Peggy
Pegotes
Por: Jotamario Arbeláez
A Emilia Curtis Arbeláez
Foto: Efraín Llano Arango
Una vez hube terminado mi recital de poesía nadaísta en el
consulado, en Miami, quiso mi amigo Rafael Vega-Jácome que lo
acompañara a dar una vuelta por Coconut Grove,
y parar en un sitio donde, podía jurarlo, vendían las
hamburguesas más apetitosas de los Estados Unidos.
Quería además que conociera, conociéndome, a la reina de las
hamburguesas.
Lo acompañé porque estaba en su patio y porque, donde
fueres, haz lo que vieres.
Debo ante todo dejar sentado que, en cualquier país de Europa,
no me como una hamburguesa ni a palos.
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Y no es porque me
sobre dinero, ni padezca resentimientos comunistoides, sino porque
me parece que estoy haciéndome el gringo en el viejo mundo,
por más que la hamburguesa -como su nombre lo indica,
procedente de Hamburgo-, fuera el inmigrante alemán con más suerte
en USA, por cuanto desde su llegada a la Feria Mundial de San Luis,
hace 122 años,
devino a convertirse en la típica comida del invasor por el
mundo, acompañada de la Cocacola -inventada por Pemberton- que
cumplió los 100 hace 21.
Claro que el bolo alimenticio de carne apelotonada había
llegado a Alemania en el siglo XIV, a través de los tártaros de
origen ruso que la invadieron,
y que llevaron la carne de barato ganado asiático picada en
tiras para hacerla más comestible, el famoso steak tártaro, que se
comía crudo hasta que comenzaron a asarlo.
Fue un genio, Fletch Davis, de Texas, quien tuvo la idea de
incorporarla entre dos tajadas de pan tostado, añadirle unas rodajas
de cebolla fresca, y dedicarse a engordar la economía
norteamericana,
y de paso a sus habitantes, necesitados de una comida rápida,
económica y práctica, posible de consumir sobre sus escritorios o
mesas de trabajo.
La Coca-Cola, por su parte llegó a convertirse en el summun de
la democracia, cuando quedó establecido que “un pobre bebe cerveza,
un rico bebe champaña, pero con seguridad que los dos beben
Coca-Cola.”
El amigo Rafael me dejó sentado en el sitio donde despachaban
las rivales de McDonalds, y me dijo que fuera comiendo mientras él
iba a buscar a Luis Zalamea, que quería saludarme.
Yo había reparado en una gorda rojiza que daba vueltas en el
fogón a las masas carnívoras, a las que miraba con los ojos aún más
ardientes.
Como no había champán solicité una cerveza. Y a los pocos
minutos allí tenía a la bastante a mi lado, colocándome la
hamburguesa enfrente.
“Perdón, señora, pero yo no he pedido algo que no puedo
comer.”
“¿Por qué, señor?”
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“Mi religión me lo
prohíbe”, atine a decirle. “¿O no sabe usted que trece religiones
del mundo son ofendidas por la existencia de la hamburguesa,
la hinduista, la taoísta, la judaísta, los hare-krishnas, los
budistas, los shiks, los monjes rusos y los griegos ortodoxos, los
adventistas del séptimo día, los zoroastristas, los mormones, los
musulmanes, los católicos romanos los viernes santos, los
rastafarios, los jainitas, casi todos por repudio a la carne de
cerdo y a las carnes en general?
Puede que el nadaísmo no sea todavía una religión, pero yo
también me siento ofendido por este preparado para salir del paso.”
“Pues usted se va a comer mi hamburguesa, mi querido señor
nadaísta caleño, como que me llamo Peggy Pegotes, y como que nadie
me ha dejado nunca con el bocado servido.
Y si no quiere no me la pague, que con las que vendo tengo
suficiente para tirar para el techo.
Yo también soy colombiana y desde que llegué a este sitio
soy una reina.
Ya sé que viene usted a derrumbar los símbolos de este país
al que su masticación ni falta que le hace.
Mire cómo respira la carne, hágame el favor y me mira el pan,
mire estos pepinillos picados, y estas cebollitas asadas, ¿quiere
que le ponga más salsa?”
Huelga decir que cuando llegaron Rafael y Luis Zalamea, me
encontraron en plena orgía con Peggy Pegotes, entregado a la
deliciosa carne de su hamburguesa.
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