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COLUMNISTA

 

Pereira, Colombia - Edición: 12.946-526

Fecha: Sábado 09 de Julio de 2022

 

Enseñanzas de la bruja

 

Jotamario Arbeláez

 

Ahora que los años me van alejando de la cama y me van acercando a la caja,
 

    no dejo de pasar revista a mi donjuanesco pasado –sobre todo al pasado en claro entregado a concupiscencias rebuscadas en los libros de Sade y Sacher Masoch, y de reojo en el Kamasutra y el Ananga Ranga–,
 

    que aparte de mantenerme el cuerpo sano y adentro la mente sana, me propició un caminar por el mundo a tono con mi enhiesto esqueleto y la marca de mis zapatos.
 
Debo anticipar que como casi todos los hombres de los años pretéritos,
 

    cuando el amor se componía en partes iguales de dicha y de desengaño, de maniculitanteos y coñazos, y se pasaba de los séptimos cielos a los quintos infiernos, cosa que ha cambiado ahora con la permisividad absoluta,
 

    me tocó soportar tusas suicidas, pues al darme cuenta de que me habían impuesto los cuernos me portaba como un caballero con la manceba –a pesar de que en ese tiempo se estilaba dejarlas también con el ojo picho–,
 

   salía a la calle y embestía con furia al policía de la esquina. Con lo que conseguía felizmente que me moliera los cachos a bolillazos.


Fui a consultar a una bruja quien me dio la solución de que en adelante sacara el corazón de las relaciones, 


    que no era necesario en los negocios del eros empeñar el sentimiento, que fuera galante pero no enamoradizo, que fuera al grano que ya sabía dónde quedaba. Que así iba a tener fuerzas para un bombeo sempiterno.
 

    Al preguntarle cuánto le debía me dijo que nada, que me quedara a dormir con ella.

    Y fue una noche de diez años, diez veces la de Ulises con Circe.

 


Hasta allí llegó el chico casadero y comenzó mi destino de Casanova aventurero, en lo que después de todo no me fue nada mal. Y con el invento del Viagra me ha seguido yendo mejor. “Hay que reinventar el amor”, clamaba Rimbaud. Y miren ustedes quién lo logró.

 

 

    

Mi bruja milagrera se preocupó con esmero, valga reconocerlo, porque viviera una poligamia sin afugias ni compromisos. Y así recibíamos a la vez el oro y el moro.


    Me presentaba a algunas de sus clientas más pizpiretas recién desasidas de sus maridos, por no decir deshechas a quienes me tocaba recomponerlas como parte de la terapia parasimpática.
 

   Y para ello me enseñó mi Circe contemporánea el arte de pedirlo,
 

    de cuya inspiración escribí un libro con ese título que no ha tenido mucho pedido, no por culpa mía ni de ella sino de los editores y los libreros que no se mueven, como el tema lo exigiría.
 

    Me dijo que era infalible, pero que yo tenía que poner de mi parte la mejor parte del hombre, que no son propiamente sus sentimientos.
 


   Me lo propuse. Seguí terapias de agrandamiento y entesamiento. De acuerdo con el método de “tensión dinámica” que usaba Charles Atlas para fortalecer los bíceps y tríceps.
 

    Y de duración sostenida poniendo la mente en blanco o Dharana, como me instruyó una yoguini, o pensando en los huevos del tiburón, como me enseñó mi papá.
 

Hice cursos de tantra por si las moscas. Y trabajé hasta pensionarme en una agencia publicitaria para adquirir los denarios de la inversión, regalito, cena, licor, farmacia, discoteca, motel, propina.

La primera advertencia de la bruja sapiente fue que no utilizara nunca la poesía para enhebrar a una dama.
 

   Que eso era impropio, ventajoso, tramposo, el ir sobre seguro con las incautas que aún creían en la magia y prestigio de la poesía.
 

    Que era desconsiderado dejar a la mujer sin defensas utilizando las lisonjas del verbo.
Que en la semana de la creación a Dios no se le había ocurrido decir hágase el amor.

    Que la palabra no se había hecho para propiciar el culeo, y menos la palabra sagrada.

 

   

Que para eso estaban los ojos y los gestos del rostro, los diamantes, las flores, los discos, las serenatas, las discotecas, los bailes, los amacices, la invitación a viajar, las comidas y los licores.


    Una mujer bien comida y bien bebida podías considerarla servida.
 


Aunque nadie me lo está preguntando me tomo este derecho de mencionarlas sin nombre ni apellido de solteras ni de casadas pues para eso me pagan los editores de este tipo de informes confesionales
 

    no sé cuántas mujeres se me dieron o me lo dieron, o como se decía antes se me entregaron, y tampoco puedo asegurar que ya me venían destinadas porque todas hicieron uso previo de su libre albedrío, me midieron y me pesaron y no me encontraron falto de peso ni de medida.
 

   Es lo mismo decir que me poseyeron porque hay que reconocer que con frecuencia el seductor es el seducido, el cazador el cazado y el pescador el pescado asado.
 

    El que cae en las redes de la fase más enervante de la pasión cual es “el encoñamiento”, donde sucumben la razón y el entendimiento. Donde se termina perdiéndose.
 

    El tema de este escrito es declarar que de ello me salvé por un pelo. Por el pelo de las enseñanzas de Circe, que por cierto lo tenía bien trenzado.
 

   A los diez años sin haber cazado pelea terminamos separándonos de la mano, al sospechar que nos estábamos enamorando.
 


No siempre con el arte de levantar se levanta. Una que siempre me esquivaba terminó dándomelo cuando me vio en las redes en una foto abrazado con Natalia París.


   Otra porque su mejor amiga le contó minuciosamente mis mañas recreativas.
 

    Otra para darse el lujo de permanecer impávida ante mis fanfarronas arremetidas calenturientas y la vi terminar gimoteando a moco tendido.

    Otra, cuando después de mucha insistencia se me rindió, me contestó al preguntarle por qué lo había hecho: “Para quitármelo de encima”.
 

    Y a la lolita a quien habían encargado de ser la guía del “nadaísta en un festival de poesía en Medellín, cuando ingenuamente me preguntó:
 

    “¿Usted todavía nada?”
 

    le respondí marrullero: “Yo todavía todo”


La montaña mágica, enero 20-20

 

 

 

 

 

 

 

  

 

 

  

 

 

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