MAGAZÍN LITERARIO |
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-Iawaks -contestó el joven que lo acompañaba.
-Vienen del este. Han estado inmigrando durante los últimos dos
años, después del éxodo. Se asentaron en esta parte de la ciudad,
adueñándose de las propiedades abandonadas por los terraformadores.
A una orden del hombre el robot que conducía hizo descender el sigma
sin reducir velocidad.
-¿Qué llevan ahí?
Afuera un grupo de los extraños seres se había reunido y pugnaba por
introducir un enorme tanque cilíndrico en una especie de
establecimiento.
El joven se encogió de hombros.
-¿Quién puede saberlo? Los iawaks se pasan la vida trasegando con
los objetos más extravagantes por simple afán de acumulación. Todos
son ladrones incurables; las cárceles están repletas de ellos... No
es aconsejable permanecer mucho tiempo aquí -concluyó mientras se
removía en el asiento, pero nadie pareció tomarlo en serio.
En lugar de ello el otro se inclinó una vez más hacia el cristal,
fascinado. Había reparado en que el sigma que ocupaban era el único
vehículo que circulaba por la estrecha calle.
-¿No utilizan máquinas para trasladarse?
-Sólo algunos autos de ruedas. Los iawaks sienten un temor
patológico a volar.
La sintetizada voz del robot intervino entonces:
-¿Es por eso que nos observan con tanta atención?
-Supongo que nunca antes un sigma similar a este había pasado por
aquí, y sienten curiosidad. Yo mismo no había visto nunca un X6.
Fuera de los anuncios, quiero decir.
-X7 -corrigió el robot.
El joven se rascó el cuello al tiempo que observaba el confortable
interior del vehículo: los asientos negros, la enorme pizarra curva,
los estabilizadores climáticos.
-Ni siquiera sabía que existiera tal cosa.
-No existe, en cierto sentido, todavía -intervino el propietario-.
Cedric le ha incorporado ciertas variantes al diseño original. Si le
interesa...
El robot se sumergió en una compleja disertación técnica,
gesticulando ocasionalmente para enfatizar sus palabras. Casi
terminaba cuando mencionó el desplazador hiperespacial: según él, la
instalación no había sido particularmente difícil.
Llegado ese punto, el joven se echó hacia adelante:
-¿Desplazador hiperespacial dijiste?
Debía tratarse de una broma. -Exacto, señor.
-¿Y a dónde piensan ir, si no es indiscreción?
-Oh, tenemos una lista -intervino el otro hombre, sonriendo-. Una
lista de dóndes y cuándos. Disponemos de todo el tiempo del mundo, y
nos encanta viajar... Desgraciadamente Cedric no ha podido terminar
el diseño del dispositivo controlador.
-Pero, sin dispositivo controlador el sistema entero es inútil -dijo
el joven mirando a uno y otro, como si no estuviese muy seguro.
-No exactamente -sonrió el propietario del vehículo con aire de
complacida suficiencia-. Cierto que de momento no podemos determinar
las coordenadas de destino ni garantizar el regreso, pero aún así el
desplazador HS resulta muy útil para eliminar desperdicios tóxicos y
amenizar los encuentros con los amigos. Debería usted ver la cara
que ponen cuando hacemos desaparecer un encendedor ante sus ojos y
les explicamos que posiblemente haya ido a parar al Sol, al otro
extremo de la galaxia, o a medio millón de años en el pasado...
El joven alzó la vista. Miró nuevamente a su alrededor. |
X7
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-Ustedes los jóvenes deben aprender de Uidav, tomarlo como ejemplo. Porque algún día saldrá de la prisión, donde se cubre de honra cumpliendo por numerosos robos y asaltos, todos admirables, y será el líder de este pueblo. Y les mostrará el camino hacia la liberación moral: la sociedad moderna, mecanismo diabólico que es, necesita de la ética y la moral, como necesita de toneladas de normas, reglamentos y leyes; son soportes sin los cuales no avanzaría por su propia energía. Nosotros, en cambio, podemos prescindir de tales artificios; entre nuestros antepasados no existía esa clase de preceptos subjetivos. La contaminación con la metrópoli no puede hacernos perder nuestra identidad ni nuestros valores. No podemos caer en la trampa de imitar sus mecanismos, y menos sus errores, ni a nivel social ni a nivel de individuo.
El chico miró desolado a ambos lados, pero nadie le tendió una mano.
Todos habían pasado de una manera u otra por lo mismo, y eran
implacables con los recién llegados.
-Bien... yo... Supongo que es luchar por algo... Sacrificarse para
lograr lo que uno quiere.
-¿Antes o después de obtenerlo?
-Antes, creo.
-Pon un ejemplo.
El joven hizo una pausa, sintiendo sobre sí la mirada de los demás.
-Pues, digamos... uno trabaja horas extra durante la semana para
poder comprar un par de botellas el domingo y beber con los amigos.
Eso es sacrificio -dijo, y sonrió satisfecho. La definición le había
quedado mejor de lo que esperaba.
-¡No! -gritó Almos-. ¡Así no habla un verdadero iawak! - predicó,
buscando el apoyo de los demás y señalando al asustado muchacho-.
Maldita sea, hijo, ¿apenas llegas a la ciudad y ya piensas como
ellos?
