Retrato del
nadaísta cachorro
Por: Jotamario
Arbeláez
Me dicen
que desde joven fui perro
Ahora que llego a los 80 en el plenum de mis facultades mentales y
en el summum de las restantes,
me percato de que antes de ser nadaísta fui niño, y fui adolescente,
y fui joven, todo un cachorro.
En ese proceso, adelantado en un barrio popular pero pleno de
encanto, en una ciudad que se levantaba de sus cimientos contra los
gobiernos de turno, fui madurando para la rebelión,
estimulado por el ejemplo del Espartaco de Stanley Kubrick
interpretado por Kirk Douglas –quien acaba de morir de 103 años–,
en la cual me empeñé con fogosidad con las piedras de la palabra
mientras que en las horas del reposo del guerrero la pasaba de lo
más bueno con Marlén mi modelo y Blanquita, “La petí-putá”.
Le agobiaba al niño que fui levantarse en una pobreza discreta y en
medio de una violencia despiadada que cada noche descabezaba decenas
de colombianos, sobre todo en el campo.
Todas las mañanas cuando madrugaba a lavarse los dientes para evitar
que en la escuela le dijeran que tenía aliento de perro muerto,
recordaba que el país estaba en estado de sitio sin saber que
mierdas quería decir eso.
Y lo mismo cuando hacía las tareas en la mesa del comedor de la
casa, dibujaba caballos conduciendo a ladies Godivas, practicaba la
letra Palmer, aspiraba a aprender a multiplicar los panes y a
dividir los peces entre los pobres,
mientras a su lado su padre pedaleaba cosiendo los vestidos de paño
de su clientela y en la pieza de la mamá estallaba el berrido de
otro hermanito.
El ir de la casa a la escuela de los siete a los doce años, por las
mismas calles del barrio a encontrarse con los mismos condiscípulos
y profesores era por lo menos aburridor.
Pero decía la vox populi que así se aprendía a vivir, y que la vida
era la mejor herencia que le podían dejar a uno los padres, más la
pizca de educación.
El solaz se encontraba acabando zapatos en partidos de fútbol en
media calle, matando con caucheras palomas torcaz en el parque San
Nicolás, asistiendo a las películas de Flash Gordon y Laurel y Hardy
el Gordo y el Flaco,
dándose en la jeta con el que le tocó la cara tildándole de marica,
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yendo en la
bicicleta a conseguir novias de senos en botón a otros barrios
lejanos.
En la casa le
cascaban casi todos los días con una correa por cualquier falta
imaginada o real y en la escuela con una regla en la mano por
cualquier desliz indisciplinado.
Así se fue templando el mocoso para resistir los embates de la
independencia cuando llegara.
Menos mal que se fue de la casa despuntando la veintena al cuarto de
una modelo de su misma edad
de la cual vino a enterarse 25 años más tarde de sus propios labios
confesionales en la terraza del Empire State, que sostenía a su bien
amado y bien aventurado poeta con el éxito de su pompis.
Mientras que él –o sea yo– se empeñaba con una Hermes Baby sobre una
caja de madera, mediante la palabra poética e iracunda, en tratar de
salvar el mundo del cual apenas conocía cuatro calles.
Se sentía todo un mensajero de las divinidades amparado por la nena
de sus desvelos.
Antes de meterse en la poesía la vivió en carne propia sintiéndose
un delincuente juvenil, un rebelde sin cauda, un llanero solitario
sin caballo por las aceras, un apaleado, un mufado, un joven
iracundo, un iconoclasta,
cuyo único acto de violencia consistía en apretarse los barros de la
cara sin compasión.
A los afanes revolucionarios le metió el hombro al mismo tiempo que
al existencialismo devastador y al surrealismo que predicaba que
“debemos comportarnos como si estuviéramos realmente en el mundo”,
y a la llamada yerba del desapego con la cual lo que hizo fue ir a
parar al budismo zen.
Y para acabar de completar, unos maestros perfectos de la cuerda de
Jesucristo, a través de unas sospechosas comunicaciones mediúmnicas
con la Ouija,
terminaron por ofrecerle en canje por la eternidad con vista al
Señor que ya tenía de un hilo,
el paraíso en la tierra contemplando las huestes angélicas en medio
de sus lectura herméticas, del sexo tántrico y de las bebidas
espirituosas.
De eso nuestro héroe ya ha hablado bastante en crónicas de prensa
por 40 años, en sus antimemorias Nada es para siempre, de las cuales
este es un introito, y en los 13 tomos de Los días contados, en su
mayoría todavía inéditos.
Utilizo una especie de género transgenérico suigéneris, sacrificando
el verso por el versículo a imitación del Espíritu Santo, en piezas
que participan del cuento, el poema, el diario, la crónica. Lo
propuso en el año 60 nuestro poeta Amílkar Osorio, confundador del
nadaísmo, con el nombre de Naditación.
Ha querido el señor editor de Sial Pigmalión anticipar cómo fue la
niñez caleña de este angelito. Pues bien, la entrego en este libro
parodiando los títulos de Joyce y de Dylan Thomas en paralelo
trance, Retrato del nadaísta cachorro.
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