Don Jesús Arbeláez
se hace sastre precoz
Por Jotamario Arbeláez
A Jan Arb y Cecilita
Como era
domingo, día de mercado, papá, de 13 años, salió de la casa de los
Arbeláez que regentaba su tía Eloísa, bastante emproblemada con
manejar a Amantina, quien desde niña quería hacer honor a su nombre,
cruzó la calle que seguía para
Marinilla y estaba enfangada por el aguacero de anoche, que fue
parejo,
y sin que nadie lo
viera ni pensarlo dos veces se zambulló con los calzoncillos de la
semana en la corriente crecida de la quebrada de El Hoyo.
El agua corría
todavía turbia en busca del río Negro, que quedaba un kilómetro más
allá,
pero era su día de
baño, que para él era sagrado, así saliera más sucio de lo que
entraba.
En un recipiente de
barro que cumplía la misión de llevar el agua para las comidas
cuando escaseaba la del tanque del patio alimentada por los canales
del entejado,
llevó una ración
para lavarse los pies antes de calzar los zapatos nuevos que la tía
Matilde le trajo de Medellín,
y después de ponerse los pantalones
cortos de cuadros y una camisa blanca que, a pesar de haber sido
recogida oportunamente del alambre al primer relámpago por Angélica,
no había secado del todo.
Se bogó una taza de chocolate caliente
acompañada de una arepa todavía más caliente con queso y medio
chorizo que le había servido Carlota.
Se puso su ruana contra el frío y el
sombrero de los domingos
y, cuidando de no
encharcarse bajo el sol tempranero se dirigió a la plaza que ya
estaría convertida en un hervidero de gentes.
La plaza
estaba convertida en un hervidero de gentes, cómo no, si era día de
mercado.
Se llenaba, no solo con las mismas
gentes del pueblo de Rionegro,
sino con gentes de los pueblos vecinos
como El Retiro, El Santuario, La Ceja y El Carmen de Viboral, que no
tenían mercado ese día, y también con visitantes de Medellín que
acudían por un poco de frío.
Todo lo que se exhibía le estaba a
tiro de diente, pero él andaba sin un centavo en el bolsillo para
adquirirlo.
Lo primero que vio y olió fue
verduras, hortalizas, legumbres, granos, champiñones y setas por
todas partes,
manzanas californianas ruborizadas, naranjas ombligonas, limones
dulces, racimos y manos de plátanos verdes y de bananos,
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zapotes subidos de
tono, pitahayas, mortiños, piñas, piñuelas, papayas, caimos,
caimitos morados, maduraverdes,
mangos y sartenes y ollas y platos y tazas y pocillos y
cucharas, tenedores, cuchillos y navajas, dagas, puñales,
más allá las reses destazadas y exhibidas como sábanas
encarnadas,
bultos de papas, de yucas y de arracachas, gallinas nerviosas
arracimadas en las dos manos de gordas campesinas con delantales,
bebés emberrenchinchados en guacales de tomates,
camisas de hilo, alpargatas de fique, sacos y guantes de lana,
lazos para amarrarse los pantalones que también podrían servir para
horcarse,
pañolones, mantillas, velos, velas, velones, sombreros con y sin
barboquejo,
crucifijos, escapularios, imágenes de las vírgenes y los santos y
también fetiches satánicos,
yerbas para dormir y contra los males del cuerpo y la mala
suerte, venenos para ratas, pomadas para quitar manchas y
cicatrices,
mentolatos, jarabes árabes, raíces chinas, especias de la India,
metros de ciento cincuenta centímetros para modistas y sastres y
decámetros enrollables,
termómetros para tasar la fiebre, linternas de potente chorro,
lámparas Coleman,
carbón y leña para los fogones, matas en materas, machetes y sus
cartucheras con flecos de cuero,
radios, barberas de segunda para afeitarse, naipes, botellas
vacías de leche para improvisar floreros,
rosas, amapolas, azucenas, dalias, claveles, girasoles,
margaritas, pompones, lirios, adelfas, flores de iraca,
y la improvisada mesa de apuestas con tres tapas hábilmente
manipuladas del juego ‘dónde está la bolita’, el tiro al pato de
goma con rifles de aire y la rifa de la muñeca de porcelana,
los quesos, las mieles, las mermeladas, los postres y las
milhojas, los bienmesabe y los pastelitos de gloria, mi gloria eres
tú cantada con acompañamiento de tiple,
cañonazos de pólvora en honor de la virgen de la parroquia,
chirrinches y tapetusas que terminaban con borrachos tirados en
las esquinas.
Dio vueltas a la plaza mirándolo todo como si fuera suyo pero
incapaz de echarse al bolsillo ni siquiera una uchuva porque eso sí
ladrón si no era,
y al pasar por el andén de la calle enfrentada de la catedral
dedicada a San Nicolás -ante quien desde su fundación se venía
inclinando Rionegro-, después de eludir la cantina que chirriaba con
músicas de despecho,
vio salir de un taller donde había una máquina de coser y una
mesa llena de paños y sobre ella una plancha y un burro y una
almohadilla, a un señor de pelo marchito todo despelucado
que le dijo, Muchachito, vení pues y haceme el favor y me
ensartás esta aguja, y le tendió una aguja y una hebra de hilo negro
desprendida de un carrete de madera.
