Pereira, Colombia -Edición: 12.869 - 449 Fecha: Martes 11 - 01 -2022 |
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Él escuchaba espeluznado y para mantener el espíritu alerta y los nervios atemperados tomaba discontinuas cucharadas soperas de miel de abejas con algunas gotas de anís. Creo que Ponson du Terrail, además de hacer de mí un poeta rocambolesco, fue quien despertó mi afán redentorista por este mundo.
Nunca se supo qué pobre era porque siempre vestí de paño y en consecuencia andaba con una sonrisa en ristre que salía con el pañuelo del bolsillo de la chaqueta y más todavía cuando alcancé la talla de padre y pude disponer de su variopinta guardarropía para asistir a los bailes de cuota de la barriada donde era todo un príncipe azul de izquierda, pues el libro Los condenados de la tierra me había comenzado a comer el coco. Qué profesión la de mi padre, pensaba con todo orgullo, la de vestir a la gente para hacerla más gente, como se dice. Y hacerlo sentado a la máquina Singer, que había traído de Rionegro a lomo de mula, heredada del maestro que le iniciara, que a su muerte fortuita recibió como cesantías. luego de dar vueltas a la gran mesa con su tiza sobre los paños y las tijeras siguiendo la marca de los blancos trazos.
Sucedió que como a pesar de lo bien vestido y lo bien peinado y lo bien bailado ni siquiera había sido capaz de ganar el bachillerato me tocaría asumir las tijeras y graduarme como alfayate para pagar las cuentas que nos pasa la vida día tras día. Pero papá estuvo de acuerdo conmigo en que me embocara en la poesía a ver si algún día le contaba. Y un profeta que oyó la cosa exclamó emocionado. “Colombia ha perdido un sastre pero ha ganado un poeta”.
Coincidió que el escritor de quien me pegué para chuparle rueda en la narración de sus eróticos infortunios, tan parecidos a los míos cuando creciera, era el hijo de un sastre de Brooklyn que había escrito, además de Trópico de Cáncer y de Capricornio, Primavera negra, donde el capítulo cumbre es La sastrería y su lema: “Siempre alegre y despierto”. Del dolor sublimado por los deslices de un inapagable amor que le dio en el coco surgió su gran literatura de fuego lento. Este es un escrito sobre la máquina de escribir y sobre la máquina de coser, no sobre la máquina de culiar que era su mujer de entonces tan pronto se lo sacaba. Uno comienza por imitar las frases de un escritor y termina por repetirle todas las fases.
Otro autor que me apasionó y que también de sastre resultó hijo fue Bruno Schultz, el de Las tiendas de color canela y El sanatorio de la clepsidra, a quien en plena guerra un energúmeno mató en la calle tan sólo para fastidiar a su protector. Y no puedo dejar de hablar de Sartor Resartus, el sastre remendado, de Carlyle, del que Borges impugna no saber de un libro más árido y volcánico, más trabajado por la desolación. Y ahora me resultó nadie menos que el impecable Gay Talese, triunfador absoluto con
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una obra sustentada en el porte y comporte de las altas mafias y que parece confeccionada en El corte inglés.
Pero más aún, la máquina de coser es personaje fundamental en la extraña y extraordinaria novela total inédita de Pablus Gallinazo, La bella Marangola, una elegía de mil páginas donde pasa de todo lo que ha pasado en la historia, dedicada a su madre que era modista, y en El tiempo entre costuras de la española María Dueñas y Coser y cantar de la californiana Whitney Otto. Para no hablar de Alfonso Sastre y del otro español que se refiere a las palabras como vestuario: “Los escritores somos los sastres de la nada. Mo me parece mal oficio”.
