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COLUMNISTA

 

Pereira, Colombia - Edición: 13.041.621

Fecha: Martes 14-02-2023

 

Travesuras en el parque

 

Por: Jotamario Arbeláez

 

El parque de San Nicolás está enmarcado por la iglesia y la escuela del mismo santo por la calle 20, el teatro San Nicolás en cuyo segundo piso funciona el bailadero Moroco, los billares de Cuco, el alquiler de bicicletas y el Sindicato Ferroviario del Pacífico por la 19;

la pastelería, la casa de los Brión y el café Regina por la carrera sexta;

la droguería, una peluquería, una larga casa misteriosa y un expendio de leche y jugos por la quinta.

Está dividido en segmentos triangulares de prado resguardados por arbustos de coca, de los que chupamos las pepitas rojas hasta anestesiar las encías.

Los pasillos enmosaicados tienen bancas de piedra que ostentan relievadas en una placa de mármol el nombre de cada empresa donante.

Enraizada en el segmento de pasto que da a la quinta hay una enorme ceiba donde solemos encaramarnos a contar cuentos.

Frente a la iglesia se cuadran los taxis de la flota. Hay una caseta que recibe las llamadas en solicitud de servicio. Los expectantes choferes juegan parqués mientras hablan de fútbol, de putas y de política.
 

En el ruedo central a veces nos citamos los peleadores de la escuela, cuando está ocupado con otras broncas el costado de la iglesia de San Nicolás.

 

Los domingos desde las siete de la noche las parejas se toman el parque. Dan vueltas con los brazos de gancho al son de las luces de las farolas. Todo es un murmullo de acoso.

 

 

 
Los de la barra asistimos a ver muchachas, que a su vez asisten en grupos a que las vean, vestidas a la usanza más seductora,

pero somos tan tímidos que en vez de acercarnos a entablarles conversa nos limitamos a buscar la forma de tocarles el culo con disimulo.

Lo cual ha ocasionada que terminemos, si nos va bien, víctimas de una dulce cachetada de la muchacha, y si nos va peor, con un ojo negro por la trompada del novio o el hermano de la dueña de la nalga comprometida.

El personaje del parque es el embolador, que se cubre la calva con una boina.

Mantiene en su caja una bolsa de arroz que arroja a las torcazas y éstas se le posan en los hombros y la cabeza. Él tiene una forma de currucutear que pone a llorar de amor a las tortolitas.

A veces lo vemos desde lejos fumar un cigarro delgadito que maneja con las yemas de índice y pulgar y le deja los ojos rojos.

Entonces echa a correr alrededor del parque perseguido por las torcazas, portando en la mano la caja y bajo el sobaco la banqueta en la que se sienta.

 

A las seis y media de la tarde, cuando comienza a oscurecer debajo del árbol, llega a hacerse lustrar “La Negra”, a la que se comen los de la barra de la 22. Es alta, despeinada y arrebatada.

 

Cuando camina, si uno la ve que llega, a cada paso manda adelante el hueso de la cadera correspondiente, y si se le mira yéndose desde atrás, una nalga le sube mientras la otra nalga le baja.

 

La falda a su vez oscila de acuerdo con el ritmo de su meneo y el acoso del viento que la persigue.

 

Víctor Mario y yo desde el árbol y Vitatutas y Mañosca desde la caseta de la flota, espiamos cómo el eminente lustrabotas,
 

 

 

en lugar de lustrarle las botas, le mete la mano embetunada falda arriba a brillarle lo que sabemos, porque lo que sabemos es que la desvergonzada no usa calzones.

Yo prefiero no mirar y alzo la vista hacia el balcón celeste del edificio del Sindicato Ferroviario, por si de pronto aparece la niña de mis ojos Olga García, encendiendo las luces con su traje de colegiala.

Pero nunca aparece.

 

 

 

 

 

 

  

 

 

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