Mi papacito lindo cogió con seguridad la flaca herramienta y el
hilo en la otra mano
y sin ensalivarlo y sin apuntar lo traspasó al primer volión al
otro lado del ojo,
porque las agujas tienen dos ojos, uno a cada lado del extremo
sin punta y siempre se ensarta por el izquierdo y sale por el
derecho.
El viejo se lo quedó mirando rascándose la cabeza con la mano
que sostenía la aguja tan certeramente enhebrada.
¿Y vos de quién sos y como te llamás y donde vivís? Y él le
contestó que de Carlota, la hermana de Eloisa, en El Hoyo y que
Jesús Antonio a la orden.
Ah, hombre, qué bien, entonces vos sos el que no tenés papá.
Yo papá si tengo, le contestó al rompe y con ganas de romperle
el hocico, lo que pasa es que no vive con nosotros porque él es rico
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y nosotros pobres
pero él si duerme con mi mamá cada que
viene en el caballo y por eso me tuvieron
a mí y el caballo también se queda a dormir en casa porque tenemos
solar y tenemos pasto.
No te nojés, hombre, le dijo el viejo,
que lo que yo quería era hablar con tu casa para que te den permiso
de que vengás a ayudarme en la sastrería y de paso aprendés y te
volvés sastre.
Papá había terminado la escuela
pública pero quería seguir estudiando para tener buena letra
pero en la casa no tenían plata para
ponerlo en el colegio José María Córdoba, al que le dieron con un
yatagán en no sé cuál sien.
Te quedás con la letra que te
enseñaron pero lo que es a partir de hoy comenzás a buscar trabajo,
cajeto,
había sentenciado mi abuela y a él le
pareció que era lo más natural del mundo pero lo único que medio
sabía era manejar un caballo, cepillarlo y picarle caña.
Al otro día don Gervasio de la
Concepción Jaramillo, natal de Andes, se arrimó por la casa de El
Hoyo a conversar con mi abuela y a convencerla de que le permitiera
al joven Jesús para que le asistiera en la sastrería.
Primero le enseñaría a encender la
lámpara Coleman, a cargar la plancha con carbón y rociarla con
gasolina y encenderla y planchar con ella sobre almohadillas
humedeciendo antes los paños con una brocha de trapo,
después le enseñaría
a tomar las medidas de pantalones y sacos, a utilizar la tiza y las
reglas y los moldes y a manejar las tijeras, para cortar y en tercer
lugar a coser con estilo.
Y le enseñaría
también las disculpas que había que decirle al cliente cuando el
traje no estaba listo en la fecha con honor prefijada.
Puedo hacer de este muchacho un sastre del que
se va a acordar mucha gente.
Lo importante es que
me le pague algo desde que empiece, rezó Carlota, maravillada porque
sus plegarias nocturnas hubieran llegado a oídos de San Nicolás.
Además de a Jesús ya tenía a Albertina. Y el palo no estaba ni para
cucharas de palo.
Mi papá no cabía en
sus pantalones, que ese mismo día se los largó. Don Gervasio en
persona se los confeccionó con un retazo de paño que le sobraba.
Esa fue su ascensión
a la profesión más bella del mundo, con perdón de los periodistas,
porque si es verdad
que Dios creó el hombre lo creó incompleto
y sólo gracias a los
trajes que le hizo el divino sastre y después los otros pudo salir
sin ningún rubor a la calle como antes al este del Paraíso.
Don Gervasio, no tenía mujer ni hijos,
desde hacía más de diez años había sentado reales en la plaza del
pueblo, y aunque debía tener sus buenos ahorros vivía en el
mezanine.
Él mismo preparaba su desayuno, se
lavaba la ropa, barría y trapeaba su espacio, y una vez caída la
tarde iba a un pequeño restaurante a la vuelta de la plaza donde le
servían diariamente su suculento plato de fríjoles con garra y con
chicharrón y con doble arepa que era su comida del día.
Por las noches solía
ir a una tiendecita donde sentado sobre bultos de papas apuraba tres
aguardientes reglamentarios y conversaba con profesores del José
María Córdoba sobre temas políticos
defendiendo ideas
liberales contra los godos con tan poco convencimiento que de allí
debe haber salido el concepto de que “para godos los liberales de
Rionegro”.
Para él la llegada
del niño Jesús como su ayudante era como llovida del cielo.
Después de que le
hubo enseñado todo lo que sabía del arte sartorial, que era todo, y
de hacer con los años a papá socio del negocio,
lo mató un carro sin faros una noche
al salir de la sastrería en busca de un somnífero, porque se había
fundido la lámpara de la plaza.
Y era el único carro que circulaba por
el pueblo por esos años.
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