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COLUMNISTA

 

Pereira, Colombia - Edición: 12.990-570

Fecha: Jueves 20 de octubre de 2022

 

El poder del NADAÍSMO
 

 

Por: Jotamario Arbeláez

Foto Agüita y Juan Domingo Guzmán

 


 

Han pasado 64 años desde que un profeta antioqueño, el memorable Gonzalo Arango, a través de un primer manifiesto convocó a la juventud a hacer parte del Nadaísmo, su doctrina recién inventada y. como buen militante de la generación del fracaso, caí en la redada. Aun ahora, nadie sabe lo que es el nadaísmo, ni siquiera los militantes sobrevivientes. Se lo consideró una filosofía sin filo, una teología sin dioses, una ética sin moral, una estética sin belleza, una revolución sin patas como la calificó acertadamente Armando Romero.

 

 

Tenía 18 años, había perdido el bachillerato en Santa Librada y el prepucio en la zona de tolerancia, no tenía rumbo fijo, acababa de leer a Nietzsche y a Schopenhauer y a Malaparte y a Vargas Vila. Cuando cayó en mis manos tal manifiesto nadaísta, que rezaba en sus apartes finales:

“NO DEJAREMOS UNA FE INTACTA, NI UN ÍDOLO EN SU SITIO.


“La sociedad colombiana necesita esta revolución Nadaísta. Destruir un orden es por lo menos tan difícil como crearlo. Aspiramos a desacreditar el ya existente por la imposibilidad de hacer las dos cosas, o sea, la destrucción del orden establecido y la creación de uno nuevo.
No disponemos de recursos económicos ni elementos humanos para realizar semejante empresa transformadora. Al intentar este Movimiento Revolucionario, cumplimos esa misión de la vida que se renueva cíclicamente, y que es, en síntesis, luchar por liberar al espíritu de la resignación y defender de lo inestable la permanencia de ciertas adoraciones.
En esta sociedad en que “la mentira está convertida en orden”, no hay nadie sobre quien triunfar, sino sobre uno mismo. Y luchar contra los otros significa enseñarles a triunfar sobre ellos mismos. Al proponer a la juventud colombiana este Movimiento para que se comprometa en una lucha revolucionaria contra el actual orden espiritual y cultural del país, yo sacrifico, tanto como ella, lo que esa sociedad podría ofrecernos a cambio de nuestro silencio. En la alternativa de claudicar para merecer los honores y las recompensas de la sociedad cuya mentira vamos a combatir o de renunciar a eso para quedarnos en el martirio, elegimos el martirio como una vocación, como el acto más puro y desinteresado de nuestra libertad intelectual.

 

Aceptada esta decisión, la misión es esta:

No dejar una fe intacta, ni un ídolo en su sitio. Todo lo que está consagrado como adorable por el orden imperante en Colombia será examinado y revisado. Se conservará solamente lo que esté orientado hacia la revolución y que fundamente, por su consistencia indestructible, los cimientos de la sociedad nueva.

 

Lo demás será removido y destruido.


¿Hasta dónde llegaremos? El fin no importa, desde el punto de vista de la lucha. Porque no llegar es también el cumplimiento de un Destino”. Al leer estas palabras me caí del caballo como San Pablo y me raspé el culo. Sentí que Zaratustra bajaba de la montaña para reclutarme al camino que a ninguna parte conduce. Me preparé para transmitir este evangelio de la nueva oscuridad, como lo llamaba el profeta, y calcé las sandalias del pecador. Los seguidores del profeta fueron legión.

 

 

  

Había nadaístas hasta en el pueblo más lejano, donde llegaran los suplementos de los periódicos y el trueno de las emisoras. Pero en el grupo central se presentaron tendencias: la de los izquierdistas duros, como la teatrera y poeta Patricia Ariza, el pintor Pedro Alcántara, el cantautor Pablus Gallinazo, el escritor Jaime Espinel, el crítico Álvaro Medina, y el mismo Eduardo Escobar, quien con el correr del tiempo se abochornaría de esa militancia; adeptos de Krishnamurti como Alfredo Sánchez y Augusto Hoyos; e incipientes adeptos del Zen como ElmoValencia y yo.

