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COLUMNISTA

 

Pereira, Colombia - Edición: 13.044- 624

Fecha: Martes 21- 02- 2023

 

La primera comunión

 

 

Por: Jotamario Arbeláez

 

Mi papá me toma las medidas para el vestido de paño negro de la primera comunión. Mi mamá me ha mandado hacer la cinta bordada. Mi abuela me ha comprado la vela.

Aunque no estoy muy convencido de la autoridad de la iglesia, me perturban los sacramentos, que me parecen actos mágicos.

Ya fui bautizado en espíritu santo y agua, y me regalaron tres copas de plata de Ley 0.900 marcadas Jotamario, como me llamaré después para los poemas.

Ya me hicieron la confirmación, cuando mi padrino el "mono" Merejo ratificó ante la madre iglesia mi condición de cristiano contraída en el bautismo.

Acabo de confesar lo que mis compañeros de la barra consideraron mis pecados mortales ─que llevaba apuntados en un papelito─,

y el cura me impuso como penitencia un reguero de padrenuestros y avemarías, supongo que por mis curiosidades sexuales. Todo en la iglesia de San Nicolás.


De modo que estoy listo para recibir mañana la sagrada forma, ingerir en la Eucaristía el cuerpo del señor Jesucristo y allí mismo comprobar si existe o no existe.

Si existiere, con seguridad que mi espíritu alborozado me llevará un día a experimentar como siguiente sacramento la ordenación sacerdotal,

para andar por los continentes como un soldado de Cristo catequizando toda clase de infieles,

o para retirarme del mundo a vivir como los hombres ebrios de Dios sobre una columna.

Si me fallare en el cuerpo la sensación divina, y compruebo que Dios existe menos que yo, de ninguna manera me embocaré por el matrimonio,

 

pues ningún ser se puede ceder de manera exclusiva a otro a perpetuidad, en un mundo donde nada es para siempre y donde tan sólo es real la apariencia.

Y un día, a la hora de la muerte, tal vez apenas por curiosidad o para no correr riesgos innecesarios,

 

accederé a que el sacerdote se acerque a mi lecho de moribundo y me aplique la extremaunción con los santos óleos.

 

Alguien me dijo que así habían hecho con Rimbaud durante sus últimos días de Marsella. Picuenigua me hará la fiesta.

 

Anoche no pude dormir. Desde la playa donde han vivido siempre mis sentidos alerta, percibí que los cielos se abrían de par en par para darme acceso.

 

   

La Virgen no me miraba con buenos ojos, pero miles de ángeles me rodeaban, todos con el rostro de Olga García.

 

En mi cerebro no circulaban pensamientos sino rayos de luz.

Por un monte subían Dante y Virgilio, que al acercarse se transformaban en Víctor Mario y Vitatutas vestidos de diablos, manejando unas bicicletas aéreas.

Al hacerles señas de que se retiraran, me hacían con los dedos señas de burla y me decían que en la tierra me estaban necesitando.

No me quedaba más remedio que apagar la luz perpetua para no verlos.


Me pegaron un baño de mil demonios, con un estropajo jabonoso por todo el cuerpo que me dejó la piel de seda.

No me dieron desayuno porque había que recibir a Cristo en ayunas.

Me vistieron con parsimonia. Me aplicaron la cinta en el brazo, abajo del hombro.

Tomé el cirio como un cetro. Y partí para la iglesia con el ánimo de un cruzado a rescatar el Santo Sepulcro.

Pasé por las casas de los impíos Vitatutas y Víctor Mario, que seguían con las mismas caras del sueño, y ahora me silbaban desde sus ventanas haciendo burla de mi bienaventuranza.

Vi que se dirigían hacia el palo de mango.


En la iglesia me hice en la fila con los demás compañeros que se iniciaban. Escuchamos la misa de pe a pa.

Llegó la hora de la elevación y todos caímos a tierra, hincada una rodilla sobre la alfombra roja.

El sacerdote de preciosa sotana alzaba en sus manos al cielo el disco sagrado. Operaba el misterio de la transubstanciación. Nos preparamos para el sacrificio.


La fila avanzaba lenta y como entre nubes. Me empecé a sentir liviano pero molesto. Tenía la boca reseca y en vano trataba de humedecerla con la lengua aún más reseca.

Nos habían prevenido del pecado que era masticar la hostia, casi tan execrable como escupirla.

Y se decía también que a quienes trataban de comulgar sacrílegamente (sin confesión o habiendo pecado entre ella y la comunión) la hostia se les volvía de cuero y era imposible pasarla.

"¡Dios mío, dame fe!", fue lo único que pensé, con la boca abierta, sin reparar en el absurdo de mi plegaria.
 

El cuerpo de Cristo se detuvo entre la lengua y el paladar sin dar señales de vida. Las glándulas salivares habían entrado en paro. ¡Hostia!

No me quedaba más remedio que apretarla a ver si se desintegraba, pero se convirtió en un pegamento que me iba a impedir abrir la boca quien sabe en cuanto tiempo.

Terminado el santísimo sacrificio continuaba

 

 

 

 mi soberana incomodidad.

Mi madre vino a felicitarme. La evité. Salí corriendo de la iglesia hacia el parque desesperado por una paleta. No había.

Al final, ante el movimiento de aspa de la lengua seca terminó por volatilizarse la oblea a nutrir mi sangre y mi espíritu. No sentí nada raro.

No podía tener a todo un Dios en mi cuerpo. Tendré paciencia. Debe ser asunto de la digestión.


Al llegar a la casa ya estaban los invitados. Jorge Giraldo bailaba con la tía Adelfa, Emilio con Ismela, don Sixto con misiá Justa, la mamá de Hernán Peláez y del Negro,

quienes asomaban sus cabezas por la tapia del vecindario;

el doctor Rosales conversaba con Hernán Isaías Ibarra, mi prima Martha Nelly me daba un beso en un ojo, Fabián me hacía entrega de sus patines que siempre le había envidiado;

mi papá había salido a traer más vino, mi mamá se encargaba del tocadiscos, mi abuela repartía la lechona.

Para calmar el tormento de la resequedad me tomé una copa de vino que vi mal puesta.

Todo el mundo me decía que estaba muy elegante con ese vestido. Tiré lejos la cinta y quebré la vela.

Llegó papá con más vino y tomé más vino.

La tía Adelfa me pidió que recitara El duelo del mayoral.

Mi hermana Stella me sacó a bailar sin saber.

Graciela gateaba por entre los bailarines.

Toño encaramado en la mesa de sastrería miraba el desarrollo de la fiesta con sus ojos de vaca.

Jorge salió hasta la tienda a ver con quien peleaba.

A mi abuela se le cayó media lechona en mitad de la sala. Me tomé otro vinito.

Jorge entra de la tienda con un dedo cortado en busca de su machete.

Alguien le paró el macho. La tercera falange le cuelga de un pingajo de piel. La tía Adelfa le dice que vayan primero al hospital de San Juan de Dios a ver si lo cosen.

Tomad y bebed que ésta es mi sangre, recuerdo haberle oído al cura imitando a Cristo y me consagro al vino.

El cielo del sueño comienza a dar vueltas en lo que parece ser mi cerebro, el castigo divino se ensaña entre mi cabeza, siento arcadas,

y pronto sobre las baldosas del patio comienza a precipitarse el relleno envinado y maloliente de la lechona que me ha dispensado la abuela,

entre cuya masa alcanzo a distinguir esquirlas de hostia, antes de quedarme dormido, completamente ebrio, sobre la playa.

 

 

 

 

  

 

 

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