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COLUMNISTA

 

Pereira, Colombia - Edición:13.074-654

Fecha: Martes-02-05-2023

 

Retrato del nadaísta cachorro

 

 

Por: Jotamario Arbeláez

 

La explosión de Cali

 

La tarde del 6 de agosto de 1956, undécimo aniversario de la bomba atómica sobre Hiroshima, asistí en el teatro Roma, enfrente de la estación del ferrocarril, a la función continua de la primera parte de Lo que el viento se llevó.

Por haber sido el tío Emilio portero cuando se fundó el teatro gozaba yo de permanentes pases de cortesía en todas las salas de Cine Colombia,

y en esa ocasión entré de gancho con Ifigenia, una joven recién llegada de La Perla del Otún, a quien ayudé a instalarse en un pequeño hotel de los alrededores, donde rumbaba la prostitución.

Los 16 años de Ifigenia, uno mayor que yo, le daban un aire cosmopolita con su lunar ovalado en el centro del mentón

y la cajita de cosméticos en el bolsillo de la jardinera.

La conocí bajando de un wagon restaurante la tarde que acompañé a la abuela a tomar el autoferro hacia La Pintada.

Venía a tentar fortuna en esa zona de camioneros, verdadera babel de gentes entregadas al rebusque, con bares de mala muerte y puestos de fritangas en los andenes.

Yo andaba por la época de salvador del mundo y redentor de rameras, y para tratar de impedir la caída de semejante arcángel en el lenocinio

le estaba prometiendo vivir con ella, si es que podíamos hacerlo sin trabajar.

Para empezar, a la salida de la cinta, hecho todo un Clark Gable, después del primer beso despeinador,

le presté mi ejemplar manoseado de El amor, las mujeres y la muerte, de Schopenhauer, y la acompañé a la pieza, donde prometí caerle más tarde con un arroz con pollo, pues pensaba ganarme una partida de billar en el Café Roma.

 

El establecimiento estaba atestado. Las amargas heladas rodaban por las

 

 

 

mesas y las gargantas en medio de un calor apocalíptico.

 

Doce enormes camiones militares que habían entrado por la carretera al mar —y que no dejaron estacionar en el Paseo Bolívar, al pie del batallón Pichincha y la estatua de La María—,

habían sido apostados en el muelle de la estación, con no se sabía qué carga misteriosa bajo sus carpas de lona.

La zona de parqueo estaba desacostumbradamente en penumbra.

Seis camioneros abandonaron sus mesas y, obedeciendo alguna orden secreta, procedieron a evacuar seis de los doce camiones rumbo a Palmira.

Al pie de la mesa del billar-pool estaban los tahúres de siempre: ‘El mono del maletín’, ‘El zurdo’, ‘Pincelito’ y ‘Pichurria’.

Ante tan selecta nómina de camajanes cogí taco, enticé en medio de la calma chicha, y terminé apostando hasta el reloj de la abuela,

dispuesto a recaudar lo suficiente para calmar el apetito y preservar el honor de mi lunareja.

El garitero me miraba perder sin pestañear, y hacía comentarios descomedidos acerca de mi pulso tembloroso seguramente por razones de adolescencia.

Me enfurecía que me dijera eso a mí, todo un galán de barriada y, por si fuera poco, con novilla amarrada.

El caso fue que perdí hasta la camisa, y las cervezas me habían producido una agriera que no le soportaría a su 'tinieblo' ni Vivian Leight.

Para completar, un par de ‘tiras’ borrachos en la mesa de la salida sacaba sus pistolas y amenazaba con salir a la calle y disparar al azar sobre la multitud.

Me tocó pues hacer del corazón bienintencionado una tripa, y partir a medianoche frustrado hasta los cojones a dormir sobre la cama de la abuela Carlota, en la nueva casa de la tía Adelfa, en el barrio Bretaña, a cuarenta cuadras.

 

Mañana le traería mi desayuno con frijolitos recalentados a mi paciente y por ahora fiel Ifigenia.

 

Antes de dormir, leí en el Relator de ayer que ‘Madame Laila’, pitonisa de ojos de lapislázuli recién legada del lejano Oriente,

 

vaticinaba que sobre la ciudad se cernía una inminente tragedia.

 

Me levanté a apagar la luz después de que el reloj de la iglesia dio la una de la mañana, 

 

 

 

y en ese momento el estallido y resplandor de Hiroshima, mon amour, tomaron cuerpo en mis huesos.

Volaron los vidrios de las ventanas y se quebró contra el piso la pecera llena de ‘gupies’ de mi padrino Jorge Giraldo.

Un aire loco erraba por la ciudad. Mis fosas nasales percibían un tufillo de trinitrotolueno. Comenzaron a sonar las sirenas en mis oídos aturdidos.

Por la radio informaban que camiones militares cargados con dinamita acababan de hacer explosión en la 25.

En pocos minutos mis botas de siete leguas me trajeron de nuevo al sitio,

donde vi al padre Hurtado Galvis haciendo la señal de la cruz sobre cuerpos despedazados.

Allí donde hacía un rato había perdido mis apuestas, me había despedido de los trasnochadores tahúres de mis afectos y había dejado durmiendo a mi Magdalena por arrepentir,

había un cráter de 60 metros de diámetro por 25 de profundidad sin tierra a los lados.

Ese mismo cráter se constituyó en fosa común, donde el padre atestigua que arrojó 3.725 cráneos humanos, fotografiados previamente por el corresponsal de la revista Life.

Con los cráneos pelados de 'El mono del maletín’, ‘El zurdo’, ‘Pincelito’ y 'Pichurria’ debieron ser sepultadas las 15 bolas de marfil numeradas y la blanca para tacar.

El hotelito de Ifigenia no era ahora más que una edificación de aire tibio y el suelo una inmensa chatarra de catres retorcidos impetrando clemencia.

Nos quedamos sin comer ambos. Nunca he sentido tanta pena. Y ni siquiera rescaté de entre los escombros el libro de Schopenhauer.

Volví a tener clara conciencia de que nada es para siempre en este mundo ilusorio.

 

Pero me prometí que el criminal no se quedaría sin castigo.

Dejaría de ser redentor de prostitutas para volverme vindicador de vejámenes.

 

No descansé hasta el 10 de mayo, cuando merced a la insurgencia estudiantil apoyada por el comercio y la burguesía derribamos a Gustavo Rojas Pinilla, el presidente militar que le había dado a Cali ese regalito.

 

(Muchos años después, con Elmo Valencia, escribiría una obra para limpiarlo, terminando así de embarrar la memoria de Ifigenia).

 

 

 

 

  

 

 

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