Cecilia
Florián, inquilina
Por: Jotamario
Arbeláez
La memoria
involuntaria me recupera otro lampo de infancia con la presencia ya
sin sombra de Cecilia Florián,
amiga del alma de la casa,
quien llegó con su timbre de bogotana a alquilar la pieza de atrás
frente al patio de la gallina que ponía con desgano el huevo del
desayuno.
Había que ver las finas maneras de sus manos sin una peca
con las que reforzaba la conversa que fluía de sus labios con un
brillo que aplicaba con el meñique para evitar que se resecaran
y la balaca de qué colores que surcaba su pelo terminada en un moño
con dos puntas lanceoladas.
Se bañaba por lo menos todos los días
quejándose de la falta de agua caliente
y era blanca como la leche recién hervida.
“Pero para qué agua caliente -le decía mi mamá-, con este solazo.”
Llamaba baño al inodoro y a mi abuela sumercé linda,
algo exótico para antioqueños asentados en la Sultana del Valle.
Nos hacía visita en la sala con todo y su carterita y mientras yo la
miraba ponerse rubor en la cara y cruzar las piernas
les contaba a mi abuela y a mi tía y a mi mamá sus proyectos de
ahorrar trabajando en la platería adonde había llegado recomendada
por un político
para viajar a Panamá a comprarse un radio de onda corta que
sintonizara música clásica de cualquier parte del mundo donde la
estuvieran tocando.
Era devota de Vivaldi, de Puccini y del gran Caruso. Se había
sentado al piano como estudiante y se había levantado del butaco ya
profesora. Pero había decidido empeñar el piano para venir a
instalarse en Cali.
Las veces que se
sentó con nosotros a la mesa del comedor
antes de tomar los cubiertos sus dedos divagaban tecleando el aire.
Bajo el agua fría de la ducha cantaba tiritando sus óperas
preferidas.
Se gastaba una
hora en el cepillado de sus dientes que dejaba como si fueran de
leche
y otra hora en sacarle relámpagos azules a su peinado negrísimo.
Sus batas con
enaguas hasta abajo de la rodilla eran impolutas
y daba gusto verla
andar con un pañuelito
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de encajes
soportado por el pulso de su reloj de muñeca con cadenilla,
y era dulcísimo verla subir las medias hasta las ligas en el espejo
de su pieza entreabierta.
Sus zapatos de tacón alto sonaban sobre el enladrillado del corredor
como si su cuerpo pisara música,
y su garganta y antebrazos eran como la leche cuajada.
Todos los días leía su suscripción de Clarín, periódico amarillo
donde sólo daban cuenta de asesinatos atroces.
Nos hablaba de Bogotá como de una ciudad rajada por los tranvías,
donde el frío habitaba en todas las casas,
y el cielo encapotado se sostenía en la punta de miles de paraguas
portados por sombreros y gabardinas.
Una de esas visitas le confió a mi tía Adelfa con esa delicadeza que
la volvía transparente
que estaba enamorada de alguien que había conocido haciendo sus
apuestas en el hipódromo de Techo,
que era todo lo contrario de ella pues vivía en Cali
y hasta aquí se había desplazado en su búsqueda porque sin él para
qué la música ni la vida,
y le pidió permiso para vivir con Luis el mecánico que trabajaba en
un taller del barrio Versalles
y ella le dijo: “Mira rola,
cómo vas a vivir en una casa decente con un hombre que ya es casado,
mosquita muerta santurrona,
quien te ve con tanto melindre.”
Es mi recuerdo más vivo del color rojo la cara de Cecilia Florián en
ese momento.
Pero Jorge Giraldo intervino con un mirlo en un dedo que enseñaba a
cantar boleros
y zanjó el asunto diciendo que viviera con quien quisiera que en la
casa de un liberal no se ponen con pendejadas a la hora de destender
una cama
o vos qué decís Jesús -dirigiéndose a mi papá que se descosía
pedaleando-
pero pagara más arriendo.
Y así llegó a la casa de San Nicolás el mecánico precedido por el
ladrido de su perro,
dijo que se llamaba Luis, Franco, creo,
y me bautizó “Tangüetico” burlándose de la media lengua de mis
palabras
cuando le dije
siéntese en este tangüetico arrimándole un taburete.
Llegaba con las manos engrasadas de noche
y se las fregaba
en el lavamanos del comedor primero con una barra de jabón de la
tierra para quitarse la capa untuosa
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y después con una
de jabón de restregar pisos con estropajos y esponjillas de alambre
y después con una pasta de jabón fragante
pero de todas maneras al final de tan arduo refriegue que duraba dos
horas le quedaban negras las uñas.
Y otra hora consumía Cecilia lavando el lavamanos que había quedado
negro como las manos del mecánico.
Cecilia continuaba con su argentino trabajo
toda blanca como la leche recién cortada
y a Panamá no viajó nunca.
Nos seguía leyendo Clarín y por él supimos
de los asesinatos en serie del doctor Nepomuceno Matallana,
del asesino de El Parnaso que era un hombre negro y descalzo con
camisa y pantalón blanco
y la historia de Teresita la descuartizada.
Después de lavarse las manos él rechazaba las vitaminas que ella le
ofrecía de un frasquito diciéndole qué cuentos de “jetaminas”
Cecilia a mí dame tacos.
Se encerraban con llave toda la noche y no se oía ni un susurro
pero todos sentíamos que Luis la estaba engrasando y atornillando
y manchando esa piel que era toda blanca como leche que se derrama.
Cuando se le apagaba el motor roncaba como un bendito.
Siempre al final de todo cantaba el gallo
que el obsequioso Jorge Giraldo le procuró a la gallina que ponía
desganada el huevo del desayuno.
Por ella la chiquita de la casa se llama Cecilita
y mi mamá la conservó 47 años en un portarretratos de cuero de
cuerpo entero
-hasta que le suspendieron el suero-.
Puede ser que el aceite y el agua no se revuelvan, pero durante un
año prosperó la mezcla de la grasa y la leche. De la ordinariez
royendo la delicadeza.
Hasta que un día la mujer de Luis el mecánico vino a la puerta,
Recriminó a mi tía Adelfa por convertir su casa en un alcahueteadero
donde atrapaban hombres casados,
y se llevó a Luis el mecánico sin lavarse las manos en un carro
destartalado,
ladró el perro en sus brazos y él me dijo “Adiós Tangüetico”.
Supimos por Clarín que Luis había tenido un misterioso final de
página roja.
Cecilia Florián
murió a los dos años de haberse regresado para Bogotá
de un chiflón
maligno que la azotó en Chapinero.
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