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COLUMNISTA |
Pereira, Colombia - Edición: 13.028-608 Fecha: Sábado 14-01-2023 |
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Jotamario Arbeláez
El aviso en la puerta
En la puerta de la casa de la carrera cuarta número 20-60 hay un aviso de hojalata azul con letras blancas en altorrelieve que dice: “Se venden pantalones de paño para niño”.
A granel acuden las madres, y mi padre les toma a los pilluelos con el metro que carga a manera de estola las medidas de la cintura, de la corta entrepierna, y de largo hasta la mitad del muslo.
Son los tradicionales pantalones cortos que se usaban en Antioquia hasta entrada la adolescencia y que en Cali están en desuso,
pues los niños a partir de los siete se niegan a entrar en ellos.
Mi padre toma las medidas mientras las madres sostienen a los hijos que patalean.
Ellos me piden que le diga a mi papá que los haga largos.
Papá por qué no los haces largos que mis amigos me piden que te diga por favor que los hagas largos,
y él me convence que no puede porque esos pantalones los corta y confecciona con los retazos sobrantes de los vestidos que hace para los grandes.
Cuando no llegan clientes, papá se las ingenia para hacer de todas maneras pantaloncitos cortos con medidas imaginarias, con cargaderas cruzadas
y las braguetas con cuatro botones, pues la moderna cremallera ha resultado un peligro para los prepucios de los pequeñines que no usamos pantaloncillos.
Es el muestrario con que deslumbra a las señoras cuando arriman a vestir sus “culicagaos”.
Muchas veces los compran hechos o con ligeras reformas en el largo o en el talle,
alejándose de la ventaja principal del sastre de postín, que es el de sólo ofrecer el producto sobre medidas a su
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clientela de príncipes.
Desde “el burro” en que estoy sentado sobre la gran mesa de cortes,
veo a papá todas las noches trazar con tiza sobre el paño y cortar con las enormes tijeras las piezas diminutas para vestir a la gente menuda.
Él entretanto me cuenta sus aventuras por los pueblos de Antioquia, llenas de duendes y de brujas que lo asaltaban en los caminos, hasta que me voy quedando dormido.
Despierto ya con ocho años cumplidos y sigo asistiendo a la escuela de San Nicolás y participando en los juegos de bolas de cristal y en los partidos de fútbol y aún en las peleas a la salida de clases a la vuelta de la iglesia,
con las piernas cubiertas de vello a la vista, para mofas de los condiscípulos, todos ellos con pantalones largos pero de dril, un material barato y nada elegante.
Curiosamente, la mayor clientela para los pantalones cortos son los hijos de uno de los policías de la estación cercana,
el mismo que le da bala al balón cuando nos sorprende jugando un partido en el Pasaje Sardi
o al pie de la estatua de Ignacio de Herrera en el parque de San Nicolás.
De modo pues que, por el barrio, andamos dos tipos de chachos bien diferenciados,
los de pantalón de dril largo que se las tiran de hombres hechos y derechos
y los de pantalón de paño corto “de ese papá de Arbeláez”, con la mirada baja por la vergüenza de que nos vean las intimidades salientes como son los vellos hirsutos,
mientras aún se nos considera proyectos de hombres.
Los primeros ya asedian a las niñas ─como la bella Olga García─ que dan vueltas los domingos al parque de San Nicolás y hasta las llevan de gancho,
mientras los segundones, montados en el inmenso árbol del centro chupando pepitas rojas arrancadas de los arbustos de coca, los vemos pasar con envidia.
Si me aprendo una poesía de Julio Flórez para recitar en la escuela el día de la madre y si gano segundo de primaria con el señor Paz,
mi papá me ha prometido “largarme los pantalones”.
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Y ya con pantalones largos de paño, comenzará a tomar otro perfil esta biografía.
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