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COLUMNISTA

 

Pereira, Colombia - Edición: 13.001-581

Fecha: Sábado 12-11-2022

 

Soñando con la Vampira

 

Por Jotamario Arbeláez

A Michelle Rincón

 

Nunca he contado cómo nació en mí esa palidez cuasi cadavérica que tan buen recibo tuvo en mi adolescencia existencialista de buzo negro en juego con las ojeras que no lograba ocultar con mis Rayban.

 

Se me notaba también tembleque a la hora de firmar con el Parker de mi papá algún autógrafo solicitado por cualquier despistado estudiante que querría seguirme los pasos.

 

Es cierto que por entonces era poco lo que comía, y si algo aceptaba de la cocina familiar cuando iba de visita, advertía: “Nada que me nutra”, cosa que mi madre cumplía con desagrado diciéndome: “Pero si estás pálido mortal, hijo mío”.

 

Las horas de sueño eran prácticamente nulas pues las empleaba en desentrañar El Ser y la Nada y Los caminos de la libertad, esos tomos de Sartre que me traían seco el cerebro.

 

Aparte del macabro de Brand Stocker que una noche de luna me apareció me apareció en el nochero.

 

La exposición al sol era inexistente, pues iba saliendo a las calles cuando comenzaba a soplar la brisa levantafaldas proveniente del mar Pacífico,

 

llevando anudada a la garganta, con ese calor de Cali, una bufanda negra de seda.

Las malas lenguas paliqueaban que todo obedecería a la práctica obsesa del viejo vicio solitario y al consumo reiterado de la mafafa, pero pamplinas.

Nunca tuve buena mano para la masturbación pues tenía la palma llena de pelos.

 

Y de cannabis apenas si consumía por prescripción médica una dosis mínima, a fin de controlar los excesos de la memoria y estimular al máximo la libídine.

 

Fue por la época en que terminé con Lilí Marlén, la modelo de Bellas Artes que me había sacado de casa picándome el ojo y me encontré en el Bar Picapiedra ─donde “El Grillo”, uno de los precursores del narcotráfico que me admiraba, no me cobraba por la cervecería consumida─,

 

a una joven de unos 25 años de rostro Ángelo-infernal que bailaba salsa como una tromba con su generoso trasero,

 

con la notoria característica de que no tenía en la cabeza ni un solo pelo, casi que tenía el cuero cabelludo lustrado, mientras a mí me rodaba por los hombros la pelamenta.

 

A ella le compuse, basado en lo que nos gritaba la gente por la Avenida Colombia camino del hospedaje,

 

la canción Cuál de los dos es la mujer que me interpretó Eliana la de Elkin Mesa.

 

Cada vez que me clavaba la mirada sentía que me quemaba, lo que me convenía porque ya comenzaba a sentirme aterido.

 

Una vez en el sitio de los acontecimientos recuerdo que me dijo, al verme dispuesto a despojarla de sus botas de callejera,

 

que sin desnudez de por medio iba a enseñarme lo que era el verdadero amor pasional carnal y sanguíneo, del que nunca me olvidaría porque llevaría siempre la marca.

 

“Procede según te lo dicte tu

 

 

 

 

experiencia rijosa”, le dije siguiendo el corte de la novela gótica que leía.

 

“Poeta ─me confesó─, pertenezco a la Orden de los Amantes Upirólogos, en la que fui iniciada durante un vuelo nocturno y te voy a compartir mi destino.

 

Acuéstate, hazte el dormido y apréstame la garganta”.

 

   

Miré su dentadura y los caninos eran normales, ni elongados ni tubulares.

 

Se apresuró a explicarme: “No temas que no voy a clavarte los colmillos, como nunca lo hizo ni siquiera el viejo Vlad Draculea, el empalador vengativo.

 

El método consiste en chupar la garganta, precisamente por donde pasa la yugular, hasta extraer la esencia de la sangre, que es lo que acrece nuestra fuerza, nuestra juventud y nuestro poder”.

 

Mientras ella se aplicaba a la succión continuada yo iba recordando los versos de Maiacovsky que me han servido para conquistar tanta incauta:

 

“Nena, no temas / que por mi cuello de toro / hayan subido mujeres

 

húmedas de viento sudoroso…”

 

El hecho es que sentí que quedaba seco, que mi cuerpo era un cañamazo de donde se erguía mi alma oscuramente divinizada.

 

Y en los ojos de ella pude ver el Aleph, y en el Aleph mis huesos, y en mis huesos otra vez el Aleph, como supuso el otro vampiro.

 

En pleno éxtasis, repetí ese verso de alguna nebulosa cultura antigua:

 

“Bebe mi sangre, amor, hazme feliz”.

 

En la mañana me miré en el espejo y no vi mi rostro pero sí un enorme hematoma negro en forma de boca en el lugar del cuello.

