¡Mataron a Gaitán!
Por: Jotamario Arbeláez
A Martha Arbeláez
Estamos sentados a la mesa del comedor Jorge y Adelfa, mi papá y mi
mamá, mi tío Emilio y yo que acabo de llegar del partido de fútbol
en el pasaje Sardi, luego de las clases de la mañana.
La abuela nos sirve arroz y fríjoles con chicharrón y carne molida y
las arepas barrigonas sin sal ligeramente doradas.
En el cuarto de la tía, donde Arnulfo está ordenando los cartuchos
de la escopeta de cacería de Picuenigua, por Radio Pacífico están
transmitiendo el radioperiódico del mediodía.
Como perdimos el partido contra la barra de la 22 ─que nos tiene
armada la guerra a los de la 20─ y además me duelen las piernas por
los correazos que me diera papá por haber pelado las punteras de
los zapatos,
no tengo apetito y he corrido el plato hacia el centro de la mesa,
ante lo que mi mamá me hace abrir la boca a la fuerza apretándome
los carrillos y tomando por su cuenta la cuchara me la introduce
hasta
el gaznate.
Mi pataleta no deja escuchar la radio. Arnulfo aparece en el comedor
con los ojos desorbitados y señalándose la oreja para que nosotros
callemos.
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La
abuela se acerca al radio y grita: ¡Hijueputas! ¡Mataron a Gaitán!
Todos se levantan al tiempo volcando los trastos de la mesa.
Jorge corre a su cuarto a cargar la escopeta de cacería. Papá está
lívido. Por la radio se dice que el pueblo se ha sublevado.
A la abuela le da un ataque pero no hay quien se acomida a traerle
el aguardientico.
Adelfa corre a prender una veladora que coloca en el suelo, al
frente del retrato de hombre que era un pueblo, como después le
diría papá,
quien lo había colgado con el brazo en alto en el corredor al lado
del mono Olaya.
Picuenigua piensa que la muerte del “negro” hay que cobrarla con la
guerra contra los godos.
Mi papá le recuerda a Jorge que muchos liberales deben estar
pensando lo mismo y que al primero que van a acribillar va a ser a
don Sixto, quien es conservador pero gran amigo de nuestra casa.
Entonces montan veloces en la camioneta y van a rescatar al amigo, a
quien encuentran debajo de la cama y lo sacan y trasladan camuflado
a la casa del doctor Rosales,
el homeópata liberal a quien todo el mundo respeta, y lo dejan a
buen recaudo.
Con Víctor Mario Martínez y Luis Alfonso Ramírez –yo de pantalón
corto–
caminamos por entre la turbamulta enfurecida que del parque San
Nicolás sube a la ferretería Torres y Torres donde el mismo
propietario grita en la puerta de su negocio blandiendo machetes y
hoces:
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“Liberales,
¿quieren armas? ¡Tomen armas!”, y las reparte al populacho para
evitar el saqueo.
Nos corresponde un yatagán con el que casi no puedo.
Y un pensamiento ingenuo me pasa por la calenturienta cabeza: ¿Y no
será que los de la barra de la 22 son conservadores?
La turba armada se dirige a tumbar al gobernador Oscar Colmenares y
pone en su lugar a un amigo de casa, a Jordán Mazuera.
Nos devolvemos para el barrio pero en el camino vemos que la
marabunta amotinada ataca La Voz del Valle y el Diario del Pacífico.
Tratamos de integrarnos, enardecidos por la ira popular que sin
entender compartimos, pero echamos a correr cuando escuchamos que
allí viene el ejército con severas instrucciones del coronel Rojas
Pinilla de disparar a matar. Es la primera vez que oigo hablar de
este tipo.
Una vez salvado su amigo, Picuenigua azuza a mi papá, quien trata de
disuadirlo, para que marchen a caza de pájaros y chulavitas
─como ya se les dice a ciertos conservadores sectarios, por
extensión de la atroz policía política surgida de un vereda
boyacense─,
pero donde piensan hallarlos ya no encuentran a nadie. Debe ser que
los otros liberales han hecho lo propio con sus amigotes azules.
Rifamos el yatagán y me toca a mí.
Cuando llego a la casa escabulléndome de los francotiradores de la
torre de la iglesia, mi abuela que ha prendido una vela bajo la
lluvia me agarra de la oreja,
me quita el arma y le pide a mi tío Emilio que la encalete en un
desván oculto que hay en lo alto de la cocina.
Picuenigua está enardecido contra los copartidarios traidores que
escondieron a los godos que hubieran sido el blanco indefensable de
su vindicta.
Sin bajar el volumen del radio con noticias del 'bogotazo', y con
los ojos en llamas, empezamos a rezar el santo rosario.
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