 

En el año 2014 los nadaísta suscribimos un manifiesto instando a la rápida firma de la paz entre el Gobierno y las Farc. Sobre todo porque quien comandaba las negociaciones además de político era un confeso monaguillo

del nadaísmo, de nombre Humberto de la Calle Lombana. A él se debió finalmente esa firma de la paz con la mala suerte de que aquellos de los que hablaba López Michelsen nos la devolvieron, y lo único que resultó de rebote fue el Premio Nobel de paz para el presidente Santos, cuando lo que debió haber sucedido sería que el negociador nadaísta alcanzara la presidencia. Pero ya vendría otra oportunidad.


Me permito leer la introducción y unos párrafos de la incansable luchadora por el arte y por la paz Patricia Ariza en el citado manifiesto. Dice el introito:
“Los participantes en este compendio, escritores y artistas vinculados al Nadaísmo de vieja data y descreídos hasta la médula de las componendas políticas, manifiestan su respaldo y compromiso con las conversaciones de paz que se adelantan en La Habana entre representantes del Gobierno y de la guerrilla –entidades a cual más desacreditadas pero de las únicas que depende pactar la paz con la decidida mediación de Humberto de la Calle Lombana.
Consideran que su misión de denuncias con papel y tintas y cuerdas y en las tablas durante casi todo el tiempo del vergonzoso salvajismo patrio, les permite acoger el proceso como una oportunidad de paz imperdible, merecido destino de una Colombia desfigurada en masacres pasadas y presentes que indignados repudian. Valoran que, aunque no se superen todos los problemas internos de seguridad, pues subsistirán narcotráfico, bandas criminales, delincuencia común y de cuello blanco más los agazapados y desembozados enemigos de la paz, será una gran conquista que la guerra no declarada se declare al fin cancelada, concluyen que actuar de otra forma o no actuar, sería aupar los esfuerzo inaceptables de quienes prefieren la continuación de una guerra impredecible a una paz donde haya razonables concesiones de parte y parte. Ante una crucial circunstancia histórica que los deja sin evasivas, y cuando se ha atizado una guerra sucia contra las posibilidades de paz, expresan con toda su vehemencia a la mesa de conciliación en La Habana: ¡A LA MIERDA CON LA GUERRA!”

 

Y esta son las palabras de Patricia Ariza, quien ahora dirige la cultura en Colombia: “Nosotros éramos de ese país que se moría en una violencia sin fin. Y lo que intentamos hacer fue retar con la poesía y con los cuerpos esa muerte lenta. Vivimos como castigo el desafecto y la exclusión. Pero también tuvimos, por fortuna, nexos profundos y complejos con el otro país no formal, el de la resistencia, el de la fiesta, el de los inconformes con la cultura y la política… Y ese país fue el que comprendió lo que representó y representa el Nadaísmo en lo que tuvo y tiene de ruptura y nacimiento. Esa generación fue fundacional en el arte. Relató lo que nos sucedía en la poesía y en el teatro, en la literatura y en la plástica… Han pasado muchos muertos y hemos tenido momentos de profundo escepticismo, pero también de celebración, hemos enterrado mucha gente, pero también henos celebrado la noche, la oscuridad y la fiesta como resistencia.”

 

 

Que me llamo Jotamario Arbeláez, tengo 82 años pero sigo como un toro dando lidia donde me dejan, nací y pasé la infancia en el barrio San Nicolás, en cuya iglesia de San Nicolás me bautizaron, en cuya escuela de San Nicolás me catequizaron, en cuyo parque de San Nicolás me levanté la primera novia, Olga García, que vivía en el cuarto piso del Sindicato Ferroviario del Pacífico, y en cuyo Teatro San Nicolás vendía cigarrillos, fósforos, chicles, mentas, chocolatines, maní de sal el maní.


