La llegada
de San Nicolás
Por: Jotamario
Arbeláez
Hay conciliábulos
en el interior de la iglesia.
Los señores del barrio van llegando, se reúnen en el atrio, se
persignan, atraviesan la nave central, se santiguan, penetran al
altar conducidos por el sacristán de traje blanco con rojo, invocan
a la santísima trinidad,
y de allí derivan por una puerta lateral hacia el despacho de la
casa de todos, la del cura. Los complotados del Señor, me parece.
He visto entre ellos a mi papá con su traje de paño y el ala de su
sombrero caída sobre su ojo derecho y se me hace extraño, ya que él
es remiso a todo lo que tenga que ver con la trascendencia.
El señor Perlaza, director de la escuela, asiste con todos los
maestros puntual a las reuniones.
También los dirigentes sindicales y políticos de los dos partidos.
No me extraña ver a don Sixto, que es conservador y devoto de Cristo
Rey, pero ahí viene el doctor Rosales, que es gnóstico. Aquí hay
gato encerrado.
Pasados unos meses se desvela el misterio.
Reunidos en la plaza todos los feligreses convocados a través de
bandos, vemos descender por el azul del aire, suspendida de fuertes
cables de acero a un helicóptero de las fuerzas armadas,
una inmensa estatua de San Nicolás con la diestra sosteniendo un
báculo altísimo y la
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izquierda alzada
con índice y corazón abiertos a manera de V,
lo que según los
exégetas crísticos significa “entre mil y mil”,
Tal como vemos en
la imagen del Corazón de Jesús.
Es una escena
aérea que veré repetirse cuando sea ya un ateo profesional en una
película de Fellini.
Se dice que proceden de Alemania, tanto la estatua monumental como
el santo viviente que la interpreta, quien será testigo de su
perpetua imposición entre las dos torres.
Ya de Alemania habían venido los seis relojes sufragados también por
colecta para los ojos de buey de las torres, que volarán en pedazos
y quedarán marcando y tocando para siempre la una de la mañana,
a partir de la explosión de los camiones de dinamita que en la
estación del tren varios años después parquearán unos militares.
Están todas las fuerzas vivas de la ciudad, como suele decirse, el
obispo, el alcalde, el comandante del batallón Pichincha;
está el contratista que recibió la colecta de todas las familias del
barrio y está el propio San Nicolás con una barba postiza que se le
cae.
Mientras los obreros pasan de sus andamios a asegurar con cemento la
pieza sobre su base, con acento entre alemán y antioqueño el santo
pronuncia:
“Aquí les dejo mi imagen para que les proteja de todo mal y
peligro”.
Yo pensaba que se trataba del italiano Nicolás de Tolentino, del que
es devota la abuela,
Vitatutas dice que es el equivalente al Papá
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Noél de los alemanes y al Santa
Claus de los neoyorkinos que traen regalos,
pero termina
imponiéndose la tesis de Víctor Mario de que el inmigrante es
Nicolás de Bari, obispo de Mira, en Asia Menor, quien
sufrió persecución
bajo Diocleciano.
Ramiro expresa que
le suena que estos dos últimos son el mismo.
Escruto la
escultura con ojos críticos. Es puro mármol colombiano que he visto
en los talleres de Relieves Farves, la empresa que construyó las
bancas del parque. Algo me dice que nos han metido gato por liebre.
Encaramado sobre
los hombros de la estatua del patricio Ignacio de Herrera,
Víctor Mario apunta con su cauchera y acierta con un guijarro
entintado en el ojo derecho del santo, que se conserva azul por
algunos años, hasta que la mancha de esta saludable protesta es
borrada por la acción correctiva de la intemperie.
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