Coqueteando con la parca
De paseo por la campiña
Por Jotamario Arbeláez
Nunca pensé que iba a alcanzar una edad tan avanzada que la muerte
–que como las demás mujeres fatales poco me determinaba–, comenzara
a hacerme guiños por la ventana,
consistentes en mostrarme, antes de que aparezcan en la prensa, las
imágenes de los amigos que se va llevando.
Cada uno me sugiere con la mano el limpiaparabrisas de la despedida,
la V de la vidorria y el pulgar levantado por mi permanencia en la
estancia.
Ya van siendo legión en los últimos temporales, no por crueldad como
con los accidentes de los jóvenes de antaño, sino por el
consiguiente desgaste de la maquinaria, la fatiga del metal, como se
dice de los aviones exhaustos.
Y lo peor, o lo bueno, en mi caso, es que no tengo ningún quebranto
de salud que me obligue a ponerme mosca. Tomo una grajea para el
corazón que cada día me late mejor, como mis dos perros. Creo que
mantengo la salubridad de tanto decir levantando el vaso ¡salud!
Camino con mis canes por la campiña silbando la Marsellesa mientras
ellos ladran a dúo, leo sin sobresaltos el Necronomicón, el Tibetano
y el Egipcio que no salen de mi mochila, deleito mis papilas con
escoceses de 12 cumplidos, rememoro las aventuras eróticas que me
quedaron sin el disfrute.
Sólo he perdido las amígdalas, las cordales, el apéndice y la
próstata sin desperfectos que lamentar. Para no hablar del frenillo
del prepucio en la prehistoria. Mantengo la capacidad para cumplir
con todos los ejercicios espirituales y físicos propios del alma y
el cuerpo de un occidental con agallas.
Y todos los días elevo al Señor de los cielos y de la tierra
prometida que me ha permitido habitar, oraciones con mucho hielo.
Lo único sensible en medio del paisaje que habito al pie del cerro
de Iguaque, donde según la mitología muisca comenzó a poblarse el
mundo a partir de Bachué y su hijo,
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es que mi entrañable compañera me ha taponado sus entradas al
paraíso terráqueo, para que no vaya a ingresar exhausto al Empíreo,
que es donde están las once mil bellezas que me quedan por
disfrutar.
Como el acomplejado Marqués de Sade en su celda de la Bastilla,
escribo de los placeres nunca vividos, pero que percibí en tantos
manuales, sobre todo en los suyos.
Me he quedado, pues, sin el pan y sin el queso, que era lo que más
me gustaba. Con el pene pene que pene. En la evocación minuciosa de
todos y cada uno de los agujeros de ratón por donde me fue concedido
meter el pico. Que ahora sólo es el pico de la mirándola. Y
esperando que no se vaya a soltar la trampa sobre mi cabecidura.
Desempolvando los tomos subrayados de la morboteca, repasando la
peliculiadera del Internet y practicando el sexo a distancia a
través de la mente invasiva y, si esta tiene interferencias, por
video-llamadas seguras.
Para eso subsisten y se presentan a cada momento las fans
electrónicas que no se acoquinan con nada. Las que ejecutan todo lo
que el ídolo les indica.
Me paso de coqueto y hasta de irreverente con mis dos manos. ¡Qué
culpa! Así quedé después de leer, cuando niño, El cantar de los
cantares que me regaló mi papá.
Fantaseo. Es sólo que estoy ensayando mi poética consagración a las
artes del sexo, como ya lo hizo mi amigo Sandro Romero con su
anfiteatral Consolación de la pornografía. Pero sin caer en el
erotismo.
Pornografía pura, para no morirme muerto de ganas.
Me refería a las recientes partidas
de mis amigos, contados el poeta
Jaime Jaramillo Escobar,
al que se conocía como X-504,
quien me dijo que la vida
había que consagrarla a engañar al
diablo y despistar a la muerte,
y me enseñó todos los
poemas que le había hecho para
tenerla quieta:
“La Muerte me coge el pie,/
yo la cojo del cabello; / si se queda
con mi pie, / me quedo con su
cabeza”.
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Fernando Guinard, quien me invitó a preparar el libro El espíritu
erótico, con pinturas y poesías que enseñaran que el espíritu era
quien manejaba el carro del desenfreno de los cuerpos desanimados.
Montó el Museo de Arte Erótico Americano con su joven, hermosa y
espigada compañera Emilse Rivera, quien le diseñaba la también la
excitante revista Ojos, émula de Soho. Y le mantenía, con sus
cuidados, al resguardo de la parca cuando le picaba el ojo.
Allí publiqué todos esos trasuntos pecaminosos que reuniré en el
volumen Tras Eros.
No le temo a la muerte, que por algo es una deidad femenina que
debajo de su túnica negra debe tener buena pierna.
Me he familiarizado con ella y la convido a mis paseos vesperales
emocionales, la mano en el culo.
Avanzamos ambos con nuestros cayados, en completo silencio.
Sólo mis perros Dina y León se muestran algo cabreados aunque no
creo que la vean pero debo vigilar porque no la muerdan. Qué tal una
muerte con peste rabia.
Cuando llego a la tienda del camino y pido mi scotch, desaparece
como por ensalmo. ¡C´est la vie!
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