 

Desde entonces comencé a perder el pelo. No sé a cuántas personas he contagiado. ¡Ay, Carmilla!

 

2. La vamp

 

Desde muy joven quise ser escritor por sugerencia de mi abuela que no que-ría que trabajara,

 

pero no tenía sobre qué escribir porque no me había pasado nada y apenas si comenzaba a vivir los episodios que me sirven de tema en el escritorio de mi vejez.

 

Porque no puedo negar que voy para viejo, aunque sin ningún síntoma prematuro.

 

Tomo todos los días por lo menos media botella de lo que sea sin que el hígado se resienta, como chicharrones sin que proteste la gota, duermo con un lirón después de aplicarle su dosis, cuando estoy muy nostálgico me pongo a bailar la conga.

 

En esos tiempos de la prepa, como dicen los mexicanos, amén de la Biblia que a escondidas devoraba de cabo a rabo en la oscuridad del retrete,

 

sólo tenía ojos para las Confesiones de San Agustín, de Rousseau y de Casanova, la Vita Calamitarum de Pedro Abelardo y la Crucifixión rosada de Henry Miller.

 

Pensaba que el encabador de tinta Parker azul era sólo para plasmar testimonios en primera persona del singular y en presente de indicativo,

 

esos vívidos episodios vividos que todo

 

 

 

 

el mundo pensaría que eran pajudencia.

 

Me inicié pues en la literatura sensual

 

narrando mis aventuras manuales en la oscuridad del mismo retrete,

 

pensando en el taparrabos de Eva en el Paraíso y en la astucia de la serpiente,

   

en los senos como tiendas de Sulamita bajo las sabihondas manos del rey de las 700 esposas y 300 concubinas,

 

en el yatagán con que Judith terminara el orgasmo con Holofernes.

 

Y en la pomadita con que la pecadora sobara los pies del Maestro.

 

Ni qué decir que mi abuela me rompió esas mis primeras obras completas y hube de cambiar de tema.

 

Me pasé a la literatura urbana, a hablar del barrio obrero, del colegio de Santa Librada, de la familia Arbeláez y de la sastrería de papá,

 

y no me ha ido tan mal puesto que por ello hasta premios he recibido.

 

Lo que sí he seguido a pie juntillas es el consejo de San Nicolás de Tolentino cuando se me presentó en un convite de médiums,

 

de no expresar opiniones objetivas ni siquiera en las columnas de opinión que él mismo me consiguiera en los diarios.

 

Nunca me enseñaron en mis clases profundas de preceptiva a utilizar la tercera persona,

 

es decir a hablar por los otros que cómo voy a saber qué diablos están pensando. Lo que significa usurpar identidades ajenas.

 

Yo debía responder sólo por lo que podía jurar.

 

Por eso abro mi corazón como el tintero que he vuelto a usar desde que un virus benigno me borró del ordenador mis segundas obras completas.

 

Ahora uso tinta violeta y un empate de vidrio que me regaló Lili Blue.

 

Así debían trabajar algunos padres de la Iglesia sofisticados a quienes me propongo emular.

 

Pero en vez de aventurar opiniones sobre lo humano y lo divino como hacen mis impasibles colegas,

 

cuento lo que me ha venido pasando a medida que voy fluyendo. Porque eso es lo que me dicen en casa: Déjate fluir, papacito.

 

Días pasados hablé de mis amores con la vamp que conocí en el Picapiedra cuando el Grillo era el rey.

 

Ahora que el rey soy yo voy a contar el desenlace, esperando que mi mujer no me lea.

 

Carmilla, que así se hacía llamar mi deletérea pretendida, calva como una bola de billar a tres bandas, era una vampira sui géneris.

 

Como ni siquiera sonriendo se le veían pronunciados caninos ─antes bien, eran unas piezas de bien calcificada orfebrería odontológica─,

 

era lógico que no penetrara la aorta, que en mi cuello de tortuga resalta.

 

Se contentaba con succionar y succionar y succionar hasta extraer el súmmum, una especie de sustrato sanguíneo sin ningún líquido, un icor intangible, algo así como el alma del fluido cardíaco.

 

Una vez ingería la inmaterial sustancia se transformaba en un ángel de sumisión, dispuesta a acatar mis manieristas desvaríos venéreos,

 

haciéndome sentir un verdadero conde en el hospedaje.

 

Lo malo era el hematoma que iba del negro al púrpura y me impedía mostrar el lánguido cuello en las fiestas de sociedad.

 

Y a pesar de que han pasado 50 años de esa relación intangible, el cardenal persiste en mitad del cuello, a duras penas disimulado con una inconsútil tela imitación piel que me injertó el dermatólogo René Rodríguez.

 

Pero les ruego guardar la mayor discreción al respecto.

 

 

 

 

 

 

  

 

 

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