Retrato
del nadaísta cachorro
Por: Jotamario
Arbeláez
La
inocencia perdida
Víctor Mario
Martínez había conseguido la flecha. A partir de hoy dejaríamos para
siempre la pureza enredada en un alambrado.
A todos nos había comenzado a crecer una mata de pelo en la palma de
la mano, nos habíamos llenado de barros y era ostensible el temblor
del pulso al tomar el taco en los billares de Cuco,
donde nos ponían bolas de contrabando debido a la severa vigilancia
de la policía.
Todo lo que nos comenzaba a gustar como niños crecidos estaba por
fuera de la ley humana y de la divina. La cosa no podía seguir así.
Teníamos que salir de Onán como fuera.
La cita fue a las 11 de la mañana de un sol irrepetible al pie de la
estatua del patricio Ignacio de Herrera, donde cuadraban los taxis
de la Flota San Nicolás,
en la plaza donde se celebraban las grandes manifestaciones
populares organizadas por el Sindicato Ferroviario del Pacífico.
Todos fuimos llegando en nuestras bicicletas Philips y Monark.
Víctor Mario nos esperaba, encendido su rostro ante la inminencia
del paso fundamental en nuestras vidas de varones recién destetados.
Me estaba contando lo que significaba adentrarse en el misterio del
sexo femenino –el abismo de Satanás– cuando llegó Luis Alfonso
Ramírez, a quien llamábamos 'Vitatutas' por su parecido con el
portero lituano.
Llegó Ramiro Montoya, 'Peladilla', con su corte al rape.
Llegó el negro Edgar Mañosca con una camiseta roja con la imagen de
Gaitán.
Y llegó Julio Jaramillo sudando a mares.
Tomamos por la diecinueve hacia la carrera 12, la fantástica zona de
tolerancia de la que tanto habíamos oído. Cada uno portando en su
bolsillo un impecable billete de a peso, como era el convenio.
Yo había tenido la suerte de conseguir dos. El uno eran las entradas
al cine del mes que me había dado mi padrino y el otro las regalías
de la abuela por leerle en las noches las primeras cien páginas de
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Genoveva de
Bravante.
Pasamos por
Acapulco, donde una prostituta parecida a la actriz mejicana Elsa
Aguirre echaba por la ventana el humo de un cigarrillo dorado.
Unos maricas con turbantes se burlaron de nuestro acompasado
pedaleo.
Además de la aprensión hacia el pedalazo definitivo, el corazón iba
apresurado por el riesgo que corríamos si éramos sorprendidos por la
policía.
Nos echarían en una patrulla y, según habíamos oído, correríamos el
riesgo de ser desvirgados por el otro lado.
Volteamos por la 12 que no estaba pavimentada. Entramos por una
callemocha. Y llegamos a cumplir la cita con el destino.
El sitio tenía todos los peligros imaginables, no sólo por la
amenaza de la ley sino de los marihuaneros
empedernidos alertas para robar al que pasara,
y por los “chivos” de las putas, prontos a cortarles el culo si los
engañaban con el producido y a enfrentar a los clientes que trataran
de “ponerles conejo”.
Estacionamos las ciclas y vimos que se abría una puerta desconchada
de la que emergió haciendo una paraboloide hiperbólica una
poncherada de agua que sirvió para asentar el polvo de la
callejuela.
Ella se llamaba Percy, cómo olvidarlo, y era toda goteras, a juzgar
por su edad . Íbamos a perder la virginidad con la abuela vestida de
florecitas, con dentadura postiza y el pecho lleno de pecas.
Hicimos una rápida junta de calidad y reclamamos a Víctor Mario
haber reparado en tal reque.
Él nos dijo que no se conseguía nada superior por ese precio, pero
que además la vejancona era toda una experta. Ya tendríamos tiempo
para la belleza cuando hubiéramos aprendido a moverlo.
Víctor Mario la llevó aparte y concretó el arreglo ya establecido.
Se pagaría un peso por cabeza, más diez centavos por el derecho a
entrar la bicicleta en la pieza.
Optamos porque la cicla del prospecto sería cuidada por los otros
que quedaban en turno, no solo por cuestiones de economía sino
porque el artefacto iba a obstaculizar la visión de nuestro inicial
himeneo en la luna de la cómoda.
Víctor Mario rompió plaza. Entró de primeras mientras los demás
esperábamos en religioso silencio, cruzando los dedos.
A los cinco minutos salió, precedido de la poncherada de agua a
regar el polvo.
Vitatutas se lanzó
de segundo. El cronómetro de Julio marcó los siete minutos flat.
Y así sucesivamente.
A mí me
correspondió el último, porque yo no quería. Algo me decía que iba a
quedar
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defraudado ante la
más grande expectativa de mi corta vida.
Penetré. La vieja cerró la puerta que nos comunicaba con el mundo
exterior.
Sentí a mamá mirándome por una ventana con la mirada descompuesta, a
Olga García recriminándome el mal gusto, y hasta el señor Toro se me
pasó por la mente dispuesto a castigarme en las nalgas con una
regla.
A ver, bájese los pantalones rapidito, me dijo.
Al pie de la cama, sobre la mesa de noche, había un reverbero y
sobre él un aguamanil. Lo levantó, prendió un fósforo y encendió el
infiernillo.
Se tendió sobre la cama y se alzó la bata. Abrió las piernas. Si no
la miraba a ella veía en el espejo la duplicación del infierno.
Nunca fue más patética la entrada del guerrero en una batalla
perdida.
Vamos, hágale, muévase, no se demore. Bájese ya, me dijo, irritada,
cuando apenas empezaba el bombeo.
Tomó el agua caliente y me lo lavó. Me echó encima bayrum. Me secó
con una toalla. Y salió a echar la poncherada de agua a la calle.
Entregué mi peso. Salí con la sensación de que me había estafado la
vida.
Menos mal que otra prostituta vecina, Trina, viendo mi cara de
desamparo, me preguntó si había alcanzado a desarrollarme. ¿Y eso
qué es? Ven conmigo. Entré con ella y la cosa se compuso un poco con
el otro peso.
Pero a pesar de haber tenido una vislumbre del éxtasis en esta
complementaria aventura de colchón sucio, había entrado con el pie
contrario en la carnicería femenina. ¿Qué diablos me esperaría en
adelante?
Al ver la bienaventurada lasitud que hacía presa de mis miembros
empezando por el principal, la hetaira complaciente trató de
prepararme con caricias bucales para un repunte gratuito,
pero fui sincero en expresarle —lo que le arrancó una carcajada que
me hizo doler los huevos—: “Si echo el otro, me muero!”
Mis amigos estaban aterrados de mi potencia. Y de mi capacidad de
levante porque por lo menos Trina era más joven y por consiguiente
más excitante.
Les conté del corrientazo que había sentido, intenso pero súbito,
porque nada es para siempre.
Montamos en las bicicletas y fuimos a visitar a nuestras novias de
Salomia, donde una de mis amigas había recibido el título de reina
de los 100 barrios de Cali.
Todos estaban satisfechos y sonreían por la picardía que acababa de
graduarlos recontramachos, mientras a mí me mordía la tristeza en el
corazón.
A los tres días se rumoró en la escuela que Víctor Mario había
amanecido con gonorrea. Gracias a Dios a los demás no nos pasó nada.
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