Y qué parrandas nos pegábamos después del café que nos mantenía más despiertos
que las socorridas bencedrinas.
Hacíamos las fiestas nadaístas donde nos caían señoronas burguesas irredentas en
un sitio que por entonces se llamaba El Pedregal, a iniciarse en los pecados
capitales que se nos iban ocurriendo.
Pero también nos perseguían muchachos del Opus Dei, y no propiamente para
pelarnos nalga sino para gritarnos en cada esquina nadaístas hachepés
y tratar de golpearnos con cadenas de bicicletas, pero nos defendían las mujeres
como Dina Merlini a botellazo y madrazo limpios.
En Bogotá nuestros cafés principales fueron El Automático, donde reinaba León de
Greiff rodado de poetas, pintores y periodistas que empinaban el codo mientras
su corte de admiradores los contemplaban embelesados desde las mesas vecinas
toando café.
Y el Cisne, cafetería y restaurante de estilo italiano que era el paraíso de los
espaguetis, donde se reunían los actores de teatro y televisión, balas perdidas
y nadaístas de provincia en espera del anfitrión de la cena y la fiesta de la
noche.
En Cali nos reuníamos en el Café Colombia, en medio de sesudos profesionales que
eran nuestros paganinis de cervezas y donde se acercaba de vez en cuando el
joven Andrés Caicedo a escuchar tomando café.
Y la Academia García donde nos amanecíamos jugando ajedrez y pidiendo perico.
Se preguntarán a
son de qué se invita a un poeta nadaísta, y peor aún de Cali, a perorar en este
convite cafetero donde se catan tantas marcas del mejor del mundo.
Pues porque el nadaísmo ha estado metido en todo lo que haya tenido qué ver con
la suerte de Colombia, en sus gracias y sus desgracias.
En mi caso particular, para empezar, cuando en 1980 gané el premio nacional de
poesía de la editorial La Oveja Negra, de García Márquez, me llamaron de la
publicidad para pagarme cada mes lo que había merecido por la poesía de toda la
vida.
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Y el primer
cliente que me correspondió en Propagando Sancho fue la Federación
de Cafeteros. Y calentarle la lengua colándole las erratas al
Profesor Yarumo.
De modo que me tocó promover la tomadera nacional de tinto para
hacernos amigos,
a ver si acabábamos con
la roya de la violencia.
Y para que no
jodan que la acabamos, cuando un nadaísta, Humberto De la Calle,
logró concretar la paz con la guerrilla que por medio siglo nos
tenía desangrados.
Y ojalá sigamos tomando tinto para evitar que la paz se devuelva a
la garrotera.
Y otro detalle mágico es que un nadaísta de Cali durante los
iniciales años 60, pintor y estampador y aficionado al teatro de
Enrique Buenaventura, como su novia nadaísta de entonces Nelly
Delgado, fue durante 37 años, con su pinta bigotuda, su sombrero,
poncho y carriel, más la compañía de su mula Conchita, la imagen
deslumbrante del café colombianos en todos los tablados del mundo.
Carlos Sánchez como Juan Valdés.
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Este personaje natural de Fredonia y el personaje encarnado que son
el mismo, fue el ícono publicitario mundial más importante en
Estados Unidos, según fue consagrado en el año 2005 durante la
Semana de la Publicidad.
Al año siguiente se desdoblaría del personaje y sería reemplazado
por un tocayo del autor de Las enseñanzas de Don Juan, un libro de
alta magia entre los indios yaquis de Norteamérica.
Nuestro Carlos Castañeda sería, además, oriundo de Andes, Antioquia,
“ese pueblo que se hará famoso por mi nacimiento hace 30 años y
muchos días”, como escribiera en sus memorias Gonzalo Arango.
Carlos Sánchez abandonó Medellín, Antioquia, a finales de diciembre
pasado y ahora andará con Conchita recorriendo los parajes cafeteros
del paraíso.
Con estas evocaciones le rendimos homenaje, a la vez, sus
representados caficultores y tomadores de tinto, y sus compañeros
nadaístas tomadores de carajillo. Y que vivan el café y la poesía,
carajo!
(Palabras pronunciadas en Medellín en el evento Carulla es café, el
25 de mayo-19)
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