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Columnista |
Pereira, Colombia -Edición: 12.899 - 479 Fecha: Martes 22 - 03 -2022 |
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Manicero de cine
Jotamario Arbeláez
A los 10 años recién cumplidos decidí ganarme la vida, en consideración de que el magro sueldo de mi papá en la sastrería de don Jacobo, en el pasaje Zamoraco, donde funcionaba además la escuela de mecanografía de Remington Rand, tur tur tur tur, apenas si daba para los gastos de la casa, arriendo, mercado y ropa, compartidos con Picuenigua, el esposo de la tía Adelfa, quien además de detective secreto a pesar de ser liberal, trabajaba en Cicolac como repartidor en su camioneta, de leche Klim en polvo y de Nescafé. Con serrucho y martillo adquiridos a la brava dos años atrás, cuando el 9 de abril, en la ferretería Torres y Torres, más tres tablas de una cama desbaratada y una tira de cuero que alguna vez fue una correa de papá cuando estuvo gordo, construí mi caja de vendedor de golosinas en el teatro San Nicolás, donde ingresé recomendado por don Santiago Isaza, que era director de Cine Colombia, y el hijo de su mujer marido de mi tía Tina. Ya ensayaba ser escritor, pero el profesor de castellano, negro retinto para más señas, el señor Mina Balanta, criticaba mis frases subordinadas. Señor Arbeláez, así nunca llegará a ningún Pereira con la escritura, dedíquese más bien a vender maní.
La tía Tina y Luis Torres tenían una tenducha enfrente del río Cali, por la Avenida Colombia, donde despachaba mi abuela, detrás del teatro del mismo nombre, especializado en películas mexicanas, y en presentar en persona luminarias como Los Panchos, Libertad Lamarque, Arturo de Córdoba, Pedro Infante, y hasta el malo de las películas, Carlos López Moctezuma, quien me hizo orinar en los pantalones cuando me clavó la mirada, en tanto sorbía un aguardiente de la copa que abuela le despachaba. Ese actor era terrorífico, con su maldad congénita hacía sufrir hasta la muerte natural a todo el elenco, y a pesar de no ser tan feo provocaba pavor el tenerlo cerca.
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De la mercancía de la tienda, previo riguroso inventario, Luís Torres surtió mi caja.
Lo principal eran cigarrillos, porque entonces se podía fumar en los cines a pesar del último vidrio prohibitorio, y fósforos, desde luego.
Pero iban debidamente acomodados también todo tipo de galguerías, que harían la delicia de los fervorosos del celuloide, muchos de ellos de corbata y sombrero, como papá cuando iba, con la desgracia de que empezaba a roncar paralelo con la aparición del león de la Metro. A las cinco salíamos de las clases de la escuela San Nicolás, vecina de la iglesia en el mismo parque, y apenas tenía tiempo de correr hasta la casa de la cuarta, dejar el maletín con los útiles, y sin probar bocado salir con la caja al cuello rumbo al teatro para asistir a las funciones de vespertina y nocturna. Tenía un rival en el negocio, estudiante de la escuela Mariano Ramos, con una caja pomposa de varios compartimientos llena de productos de aspecto más atractivo, lo cual no significaría mayor ventaja en la oscuridad de la sala. Salvo que su linterna era más potente, e iluminaba radiante el complejo de su mercadería. Le llamaban Pelusa y pertenecía a la pandilla Veneno de la calle 23, rival de la nuestra, todo un machote, quien me atemorizaba con su camiseta forrada en músculos. Apenas nos vio el proyeccionista, de bigotito a lo Erron Flint y camisa fucsia, a quien llamaban Nosferatu, pidió que en la mitad de la película el que pudiera le subiera unos cigarrillos Pierrot.
Dimos vueltas en la oscuridad cantando la letanía, que nunca se me ha olvidado: “¡Cigarrillos, fósforos, chicles, frunas, chocolatines, papitas fritas, maní de sal, el maní!”. Entre venta y venta me sentaba en una butaca vacía, ponía en la butaca vecina la caja repleta de golosinas
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y sacaba de cada bolsita de maní dos o tres granitos para calmar el hambre cinéfila.
En un momento dado, en mitad de la película, que era El perro andaluz, de Luis Buñuel,
se reventó la cinta, quedamos en tinieblas mientras el público chiflaba y pateaba la espalda de las butacas, hasta que se oyó un grito dirigido al proyeccionista, entre penetrante y chistoso, que todavía me resuena: “¡Nosferatu, soltá al muchacho!” Como una iluminación me llegó el pensamiento: “Pelusa se mariquió”. En realidad, lo vi bajar abochornado las flacas escaleras de la sala de proyección, a cada zancada botando chicles, evitó mirarme y salió del cine mientras se restablecía la proyección, dejándome la plaza para mí solo. Ingenuo como era, le conté el episodio a don Santiago. Tanto Nosferatu como Pelusa salieron al otro día como pepa de guama, dejándome con la vergüenza de haber sido sapo por primera vez en la vida. Pero me tranquilicé porque la barra de la 23 no volvió a atacarnos y cuando asistía a otros cines y se reventaba la cinta y alguien gritaba: “¡Soltá al muchacho!”, me tranquilizaba pensando que Nosferatu había recuperado su puesto.
Mi otro problema se presentó cuando fui a cuadrar caja con Luis Torres. Estaba tan descuadrado que me preguntó: “¿Usted come mucho?” enarbolando los mermados cucuruchos de maní. Bajé la cabeza. En ese instante vi que su rostro tomaba los rasgos insoportables de Carlos López Moctezuma. Presenté mi renuncia. La caja la conservo en la casa de mis hermanas. Pienso ofrecérsela al pintor Álvaro Barrios para que haga de ella un “ready made” duchampiano y la ofrezcamos en Christie´s. A lo mejor hasta se vende por cualquier millón.
Bogotá, enero 6-15 |
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