El enfermo ingrato
Por: Jotamario Arbeláez
Abuela parió dos hijos y dos hijas, de dos machos distintos, nacidos
en Rionegro, Antioquia, donde se firmó la añeja Constitución del 86.
Del primero, Pacho Martín, tuvo a Jesús Antonio, padre nuestro que
estás en los cielos, y a Albertina, “Tinaja”, como se le decía con
cariño;
del segundo a Emilio, “Güevillo”, y a Adelfa, “la vieja Chana”.
Las dos mujeres desocuparon hace muchos años, como padre, madre y
abuela, llevándose a la tumba el deseo de leer esta cháchara,
de la que desde 1970 vengo alharaqueando.
Incluso por esa fecha el editor argentino don Carlos Lohlé, quien
publicara Obra negra de Gonzalo Arango y El amor en grupo de
Humberto Navarro,
me compró la idea y me adelantó unos cuantos peniques usa,
sorprendiéndole la muerte dos años después cuando le dije que iba
por la página 12, por ésta.
Don Santiago Isaza, fotógrafo de profesión y gerente del teatro
Colombia,
sito a la vuelta de la Avenida Colombia, cuya casa era el segundo
piso de la sala de cine,
entabló relaciones maritales con la señora María, quien de anterior
coyunda tenía un hijo algo neurótico, al que llamaremos Luis Torres,
como en realidad se llamaba.
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Este joven perdió el seso por Albertina en un viaje a Rionegro, y
sufriente se lo contó a su mamá,
quien se pasaba la vida en una silla de ruedas leyendo espantada la
Biblia por la corrupción que narraba,
y ésta se lo transmitió a don Santiago en tono tan lastimero,
que el don mandó por ella en un carro y cuando llegó se casaron de
vestido blanco.
La abuela Carlota, que no se quería desprender de su mona adorada,
pero que cedió a la presión del destino, quedó echa un pozo de
llanto,
y ante las noticias de la desertora vía
Telecom de que
Cali era un paraíso, donde había trabajo abundante en el ramo de la
sastrería, que dominaban los Ramos recién llegados del Ecuador,
y en Rionegro la
cosa estaba peluda para los bastardos, como les decían,
y mi padre ya era un profesional de la hebra, fogueado en varios
municipios a los que viajaba al galope con su instrumental
sartorial,
decidieron descolgarse desde el valle de Aburrá hasta el Valle del
Cauca, a lomo de mula,
dejando a papá al cuidado de la ardiente concubina que frecuentaba,
porque estaba enfermo de tifo.
El tifus exantemático es una enfermedad contagiosa, que él habría
contraído de tantos viajes a caballo por las veredas, donde lo
devoraban piojos y pulgas,
pero la querindanga de papá no se le desprendió un minuto durante el
mes que estuvo presa del mal y era requerido por su madre y sus
hermanos,
sobre todo por Emilio, que había ingresado como aprendiz en la
sastrería de don Luis
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Ramos y Zoila Raza,
y le contaba que éstos tenían una hija de 16 años que era la
obsesión de todos los pichones de sastre, y que estaba pintada para
él,
tanto que de tanto
que le había hablado a
ella de él, ella se
mostraba dispuesta a esperarlo. A él, que no se muriera, que se
levantara y viniera.
Pero Mariela, como se llamaba esa moza de 30 y pico que lo cuidó a
expensas de contagiarse,
durmiendo a su lado en su propia cama, suministrándole a sus horas
el cloramfenicol formulado,
haciéndole sobijos en las articulaciones que le dolían,
quitándole los escalofríos con abrazos,
limpiándole los residuos de la tos con besos,
bajándole la fiebre con fricciones acariciantes,
cuidando que no se le cayeran los dientes,
rezándole a los ángeles cuando le entraban el delirio y el estupor,
entregándole las cartas de su hermano que le resucitaban al leer la
descripción de la preciosa doncella ecuatoriana que la vida le tenía
reservada,
ella, no se resignaría así como así a que su chinche se muriera o se
fuera.
Pero tan pronto como sintió algo de alivio -por algo puedo contar el
cuento-,
en un descuido de Mariela se puso los pantalones, se subió a su
caballo, y tomó rumbo a Cali a toda carrera.
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