Ha sido mi proyecto de vida escribir La casa de las agujas, y para ello dispuse de la máquina de coser de papá que está a la entrada de mi departamento en forma de altar, con todos los fetiches espirituales que he conseguido en viajes y sueños. ocmo esa rosa inapagable que apareció en mis manos a mi regreso de Oniris, como la imagen de Nicolás de Tolentino consolando a las ánimas sepultas entre las llamas, y como el huevo filosofal que me donara un alquimista desilusionado. Y enfrente de mi escritorio tengo un cuadro de 2 x 1.5 con una máquina de coser importada del reino de la ficción científica por el fenomenal pintor Filomeno Hernández.
2 Estando en las que ando desde que aprendí a coser las palabras en mi máquina de escribir celebrando de fetichista la presencia desde el pie de mi cuna de la máquina de coser hasta la vecindad de la cama saltarina donde tal vez estire la pata, tan sólo me faltaba la más significativa que era el mensaje del pintor Jorge Torres que anda por los mismos aires del culto a la legendaria herramienta que no tiene patente de invención definida, donde me dice que “la música de la máquina de coser que arrulló mi infancia” también arrulló la suya, y me remite una serie de imágenes fantasmales cosidas con el instrumento que utilizaba su madre con el fin de mantener la familia unida en virtud del arte de sus costuras,
en ambientaciones difusas donde hay unos puntos de referencia que pertenecen a esa memoria que todo lo desmorona. Esa máquina ante una mujer con levantadora entreabierta en el embarazo, la silla mecedora recibiendo una luz difusa emitida de un más allá, un gat o hipnotizante para subrayar el misterio, un gramófono que emite más luz que música, un paisaje de páramo donde parece tiritar la máquina, un erótico torso desmembrado y descabezado, la evocación en trazos de hilo de presencias que ya no están.
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¿Y qué tal si me escribes unas palabras –me dice– ya que nos hermana el común pedaleo de quienes nos abrieron los ojos? Escribo lo que recuerdo y si alguien recuerda en su pintura lo mismo escribo sobre los recuerdos comunes, ahora que todo se va borrando, y no por falta de luz sino porque los objetos también se van. La madre de Jorge Torres cosía todas las horas para no deshacer el tiempo, y para que sus hijos no se aburrieran les daba para jugar los carretes de hilo de madera cuando el hilo se le acababa, o los conos de cartón de las madejas más grandes, o botones a los que ensartaban con hilos largos por los dos orificios y hacían rotar y enfrentar unos contra otros, y no faltó que se tragaran algún botón pasable sin ahogos qué lamentar. Era en los tiempos en que los juguetes, sobre todo los de los pobres, eran más de imaginación que de cuerda, es decir de piola, Como esas cajas de madera que simulaban los carros, impulsados por los motores de la garganta. Ya conozco varias docenas de cuadros de Jorge donde es la constante la máquina de coser, en distintos estadios de una evocación que podría ser la fiesta de la tristeza, pues su obra es una elegía a la memoria de su madre activando los pedales que él ahora activa con los pinceles. No puede decirse que sea una obra contemporánea, como no puede serlo un tema que se remonta a un pasado que ya no pertenece ni al tiempo, y a un tratamiento donde la maestría es más la evocación que los elementos formales. Es un homenaje a la mamá y a la máquina que trenzaron el tejido de la familia pues recuerda el pintor que dominó los hilos antes que los colores, y en su época se hizo sus pantalones bota campana, y por eso se extraña que tanta gente joven le inquiera ahora el por qué pinta tantos cañones.
Me apasionan los artistas empecinados, los que toman un tema y lo agotan sin agotarse, Degas con sus bailarinas, Renoir con sus bañistas, Botero con sus obesas, Obregón con sus cóndores, Grau con sus mariamulatas, Nuño con sus indígenas, Saturnino con sus billares, Touluse-Lautrec con sus prostíbulos, Balthus con sus lolitas y Giangrandi con sus travestis.
Mientras Jorge Torres siga pintando sus evocativas máquinas de coser, y alrededor de ellas sigan ambulando esos espíritus que alguna vez fueron carne de nuestra carne, yo no me cansaré de seguir pespunteando, con esa empolvada alegría que da la nostalgia,
La casa de las agujas.
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