y su lenguaje
sencillo, este antiguo párroco de origen modesto, que no era un
intelectual, fue muy conservador. Condenó las tesis modernistas dentro
de la Iglesia en la encíclica 'Pascendi'. Sin embargo, apoyó la reforma
del Código de Derecho Canónico y la de la Curia romana, y se posicionó
firmemente en contra de la esclavitud.
Benedicto XV (1914-1922) Giacomo della Chiesa: Este Papa, que
creció en una familia de la aristocracia genovesa, se centró en aplacar
una violenta "crisis modernista" en la Iglesia. Canonizó a Juana de
Arco. Fue amado especialmente por los franceses y los alemanes, por
trabajar sin descanso para detener la carnicería de la Primera Guerra
Mundial. De hecho, creó un sistema innovador de arbitraje y se opuso con
energía al sistema de reparaciones. En 1917, se lanzó un llamamiento a
los beligerantes. El propio Benedicto XVI dijo que eligió su nombre en
honor a este "Papa de la paz".
Pío XI (1922-1939) Achille Rati: Resolvió la vieja "cuestión
romana". Fue bajo su mandato cuando nació el Estado Vaticano, con motivo
de la firma de los Acuerdos de Letrán con Mussolini, en 1929. Alpinista,
solitario, serio, fue el primer Papa en nombrar obispos chinos y estuvo
particularmente interesado en las misiones. En 1937 se publicó la
encíclica 'Mit brennender Sorge' ('Con ardiente preocupación') que
condenaba el nazismo. También condenó el antisemitismo. Se ausentó a
propósito del Vaticano cuando Hitler visitó a su aliado Mussolini en
Roma. En el momento de su muerte había preparado otra encíclica contra
el nazismo.
Pío XII (1939-1958) Eugenio Pacelli: Este Papa de perfil
aristocrático, diplomático de carrera que sirvió a la Santa Sede en
Munich y Berlín, vivió una época trágica. Había sido brazo derecho del
Papa Pío XI en toda relación tumultuosa con el III Reich y el Estado
fascista italiano, y fue acusado más tarde de no haber hecho lo
suficiente contra el Holocausto, y de no haber hablado abiertamente de
la persecución en curso, quizá por temor a las represalias a los
católicos alemanes y polacos.
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Sus defensores señalan que,
gracias á su discurso, muchos Judios italianos se salvaron escondiéndose
en conventos. Fue también bajo Pío XII cuando se acelera la
internacionalización de la Curia.
Juan XXIII (1958-1963) Angelo Roncalli: De origen humilde, ex
delegado apostólico en Turquía y nuncio en Francia (1944 á 1953), se
convirtió en el hombre de la apertura de la Iglesia al mundo, y puso en
marcha el Segundo Concilio Vaticano en 1962, lo que perturbó a la Curia,
muy conservadora. Publicó la famosa encíclica 'Pacem in Terris' poco
antes de su muerte. En Italia se llamó 'el Papá bueno', y fue muy
popular por su buen carácter.
Pablo VI (1963-1978) Giovanni Battista Montini: Después de una
larga carrera diplomática y casi como brazo derecho del Papa Pío XII,
fue elegido en pleno Concilio Vaticano II. Abordó el difícil reto de las
enseñanzas de la Iglesia. Hombre inquieto, escrupuloso, que se
autodefínía como vacilante, estaba muy atento a la evolución del mundo
moderno, y llevó más lejos que nunca el compromiso internacional de la
Santa Sede por la justicia y por la paz. Criticado por su encíclica 'Humanae
Vitae' (1968) que decía no a la anticoncepción, fue malinterpretado a
menudo al final de su pontificado.
Gendarmería
del Vaticano
Juan Pablo I (1978)
Albino Luciani: Patriarca de Venecia, tiene uno de los papados más
cortas de la historia: 33 días. Se las arregló para imprimir un estilo
directo, pero se mantuvo aislado en la Curia por su sencillez desarmante.
Se vio aquejado por problemas de salud y murió prematuramente, al
parecer de un ataque al corazón.
Juan Pablo II (1978-2005) Karol Wojtyla: Es el primer Papa polaco
de la historia. Conservador en la doctrina pero con ganas de comunicar
el mensaje del evangelio moderno, no sólo se opuso al comunismo en su
país y en todo el bloque soviético, sino también al capitalismo. Fue
herido de gravedad en un atentado en 1981 en la plaza de San Pedro.
Carismático y enérgico, viajó durante su pontificado a más de cien
países, y gozó de una popularidad sin precedentes, especialmente entre
los jóvenes, para ellos inventó la "Jornada Mundial de la Juventud".
Escribió muchas encíclicas sobre temas sociales.
Benedicto XVI (2005-2013) Joseph Ratzinger: Originario de
Baviera, de una familia modesta, y devoto antinazi durante el Concilio
Vaticano II, sería durante más de 20 años el guardián del dogma de Juan
Pablo II, muy estricto. El Papa, de 78 años, siguió la labor de su
predecesor, con especial énfasis en la purificación de la Iglesia. Su
pontificado se caracterizó por numerosos escándalos, incluyendo la
aparición de un gran escándalo de pedofilia en países como Estados
Unidos e Irlanda- y diversos errores de comunicación. Fue el primer papa
en 700 años que decidió renunciar debido al agotamiento de sus fuerzas.
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