Hizo una pausa e inspiró profundo. -Escucha, muchacho -continuó parsimoniosamente-. Si para los habitantes de la metrópoli hay muchos tipos de sacrificio, para un iawak hay uno solo: aquel que asume como consecuencia de sus actos. Cuando un iawak desea algo, lo toma. Una mujer, un objeto, dinero, todo es lo mismo. A ello lo llaman en la sociedad moderna robar, y le asignan al término una connotación acusatoria. Sin embargo, todo el sistema de vida de ellos se basa en el robo: los que tienen le roban a los que no tienen. Les roban su tiempo y su esfuerzo y su vida a cambio de cierta cantidad de dinero, irrisoria por demás en comparación con lo que trabajan. Pero dejemos esa cuestión a un lado por ahora. Nosotros tomamos lo que queremos sin importarnos el castigo que de ello se derive. ¿Un hueso roto, la prisión, la muerte... ? Nuestros ancestros nos enseñaron que hay honor en ello. Por otra parte, si eres lo suficientemente hábil o la suerte te acompaña, puedes adueñarte de ciertos bienes sin sufrir castigo alguno. ¿Hay placer mayor que ése?
Se echó hacia atrás. -Los iawaks de los tiempos épicos eran seres felices e indómitos. Nadie, bajo ninguna circunstancia, hubiera podido convertirlos en simples... obreros. Lo llevaban en la sangre. Ahora sólo queda Uidav. A él no hubo que explicarle estas cosas. Comenzó a apropiarse de cuanto quería a los dos años y medio. Por eso me duele que jóvenes fuertes y saludables como tú se rebajen a...
-Veo que has olvidado algunas cosas, Hetch. Has perdido conciencia
de pueblo.
-Y tú has perdido el juicio. Todos tienen sus propios problemas.
Deja tranquilo al chico.
-Hace falta un avivamiento entre ustedes. Hace falta un guía. Mi
oración de hoy a Zahur es poder ver el rostro del último iawak
verdadero antes de morir. |
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-¿O sea que a pesar de todo tienen ustedes instalado ese juguete irresponsable en el sigma? -preguntó.
-Ciertamente, mi joven amigo. Como le dije, viajamos de continuo, y pasamos mucho tiempo aquí dentro. Ese juguete irresponsable nos sirve para entretener a nuestros huéspedes..., o de lo contrario para deshacernos de ellos, si se tornan pedantes o escépticos. ¿Cierto, Cedric?
-Así es, señor -dijo el robot guiñando un ojo a través de la cámara
retrovisora. El sigma volaba ahora a apenas un metro de la superficie.
Almos, el dueño, era un viejo iawak nostálgico de su tierra y sus
ancestros. Contador de historias y fabulador, se daba a embriagarse
con frecuencia y compartir con los clientes. Tenía una complicada
teoría acerca del papel de su gente en la sociedad moderna, la cual
explicaba de vez en cuando a los parroquianos entre hipos y
puñetazos en las mesas. En tales casos su hijo se ocupaba de la
barra y la caja contadora, con el ceño fruncido y una mirada feroz.
Mientras tanto, Almos lanzaba improperios contra la Gran Ciudad,
desde los más sofisticados hasta los más soeces, con una fruición
contagiosa. Habiendo arribado a la metrópoli mucho antes del éxodo
de los terraformadores, se jactaba de conocerla íntimamente. Era por
eso que, cuando algún recién llegado se hacía eco de sus frases
peyorativas, el viejo se le enfrentaba con ojos brillantes, y
preguntaba:
-¿Qué diablos sabes tú de la sociedad moderna, pedazo de cuero
podrido? ¿Has salido de debajo de tu piedra alguna vez desde que
llegaste... ?
Y continuaba así hasta que el consumo de uijuru le impedía abrir los
ojos siquiera. Cuando estaban de buen humor, los ancianos que
acudían al bar le llamaban El Adelantado; y más comúnmente El
Defensor de la Mugre. Esa noche, enfrentado a un joven recién llegado de las montañas de Mhabur, el viejo contaba acerca de uno de sus héroes preferidos, el único representante genuino que quedaba, decía, de la rica tradición iawak: Uidav Lenard.
-¿... qué hizo cuando la negra policía lo atrapó? ¿Aulló como un
lobo herido? ¡No! ¿Pidió clemencia a la justicia de la sociedad
moderna? ¡No! ¿Qué hizo, pues? ¡Se rió abiertamente en sus caras!
¡Aún me parece escuchar sus carcajadas retumbando en las avenidas! ¡Ja,
ja, ja! - vociferó.
-¿Acaso estaba él allí? -murmuró en una esquina del salón Rew, el
carnicero, al tiempo que escupía en el piso.
-No lo creo, hace años que no sale del bar -le contestó Hetch, el
vagabundo, igualmente por lo bajo.
Almos continuaba:
-¿Qué hizo cuando lo torturaron salvajemente, introduciéndolo en una
de esas infernales máquinas voladoras y elevándolo a millones de
kilómetros de altura? -gritaba a voz en cuello, a pesar de
encontrarse sentado a unos centímetros de su interlocutor. El chico
abrió desmesuradamente los ojos al imaginar tamaño castigo- ...
¡pidió que le mostraran la gran montaña Idle! ¡Qué muchacho! Tan
bueno como su difunto padre, que era de los mejores.
Bajó la voz y entrecerró los ojos: |
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