Desde que adquirí el uso de razón, por la época del asesinato de Gaitán y esa masacre consecuente que se llamó “la Violencia”, comprendí que había caído por voluntad de los astros en el país más salvaje del mundo, apenas comparable con alguno del África.
Como en ocasiones anteriores, de pantalón corto y sombrero encintado, el 22 de octubre de 1949 acompañé a la abuela Carlota a la Casa Liberal, una cuadra arriba del Hospital de San Juan de Dios, donde hablaría el líder Hernán Isaías Ibarra.
De pronto, cuando este político, refiriéndose a Laureano Gómez, lo tildó de asesino, entraron unos bandidos disparando plomo a diestra y siniestra matando a casi todos los asistentes menos a mi abuela y a mí, que nos refugiamos en una tienda bar de la esquina y nos incrustamos bajo las mesas.

Después de los primeros matones que debían ser “chulavitas” entraron policías uniformados y siguieron echando plomo, y luego ingresaron soldados del ejército a continuar con la matazón. Oí después que el jefe de brigada por entonces era un militar de apellidos Rojas Pinilla. El mismo que cuando el 7 de agosto a la una temprano del 56 estallaron los camiones de dinamita era el presidente de facto.


Mi primer acto de barbarie ocurrió el 13 de junio de 57, el día cuando tumbamos al tirano y asesino de estudiantes Rojas Pinilla. Armado de piedras de repetición salí del legendario Santa Librada College, que hoy se está cayendo en vísperas de su segundo centenario, y me dirigí con mis compañeros a caza de pájaros llegando hasta la fachada de Caracolina, comerciante de una pomada del mismo nombre contra los dolores del cuerpo.
Como la casa era inaccesible vi cómo un amigo y tocayo de mi padrino, Jorge Giraldo, penetraba por una ventana a buscar al “pájaro”. Minutos después se abrió la puerta y salió Caracolina corriendo revólver en mano perseguido por Jorge Giraldo revólver en mano. La multitud hizo presa del primero y le aplicó cruelmente la ley de Lynch. Y por equivocación, creyendo que era otro “pájaro”, y a pesar de mis gritos de que se trataba de un gran liberal, tuvo la misma suerte. Lloré.


“El nadaísmo es el segundo movimiento más importante del país. El primero es la violencia, con 300 afiliados”, escribió el compañero poeta X- 504. El mismo que se quejó cuando le censuraron un escrito en la prensa:
“Porque en este país, donde matan 50 campesinos diariamente, no soportan un poema donde se haga el amor humanamente una sola vez. A propósito me decía López Michelsen cuando empezamos su biografía finalmente inconclusa: “La violencia en Colombia obedece a que somos un país mal tirado”. A lo que no tuve reparo en contestarla: “Por eso hay tanto malparido”.
Y me propuse diferenciarme de los colombianos atrapados en ese trauma. El nadaísmo me daba libertad para todo. Empezando por alzar faldas en Cristo Rey. Pero también a maniobrar escaramuza subversivas, así fueran ingenuas, como regar tachuelas por donde pasarían los tanques, o escribir el peligroso grafiti “Más libros, menos armas”, con alquitrán.


Pero aún así, cuando en 1970 Elmo Valencia y yo nos enteramos del fraude electoral que birlaba el triunfo electoral a Rojas Pinilla, quien con papel higiénico se había limpiado mote sancionador de Indigno que le había clavado el Congreso, decidimos irnos para Bogotá a denunciar ese timo escribiendo El libro rojo de Rojas, a la manera del Libro rojo de Mao, que por entonces circulaba a montones. Creímos que nos volveríamos millonarios pues si el General tuvo 1.270.000 electores tendríamos el mismo número de lectores.
Pero no sospechamos que los de la Anapo eran analfabetas y el libro se vendió poco. Pero de allí salió una especie de Guardia roja de Rojas, como en el caso de Mao, que se llamó M-19. Uno de cuyos exponentes hoy ostenta el poder.

 

  

 

 

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