Retrato
del nadaista cachorro
Por: Jotamario
Arbeláez
23.“El
Niño Dios son los papás”
A Río y a Emanuel
Jaramillo,
víctimas de esta indiscreción.
Hasta los ocho
años de mi ya larga existencia en esta reencarnación en el siglo XX,
porque en la encarnación anterior morí precisamente de ocho,
creí devoto en las enseñanzas de la Santa Madre Iglesia Católica,
Apostólica y Romana
y en las Tres Personas de la Santísima Trinidad, Padre, Hijo,
Espíritu Santo, como se me venía inculcando en la escuela de San
Nicolás,
y en la iglesia de San Nicolás el cura párroco Lamberto Muermann.
En las temporadas de vacaciones, cuando papá nos mandaba a temperar
a San Antonio, un sitio donde hacía un frío infernal,
sentía el llamado por las noches camándula en mano de entonar el
Santo Rosario,
al que me correspondían piadosos mamá y los hermanos, por entonces
Stella de 6, Graciela de 5 y Toño de 3,
después de lo cual dormíamos como benditos.
Había oído hablar de los misioneros que incurrían en territorios de
infieles a catequizarlos o a morir en el intento, y me sentía a ello
predestinado.
Cuando mamá me
ponía el escapulario para salir a la calle con la estampa de paño de
la Virgen sobre mi pecho me sentía invencible, algo así como Sansón
o el Capitán Maravilla,
pero me lo quitaba
por respeto y lo colgaba de la rama de un árbol cuando me tocaba
enfrentarme a los puños con algún incrédulo que me daba qué tundas.
Asistía a las procesiones de Semana Santa con el corazón dolorido
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por los 7
tropiezos con caída en el camino del Calvario que no fuera capaz de
evitar Simón Cirineo,
me impresionaba con la imagen del Divino Rostro estampillado en el
pañuelo de la Verónica,
y sólo aspiraba a crecer un tantito para hacerme digno de cargar
sobre mis hombros alguno de los pasos del Viacrucis
como los Caballeros del Santo Sepulcro de Popayán.
Repetía de memoria cada una de las Siete Palabras que el caudillo
que le quitó el puesto a Barrabás musitaba en medio de los ladrones
y a las 3 de la tarde se le iba la luz a mi corazón.
Escuchaba casi que con lágrimas en los ojos los sermones de las
Siete Palabras,
en los que sólo me incomodaba la condenación a los liberales
nueveabrileños o “cachiporros”, a los cuales pertenecerían mi papá y
mi padrino.
Eso sí, asistía lleno de júbilo los Domingos de Resurrección al
Templo resplandeciente,
donde me encontraba con la imagen enhiesta de Cristo recién
resucitado y recién bañado estrenando túnica blanca.
Pero había también los momentos gozosos en Navidad, cuando la
Segunda Persona de la Santísima volvía a nacer por mil novecientas y
tantas veces, lo que constituía otro milagro, cargado de juguetes
para los niños.
Le escribía sentidas cartas al dadivoso, con palabras sencillas
teniendo en cuenta su corta edad,
donde le manifestaba las gracias a su Señor Padre por la Creación de
la que disfrutaba en este Valle de lágrimas del Cauca donde vivía,
en medio de tanto
disturbio que no me distraía de la promesa de la Gloria Celestial
que nos esperaba a todos los Arbeláez.
En estas misivas terminaba por pedirle presentes modestos, dada la
cantidad de peticionarios que atendería,
y que un recién nacido en cuna tan deplorable no podría por más Dios
que fuera contar con abundantes piezas de plata,
un trencito de
cuerda, un revólver de fulminantes, una caja de colores Mirado, un
marranito de barro o un balón de letras de
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caucho.
Por lo general
nunca me falló, y de paso me dejaba como adehala alguna prenda de
vestir de las que le gustaban a mi mamá,
una camisa de rombos, unos tenis, unos tirantes.
Mi vida y mi pensamiento cambiaron el 24 de diciembre del 48 por la
tardecita,
cuando me encontré en el parque San Nicolás con Víctor Mario
Martínez “Palillo” y “Vitatutas” Ramírez,
y les comenté orondo que acababa de escribirle al Niño Jesús mi
carta de peticiones.
No tengo alientos para describir la risotada de “Palillo” y su grito
estruendoso de que “El niño-dios son los papás, gran pendejo”.
Vitatutas pesaroso asintió levemente con la cabeza.
“Eso del niño-dios es un cuento chino”, concluyó el hereje.
Sentí que el mundo se hundía bajo mis pies. Si el Niño Dios no
existía tampoco existiría el Dios Padre ni la Paloma.
Y quedábamos en poder del Demonio, el dios de este mundo, como se le
decía en la parroquia. No sabía si llorar o darle en la cabeza a
“Palillo”.
Apenado por mi desconcierto el transigente Vitatutas, que por algo
ha seguido siendo mi amigo hasta el día de hoy,
trató de explicarme que el Niño Dios proveía a nuestros papás de
billete para los regalitos de este mundo que se encontraban en el
mercado,
mientras Él velaba por guardarnos cupo en el Cielo. ¡Pamplinas! A
otro hueso con ese perro. Mi credibilidad rodó por el piso.
Llegué a casa como si acabara de perder la mitad de mi alma en un
alambrado.
Vi que el impostor de papá acomodaba seis paquetitos al pie del pino
raquítico mientras posaba en la cuna del pesebre el idolillo de
yeso.
Le increpé: “Papá,
no te lo perdono, me has engañado toda la vida. Me has puesto a
hacer el ridículo y posar como un inocente por no decir imbécil con
mis amigos.
El Niño-Dios eres
tú, luego Dios no existe”.
Desde entonces el
Niño-Dios no me volvió a traer nada.
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