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COLUMNISTA

 

Pereira, Colombia - Edición: 13. 056- 656

Fecha: Sábado 21-03-2023

 

Retrato del nadaísta cachorro

 

 

Por: Jotamario Arbeláez

 

 El robo de la cruz copta

 

La tarde, ¿pero qué importa el tiempo del cielo cuando a lo que uno juega es a recobrar el origen?, presagia tormenta.

Llovía a torrentes desde antier, cuando me levanté para asistir a la escuela. El cielo no permitía ver la hora.

Ya Tipi habría ladrado las seis. Abuela estaría moliendo el maíz para las arepas. Arnulfo seguía echado sobre el petate de la puerta del cuarto de Picuenigua y Adelfa, dormido como un camarón.

Avergonzado, disimulo como puedo la meada en la cama derramando por accidente el chocolate que humea sobre mi mesa de noche.

Entro en el cuarto de mis padres que roncan y en la oscuridad busco la moneda de cinco centavos que me regalan los lunes para comprar una empanada de Cambray en la tienda.

Como no la encuentro abro la puerta del armario y meto la mano en el bolsillo de un saco, donde mi mamá guarda todo.

No hay moneda, pero mis dedos se enredan con esa cadena y esa efigie que ella se pone cada mil años. Me escabullo sin hacer bulla.
 

 

 

El agua pega sobre el cemento del patio y brinca a mi cara. Iré por el andén protegido por los aleros,

 

pero la carrera quinta va a ser un río que me acabará los zapatos, y las medias mojadas me van a dar dolor de barriga.

Olga García se asomará esta tarde a las 5:00 al balcón de su habitación en el cuarto

 

piso para vernos salir de la escuela de varones número 10, república de México, a la que todo Cali llama San Nicolás.

 

Esperará de Víctor Mario o de Luis Alfonso que siempre tienen con qué, o de mí que nunca lo he hecho, la invitación a comer un helado, o tal vez un pastel, enseguida de la casa de los Brión.

Sólo la he visto en su balcón y cruzando el parque, cuando viene de su colegio privado. También en mis sueños la veo en su balcón o cruzando el parque por entre las matas de coca.

Todos morimos por ella, peleamos por ella sin que ella sepa, pero yo soy el que más muero, el que más peleo.

A estas alturas de lo que me resta de vida, en la casa de Eduardo de la montaña, mientras contemplo con mi último amor cómo progresa el ensayo de la tormenta,

un ramalazo memorioso me refresca la cara y coloca el rostro de mi primer amor sobre el de mi esposa presente.

La beso con la misma pasión con que besé a Olga García, esta tarde a las 5:20, cuando me acepta ir a comer un pastel y un helado, que dejamos servidos,

mientras en un rincón del lugar tomados de ambas manos unimos nuestros labios para siempre sin decir nada.

Como he llegado temprano a la escuela me 
 

 

 

encuentro a solas con el señor Paz ─que Dios se apiade de su alma─,

 

quien con sus gafas examina la cadena de oro mojada que le alargo, con una cruz copta con la incrustación de los cuatro clavos, así la llaman en casa

y dicen que tiene una historia manchada de traiciones y asesinatos.

Le digo que acabo de encontrarla bajo la lluvia y que se la vendo por treinta centavos.

Me hace jurar por Dios que no miento y yo le hago prometer que no va a mandar a llamar a mi mamá para contarle de mi hallazgo, pues me tocaría dar parte de mi botín para la casa.

 

 

Con mis treinta monedas, producto del pecado polifacético que comprende el robo al oscuro, la ofensa a la madre, la mentira recalcitrante, el falso testimonio, el juramento en vano –todo bajo el acoso de la flama carnal─,

 

pude lograr mi primer beso, tal vez el único contacto que me dejó en la vida marca de fuego.

 

Mi madre siempre sospechó de Arnulfo. Pero Arnulfo no tenía lengua. El que un día se fue de la casa cargado de chucherías.

La tormenta no cuaja. Las nubes se disgregan y se disipan.

Recuperada la calma, el remordimiento me asalta, pero no alcanza a volverse arrepentimiento.

En la clínica agonizante, cuando ya no podía hablar porque la lengua se le había vuelto una bola en la boca, leí a mi madre mi poema San Nicolás School,

donde hablando del señor Paz confieso que "me compró la cadena de oro con la cruz copta de mamá por treinta centavos".

Se le inyectaron los ojos, la sangre se le agolpó en la cabeza, sentí que quería escupirme la cara, o al señor Paz, y murió mientras yo corría en busca de la enfermera.

 

 

 

 

  

 

 

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