Retrato
del nadaísta cachorro
Por: Jotamario
Arbeláez
19.La
violencia de la tarde
Esa
tarde, cuando nos soltaron un poco más temprano de la escuela San
Nicolás, no hubo peleas a la vuelta de la iglesia,
en cumplimiento de la ritual y diaria amenaza de “a la salida nos
vemos”
que alguno dejaba oír a otro que le habría hecho dar rabia,
mostrándole perentorio la palma de la mano.
Solían ser motivos de bronca el que le tocaran a uno la cara, le
molestaran a la hermana, se burlaran de la peluqueada, pero sobre
todo la disparidad de criterios sobre el tema deportivo o político.
El director, don Ramón Perlaza, pálido y sudoroso, nos había reunido
a los doscientos cincuenta alumnos del plantel en el patio,
para decirnos a la sombra de la bandera que debíamos irnos
directamente a las casas, sin quedarnos a merodear por el barrio,
ni viendo jugar billar, ni yéndonos para la orilla del río Cali,
pues en el departamento del Valle había sucedido una desgracia
espantosa. Que nuestros padres nos dirían de qué se trataba, pues en
la radio molían la noticia.
Que se
había implantado la ley seca y esta
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noche sonaría el
toque de queda.
Vitatutas aventuró que habría muerto el obispo. Víctor Mario fue de
la opinión que se habría descarrilado el autoferro.
Ramiro propuso que pasáramos por donde la mamá del negro Mañosca,
que por ser una curtida dirigente política debería estar enterada no
sólo del suceso, sino de los pormenores.
En efecto, nos dijo que había ocurrido una matanza de campesinos en
Restrepo, en el norte del Valle y que los 16 cadáveres habían sido
traídos y estaban acostados desnudos en el suelo de la Central
Provivienda, a la vuelta de mi casa por la 21,
y
hacia allá dirigimos entonces presurosos
nuestros cuatro pares de pasos.
Cuchicheaban las gentes del barrio
paseando sus vistas de los rostros desencajados a los sexos de las
víctimas.
Contamos mentalmente once
vergas y cinco cucas,
de edades entre los 20 y los 40, con las uñas llenas de tierra.
El cura de la iglesia se paseaba entre
ellos hurtándoles la mirada y asperjándolos con el hisopo de agua
bendita y recitando latines.
El maestro Alfonso
Barberena, que era un
líder popular muy querido, se secaba los ojos con el pañuelo y les
pedía a los vecinos que por favor suspendieran ese morbo con la
muerte y que se fueran para sus casas,
que era pavoroso el espectáculo de los
vivos sobre los pobres muertos,
y que peor si esperaban a que sonara el
toque de queda porque entonces se tenían que quedar a dormir con
ellos.
Eran muertos a bala. ¿Quiénes eran las
víctimas y quiénes podrían haber sido los
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asesinos?
A todas luces que eran campesinos y
respecto de sus victimarios yo dije lo que debería haber dicho mi
tío Picuenigua de estar presente: Eso fueron los chulavitas.
También pueden haber sido los
bandoleros, me corrigió Víctor Mario, tirándoselas de sociólogo.
Quedaba así
planteado que los autores de la mortandad provendrían de las huestes
conservadoras de Cristo Rey o de los campesinos perseguidos y
organizados en precarias autodefensas de izquierda.
Así nos fuimos sulfurando. Los muertos eran liberales acosados por
“los pájaros” para poder quedarse con sus ranchos los terratenientes
godos.
En esa convicción me acompañaba Vitatutas. Pero Víctor Mario
insistía, respaldado por Ramiro, que también podían ser los otros,
los rebeldes, quienes habrían cometido el genocidio.
No nos quedó más que dirimir el conflicto a puñetazo limpio.
Salimos del establecimiento mortuorio, y a la vuelta hacia la casa
le tiré un pescozón a Víctor Mario, quien se me fue de frente a la
cara y me arañó el pómulo izquierdo.
Peleas como una
mujer, fue lo único que le dije.
Diez años me duró la cicatriz ─que me comunicaba un aire de apache─,
y que se me fue desvaneciendo con concha nácar y saliva en ayunas.
Ya nos quitábamos
las camisas para continuar la pelea hasta matarnos cuando sonó el
toque de queda. Corrimos.
Menos mal que
todos llegamos a casa antes de que comenzara a rodar el carro
fantasma.
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