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COLUMNISTA

 Pereira, Colombia -Edición: 12.869 - 449

Fecha: Martes 11 - 01 -2022

 

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La máquina
de coser

 


Jotamario Arbeláez
A Leonel Giraldo

 

Tu ma, tu ma, tu ma,

Tu máquina de coser

La tu, la tu, la tu,

La tuya que es de moler.

Canción infantil

 

 

1

La máquina de escribir ha sido el artefacto que más he pulsado y por el que he llegado a la adoración,

en una vida que ya va para larga entregada a las letras sin haber cambiado el estilo ni el caminado

Es ya mucho decir que superó el afecto que le profesé a mi anterior estilográfica Parker de tinta verde y tapa de oro contramarcada, regalo del bueno de mi papá al perder el bachillerato,

con la que a duras penas firmé mis primeros autógrafos cuando me iniciaba en las duras faenas de la pluma antes de perderla en un baile.

 

 

Del acompasado tecleo de mi Olivetti Studio 44 adquirida de contrabando en la isla de San Andrés, donde viajé a enterrar en la arena la parte de mi alma que se me gangrenó en un romance

me serví para laborar a placer y así sobrevivir sin penurias en un mundo donde el que no trabaja no caga,

 

 

 

 

redactando textos publicitarios que me pagaban a tarifas de genio,

crónicas periodísticas como a un talento en ascenso

y textos literarios de todo género por lo general ad honorem.

Todo esto antes de que llegara la computadora a sumergirme en la literatura portátil.

 

De la máquina de moler a la que daba vueltas en la cocina mi abuela de madrugada mientras espantaba los alacranes, con los granos de maíz remojados para poner a asar las arepas de todo el día,

 

 

esas arepas insaboras de la tradición antioqueña

que se masticaban a la par con casi todos los platos, con las sopas, los fríjoles, las lentejas, los garbanzos, la carne, el pollo, el pescado y el chicharrón, y hasta el arroz y el puré de papas, prefiero referirme en un canto aparte

 

donde cuente que el castigo de mis travesuras consistía en ir echando en la taza de aluminio de la máquina los granos de maíz blanco que tomaba de otra taza de porcelana, y moler y moler hasta que me quedaba sin fuerzas la masa que la abuela amasaba a su vez con sus manos y a los trozos les daba forma redonda y ligeramente aplanada antes de ponerlos en la parrilla.

De esas faenas forzadas me resultó un bíceps extraordinario en el brazo derecho, con el que me ha ganado todos los pulsos, mientras con el izquierdo apenas tengo fuerzas para detener un taxi en la calle.

Baste decir que cuando a casa llegó una santandereana a mostrarnos su compleja arepa, hecha a base de maíz amarillo con carne de cerdo picadita, y diversos adobos como comino, ajo y sal, mi padre comentó que le resultaba sabrosa, pero “como para comer con arepa”.

 

 

   

También dejo para otro día la máquina de afeitar de papá, heredera de la antigua barbera de los arrieros, con correa para mantenerle el filo, pues la consideró una costumbre montañera estando como estaba ya instalado en una ciudad.

Y la otra con la que quedo en deuda es la máquina de retratar, esa Kodak Brawnie Chiquita, que me regalara mi madre el día de mi primera y última comunión.

 

A pesar de estar en principio contra la civilización de las máquinas tenía que reconocer que esos inocentes artefactos hacían amable la vida. De lo que me cuidaré de hacer la apología será de la navaja automática francesa Chatellerault que me constó uno ojo de la cara y con la que me defendí de los atorrantes.

 

Pero eso sí, hay la máquina que colma los paisajes caseros a partir de cuando era mudo pues no sabía qué decir y sordo porque no sabía lo que me decían

 

hasta que me di cuenta de que ese traqueteo de una rueda girante y una aguja reiterativa era la fuente de ingresos para las ocho bocas de la familia

y ésa es la máquina de coser donde papá pedaleaba todo el día y toda la noche

 

para confeccionar vestidos completos y en ocasiones con chaleco para los señores de la cálida Cali que a pesar del calor querían posar de elegantes.

 

Nadie nunca aparte de papá se sentó a esa máquina, como no fuera mamá para limpiarle el polvo con un trapito, en veces con una poca de aceite.

Pero debo contar que la primera vez que me quedé a solas con ella y traté de coser un trapo, la púa de acero me atravesó uña y falange del índice derecho con hilo blanco

 

 

arrancándome un grito y una gota de sangre

y era de reír la desesperación de mi abuela corriendo por la casa en busca de yodo, gasa y esparadrapo en tanto yo me chupaba el dedo perforado y dolido.

Desde entonces nunca volvió a ser para mí una herramienta utilitaria sino de culto

pues me pasaba los días mirando pedalear a papá como si ascendiera por una cuesta

mientras que le leía de corrido los tomos insaciables de Las Aventuras de Rocambole, villano convertido en héroe del bien, que le recomendaba el médico homeópata Luis Rosales Irama para el esplín.

 

 

  

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