La vida
recuperada
Por. Jotamario
Arbeláez
“Se necesita
amarse mucho para querer continuar viviendo”, solían repetir en los
bares los ángeles desahuciados de mi generación sesentera, delante
de sus vasos de cerveza bien rebosantes, por cortesía del anfitrión
integrado, y luego de haber matado la chicharra en el sanitario.
Ninguno quería tener tanto amor propio para eludir el
suicidio, como bien había sabido hacerlo nuestro jovenzuelo
contemporáneo Andrés Caicedo, gran escritor post-mortem y ávido
consumidor de literatura macabra.
Pero ninguno tenía a la mano un revólver, y las pepas sin
sobredosis lo único que hacían era mantenerlos trabados.
No era una protesta contra el Estado, ni contra el estado de
cosas, ni contra ninguna otra cosa que no fuera la existencia misma,
tan venida a menos con las posguerras.
Para algo se leía
a Sartre y se concluía que la vida era una pasión inútil.
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“Si hemos de
morir en una hecatombe nuclear como está anunciado”, gritó el
nadaísta de Cartago en el Bar Tamanaco, “prefiero retirarme por mis
propios medios”,
pagó la cuenta con lo único que le quedaba y se fue para su
casa donde se tomó un trago de arsénico y a renglón seguido se pegó
un tiro en la sien derecha.
Lo único que logró con ese gesto desaforado fue que lo
elimináramos de nuestras curiosas antologías.
No queríamos joseasuciones en nuestras filas. No seguiríamos
fomentando los desasosiegos. Ya estábamos en el zen.
Habría qué hacer una cuenta pírrica de los suicidas
filoexistencialistas de nuestra tabla redonda. Menos mal, allí nos
estarían sumando a nuestro saldo rojo esas deserciones.
Fueron un poco más los que agarraron el camino suicida de
las guerrillas. A veces recibíamos de regreso sus boinas con una
estrella.
Y los que cayeron en los matrimonios formales, obscenos
hombres domésticos como los calificó el colega Eduardo Escobar.
Ardientes devaneos que por lo general no duraron mucho.
Vivíamos en las décadas del instante. Ir a toda velocidad pero
sentaditos, sin olvidar que la realidad nos estaba viendo.
Todo lo que teníamos para gastar era juventud, y hartos
alientos para consumirnos.
Había que errar al exceso, al azar y sin esperanza, pues
ningún camino lleva a donde se quiere.
Nunca pensamos que también la vida real merece vivirse.
Si el mundo le había quedado mal hecho al Gran Arquitecto
del Universo, peor nos iban a quedar a nosotros las precarias
reparaciones. Apenas apuntaladas por la poesía.
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La posguerra
paralizante que vivieron los existencialistas del Quartier latin fue
en nosotros la primera postviolencia partidista.
La de los campesinos masacrados por los chulavitas, para
despojarlos de sus viviendas; la de los liberales ultimados en las
ciudades, por nueveabrileños, como nos tocó ver en nuestras
infancias.
El latrocinio de la tierra que implicaba tumultuosos
desplazamientos.
El odio manifiesto en venganzas interminables.
Fue cuando para dejar algún testimonio nos enfundamos en
nuestra desarmada y desarreglada insurgencia.
Y allí comenzó de nuevo la batahola, la que se ha
prolongado por casi sesenta años sin dar respiro, sobre todo en el
campo, donde crecen las flores para los muertos.
Ninguna juventud debe volver a vivir esta muerte.
Nadie se dio cuenta de que nuestra manera de no ser era nuestra
manera de protestar.
No éramos actores del conflicto sino sus víctimas
descocadas.
Nuestra mala reputación llegaba a impedir que nos recibieran
la mano, que ni siquiera para saludar. Y si íbamos a dar algo era
sospechoso.
Lo único que teníamos para dar era el brazo a torcer. Lo
torcimos.
Comenzamos a exigirle a la paz que derrotara a sus
enemigos. Que eran los nuestros.
Alguna vez alguien creyó en nosotros y se albergó bajo
nuestras toldas. Humberto De la Calle Lombana. El hombre que logró
la paz de Colombia. Pero se le devolvieron.
Y ahora se trata de volverla a imponer. Esta vez una paz
total.
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