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COLUMNISTA

 

Pereira, Colombia - Edición: 13.067-647

Fecha: Sábado-15-04-2023

 

Retrato del nadaísta cachorro

 

 

Por: Jotamario Arbeláez

 

El monstruo de los mangones

 

Era moreno, alto, churrusco, de labios abultados, vestía pantalón de dril con una mancha fresca a la altura del medio muslo y camisa por fuera.

Yo esperaba solito el bus en la avenida Colombia, al pie de un almacén donde vendían calculadoras marca Burroughs y donde sonaba un teléfono interminable,

con un talego lleno del pan para la casa que había comprado la abuela Carlota en la panadería Granada

─con lo que ganaba por manejar durante el día la tienda de Luis Torres y de la tía Tina, a la vuelta del teatro Colombia, frente al río, cerca del Colegio Americano donde me volvían luterano─,

pan francés para papá, cachos y pan royal para mamá, y tostados y pandenbono para los cuatro que nacimos en San Nicolás,

cuando se me acercó en la penumbra del paradero y me dijo “hola, para dónde vas”, y le dije “para la casa”,

se me quedó mirando y me fue diciendo “por qué no me acompañás por allá por el estadio y te doy dos pesos.”

 

“Este malparido es el monstruo de los mangones”, me dije al rompe, porque a 

 

 

 

pesar de mis once años yo ya leía El Relator de hoy, El País, el Diario del Pacífico, escuchaba el radioperiódico de La Voz del Valle,

 

y por estos medios de comunicación se 

alertaba sobre los asesinatos en serie de niños que aparecían en los solares del centro, entre dos edificios,

 

desfloripados y estrangulados y por lo general con una aguja clavada en el corazón

─según se decía en nuestra barra, para generar aberrantes contracciones en el esfínter, que seguramente provocarían el paroxismo en el monstruo─.

 

Ya por entonces me había propuesto ser justiciero como el llanero solitario, y pensé que si le seguía el juego podría terminar conduciéndole a las autoridades.

 

Pero a lo mejor eso habían tratado de hacer todos mis jóvenes antecesores, que no sobrevivieron para verlo preso. Y lo peor era que podía terminar comiéndoseme el pan.

 

Llegó el bus en ese momento y le grité al chofer que este tipo era el monstruo de los mangones que me estaba picando arrastre,

y el individuo echó a correr hacia la tercera mostrándome la palma de la mano como diciendo “esperate culicagao hijuetantas”.

Un señor se bajó indignado, calvo, cabezón, con vestido de paño y maletín y manos de médico, y me dijo que corriéramos en persecución del depravado, pero en sentido contrario de por donde éste había huido, hacia el río,

donde me pidió que nos escondiéramos para esperarlo, capturarlo y entregarlo a la policía.

Mientras esperábamos me preguntó qué llevaba en la chuspa y yo le contesté que la parva para la casa y entonces me dijo, “qué tenés por aquí”, poniéndome la mano sobre el pipí,

y el doctor me decía que fuéramos para Versalles y que por allá me daba cinco

 

   

pesos ─que eran plata por aquel tiempo pues en todo ese pan que llevaba se habían invertido dos─,
 

pero yo eché a correr hacia el puente Ortiz perseguido por el gordo que jadeaba y que sí debería ser el verdadero monstruo de los mangones,

 

y milagrosamente vi un policía al que le grite señalando al ya esfumado médico asesino que capturara al monstruo de los mangones que me seguía y el policía me dijo

 

“dónde está, bobo mentiroso, ¿no sabe que dar falsas informaciones a las autoridades da cana?, acompáñeme”,

 

y me cogió por la parte de atrás de la correa y me iba conduciendo a los calabozos de la primera con veinte, cuando caí en la cuenta que ése sí debería ser el monstruo, nada menos que un uniformado, a quien le quedaría facilito persuadir y forzar a sus víctimas infantiles,

y a la altura del teatro Avenida donde solía entrar a ver las películas de los hermanos Marx le grité al portero que me salvara llamando a otro policía porque éste me iba a violar,

y el policía ─que no debía ser tal─ me soltó y echó a correr hacia el parque san Nicolás,

con el portero del teatro fuimos en su persecución gritando “cójanlo cójanlo que ése es el monstruo de los mangones”,

pero se nos perdió cuando llegamos al parque y entonces ─luego de despedirme y agradecerle al portero que sonriendo de oreja a oreja me dijo que me esperaba en el teatro para entrarme gratis─

ingresé extenuado a la iglesia, me senté en una banca y, a pesar de mi precoz ateísmo, quise darle las gracias al Señor por haberme salvado de la dolorosa violación y consecuente muerte con aguja en el corazón,

cuando vi que del confesionario salía una mano con un anillo llamándome a confesión.

Presa del pánico salí corriendo para la casa, olvidando la bolsa del pan al pie de la pila de agua bendita. Ni qué decir de la pela que me pegaron.

 

 

 

 

  

 

 

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