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COLUMNISTA

 

Pereira, Colombia - Edición: 13.016-596

Fecha: Sábado 17-12-2022

 

El profeta en su casa


Era lo único que no estaba previsto: que Colombia le terminara debiendo la paz a un nadaísta.

 

 

Por: Jotamario Arbeláez

 

La poesía es una apuesta contra el tiempo que la resiste. Media una diferencia entre el poeta que se levanta y el que se apresta a acostarse. Se comienza cantando con discordantes acordes. Se prosigue templando el tono y buscando nuevas motivaciones a la tonada. Cincuenta años han corrido desde que empecé a pretenderme heredero de los goliardos con este libro, apadrinado por el profeta que vino a reclutarme para marchar contra la ignominia. Recién se alzaba el nadaísmo en tierras negadas a la vanguardia. Cuba le daba en la cabeza a Goliat, y esa hazaña encendía la esperanza en el hombre nuevo. Allí, no solo se gestó la revolución, sino que desde Casa de las Américas se estimuló la irrupción de esa camada literaria que deslumbró al mundo llamada Boom.

 



Se nos dice que fue más el ruido que las nueces y que la furia. El mundo, y ni siquiera el país que nos habitaba, se iba a dejar cambiar así como así por la cháchara

 

 

 

apocalíptica de unos mozalbetes chisgarabises, así nos etiquetáramos como arcángeles vengadores. Se hizo el tránsito de la expectativa al incumplimiento. El profeta nos atizaba para el reclamo, haciéndonos sentir mensajeros de lo absoluto. Unos modestos ególatras en nada comparables a Maiacovski, quien con poemas de vanguardia remolcó el tren de la revolución bolchevique, y de esa revolución lo que queda son sus poemas.

“Somos geniales, locos y peligrosos”, así acuñó Gonzalo Arango la frase que iba a abrirnos las puertas del futuro, y lo que hizo fue franquearnos las de las cárceles por delitos de poca monta, y apenas si alguna vez por conspiradores. Posábamos de antisociales mientras llegaba el socialismo. Pero ni los comunistas no dejaban pasar, pues veían consternados que cada vez que insultábamos ferozmente y en la cara a la burguesía, esta nos invitaba a unos whiskies y nos publicaba el ludibrio. Nuestros versos al principio eran inconexos e incomprensibles, para contribuir a la confusión general, dadaísmos y borborigmos. Tanto que el poeta sacerdote Ernesto Cardenal, desde su monasterio de vocaciones tardías en La Ceja (Antioquia) me notificó que debía continuar con el aliento del poema El profeta en su casa*, y que a todo lo demás, abstraccionismos y tonterías, podía pegarle fuego. De poemas absurdos devinimos en poemas sociales despolitizados. No hicimos la revolución con nuestros poemas, pero revolucionamos la poesía. Después de nuestros cantos nadie en nuestro país volvió a cantar como se cantaba. Y de lo que se trataba era precisamente de eso.

“Sólo por la poesía hace el hombre de esta tierra su morada”, nos sopló a tiempo Hölderlin y a ello nos aplicamos. Con
poemas y con el gesto poético que

 

 

 

nos mantiene vigentes hasta en la tumba. Con seguridad que ya no escribimos como empezamos, porque si el mundo no cambió mucho, mucho sí cambiamos nosotros. Sin perder con el pelo el humor ni la irreverencia.

“¿Hasta dónde llegaremos?”, se preguntaba el profeta en su primer manifiesto. Y se respondía: “El fin no importa desde el punto de vista de la lucha. Porque no llegar es también el cumplimiento de un Destino”. Y, pasado más de medio siglo de airrupción nadaísta y del triunfo de la revolución, llegamos a Cuba con nuestros primeros poemas, para ser publicados en la Colección Sur, que dirige el poeta Alex Pausides, mientras un nadaísta confeso, Humberto de la Calle Lombana, sorteando toda clase de zancadillas y torpedos del guerrerismo, maneja la mesa de paz en La Habana, a ver de poner fin a la guerra con la guerrilla. Era lo único que no estaba previsto: que Colombia le terminara debiendo la paz a un nadaísta. Y, desde luego, al país del caimán barbudo.

 

 

 

 

 

  

 

 

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