La primera
comunión
Por: Jotamario
Arbeláez
Mi papá me toma
las medidas para el vestido de paño negro de la primera comunión. Mi
mamá me ha mandado hacer la cinta bordada. Mi abuela me ha comprado
la vela.
Aunque no estoy muy convencido de la autoridad de la iglesia, me
perturban los sacramentos, que me parecen actos mágicos.
Ya fui bautizado en espíritu santo y agua, y me regalaron tres copas
de plata de Ley 0.900 marcadas Jotamario, como me llamaré después
para los poemas.
Ya me hicieron la confirmación, cuando mi padrino el "mono" Merejo
ratificó ante la madre iglesia mi condición de cristiano contraída
en el bautismo.
Acabo de confesar lo que mis compañeros de la barra consideraron mis
pecados mortales ─que llevaba apuntados en un papelito─,
y el cura me impuso como penitencia un reguero de padrenuestros y
avemarías, supongo que por mis curiosidades sexuales. Todo en la
iglesia de San Nicolás.
De modo que estoy listo para recibir mañana la sagrada forma,
ingerir en la Eucaristía el cuerpo del señor Jesucristo y allí mismo
comprobar si existe o no existe.
Si existiere, con seguridad que mi espíritu alborozado me llevará un
día a experimentar como siguiente sacramento la ordenación
sacerdotal,
para andar por los continentes como un soldado de Cristo
catequizando toda clase de infieles,
o para retirarme del mundo a vivir como los hombres ebrios de Dios
sobre una columna.
Si me fallare en el cuerpo la sensación divina, y compruebo que Dios
existe menos que yo, de ninguna manera me embocaré por el
matrimonio,
pues ningún ser se
puede ceder de manera exclusiva a otro a perpetuidad, en un mundo
donde nada es para siempre y donde tan sólo es real la apariencia.
Y un día, a la hora de la muerte, tal vez apenas por curiosidad o
para no correr riesgos innecesarios,
accederé a que el
sacerdote se acerque a mi lecho de moribundo y me aplique la
extremaunción con los santos óleos.
Alguien me dijo
que así habían hecho con Rimbaud durante sus últimos días de
Marsella. Picuenigua me hará la fiesta.
Anoche no pude
dormir. Desde la playa donde han vivido siempre mis sentidos alerta,
percibí que los cielos se abrían de par en par para darme acceso.
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La Virgen no me
miraba con buenos ojos, pero miles de ángeles me rodeaban, todos con
el rostro de Olga García.
En mi cerebro no
circulaban pensamientos sino rayos de luz.
Por un monte subían Dante y Virgilio, que al acercarse se
transformaban en Víctor Mario y Vitatutas vestidos de diablos,
manejando unas bicicletas aéreas.
Al hacerles señas de que se retiraran, me hacían con los dedos señas
de burla y me decían que en la tierra me estaban necesitando.
No me quedaba más remedio que apagar la luz perpetua para no verlos.
Me pegaron un baño de mil demonios, con un estropajo jabonoso por
todo el cuerpo que me dejó la piel de seda.
No me dieron desayuno porque había que recibir a Cristo en ayunas.
Me vistieron con parsimonia. Me aplicaron la cinta en el brazo,
abajo del hombro.
Tomé el cirio como un cetro. Y partí para la iglesia con el ánimo de
un cruzado a rescatar el Santo Sepulcro.
Pasé por las casas de los impíos Vitatutas y Víctor Mario, que
seguían con las mismas caras del sueño, y ahora me silbaban desde
sus ventanas haciendo burla de mi bienaventuranza.
Vi que se dirigían hacia el palo de mango.
En la iglesia me hice en la fila con los demás compañeros que se
iniciaban. Escuchamos la misa de pe a pa.
Llegó la hora de la elevación y todos caímos a tierra, hincada una
rodilla sobre la alfombra roja.
El sacerdote de preciosa sotana alzaba en sus manos al cielo el
disco sagrado. Operaba el misterio de la transubstanciación. Nos
preparamos para el sacrificio.
La fila avanzaba lenta y como entre nubes. Me empecé a sentir
liviano pero molesto. Tenía la boca reseca y en vano trataba de
humedecerla con la lengua aún más reseca.
Nos habían prevenido del pecado que era masticar la hostia, casi tan
execrable como escupirla.
Y se decía también que a quienes trataban de comulgar sacrílegamente
(sin confesión o habiendo pecado entre ella y la comunión) la hostia
se les volvía de cuero y era imposible pasarla.
"¡Dios mío, dame fe!", fue lo único que pensé, con la boca abierta,
sin reparar en el absurdo de mi plegaria.
El cuerpo de
Cristo se detuvo entre la lengua y el paladar sin dar señales de
vida. Las glándulas salivares habían entrado en paro. ¡Hostia!
No me quedaba más remedio que apretarla a ver si se desintegraba,
pero se convirtió en un pegamento que me iba a impedir abrir la boca
quien sabe en cuanto tiempo.
Terminado el santísimo sacrificio continuaba
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mi soberana incomodidad.
Mi madre vino a felicitarme. La evité. Salí corriendo de la iglesia
hacia el parque desesperado por una paleta. No había.
Al final, ante el movimiento de aspa de la lengua seca terminó por
volatilizarse la oblea a nutrir mi sangre y mi espíritu. No sentí
nada raro.
No podía tener a todo un Dios en mi cuerpo. Tendré paciencia. Debe
ser asunto de la digestión.
Al llegar a la casa ya estaban los invitados. Jorge Giraldo bailaba
con la tía Adelfa, Emilio con Ismela, don Sixto con misiá Justa, la
mamá de Hernán Peláez y del Negro,
quienes asomaban sus cabezas por la tapia del vecindario;
el doctor Rosales conversaba con Hernán Isaías Ibarra, mi prima
Martha Nelly me daba un beso en un ojo, Fabián me hacía entrega de
sus patines que siempre le había envidiado;
mi papá había salido a traer más vino, mi mamá se encargaba del
tocadiscos, mi abuela repartía la lechona.
Para calmar el tormento de la resequedad me tomé una copa de vino
que vi mal puesta.
Todo el mundo me decía que estaba muy elegante con ese vestido. Tiré
lejos la cinta y quebré la vela.
Llegó papá con más vino y tomé más vino.
La tía Adelfa me pidió que recitara El duelo del mayoral.
Mi hermana Stella me sacó a bailar sin saber.
Graciela gateaba por entre los bailarines.
Toño encaramado en la mesa de sastrería miraba el desarrollo de la
fiesta con sus ojos de vaca.
Jorge salió hasta la tienda a ver con quien peleaba.
A mi abuela se le cayó media lechona en mitad de la sala. Me tomé
otro vinito.
Jorge entra de la tienda con un dedo cortado en busca de su machete.
Alguien le paró el macho. La tercera falange le cuelga de un pingajo
de piel. La tía Adelfa le dice que vayan primero al hospital de San
Juan de Dios a ver si lo cosen.
Tomad y bebed que ésta es mi sangre, recuerdo haberle oído al cura
imitando a Cristo y me consagro al vino.
El cielo del sueño comienza a dar vueltas en lo que parece ser mi
cerebro, el castigo divino se ensaña entre mi cabeza, siento
arcadas,
y pronto sobre las baldosas del patio comienza a precipitarse el
relleno envinado y maloliente de la lechona que me ha dispensado la
abuela,
entre cuya masa alcanzo a distinguir esquirlas de hostia, antes de
quedarme dormido, completamente ebrio, sobre la playa.
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