Retrato
del nadaísta cachorro
Por: Jotamario
Arbeláez
Tirando
arrebato
Por los días de la
explosión de Cali ya habíamos entregado a don Adalberto Mondragón
–gafas oscuras sobre su rostro mensual al abrir la puerta de la
calle, vestido café con leche– la casa de San Nicolás,
donde pagábamos setenta pesos de arriendo.
La tía Adelfa se fue con Jorge Giraldo y Carlota llevándose, para
aliviarnos la carga, a mis hermanos Toño –quien después será Jan Arb–
y Martha Lucía, pues la brava pareja no tuvo hijos,
a una casita que estaban comenzando a construir en el barrio
Bretaña,
y mi padre con mamá y los otros hermanos arrancamos para el barrio
Obrero. Lo bueno era que papá iba a poder ofrecernos al fin casa
propia por lentas cuotas, lo mejor era que quedaba en la vecindad de
las putas.
La calle 21 era destapada y por ella pasaban los buses echando
polvo.
No era extraño en las madrugadas escuchar el grito de un atracado o
el tiro intimidante de un policía.
Entré en la adolescencia feroz portando una navaja automática para
defenderme de los atracadores que fumaban marihuana en la esquina de
la 11D.
Con el traje de lana de cuadros heredado de papá con solapas anchas
asistía a los bailes de cuota y más tarde a los bailaderos de
camajanes a romper zapatos como loco practicando los últimos
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pasos de la
guaracha para impresionar a las chicas que eran obreras de empresas
como La Garantía o vendedoras de almacenes como el Ley y el
Jotagómez.
Al principio me
paseaba temprano de la noche por la carrera doce o la calle 19
mirando por las ventanas tirar paso a fantásticas parejas del
arrebato.
Sentía que las prostitutas eran las generatrices del placer
prohibido y mi conmiseración por ellas radicaba en saberlas
anatematizadas por la religión. Si eran ocasión de pecado, pensaba,
son mis aliadas.
Un día que revendí por cinco pesos las obras empastadas de Platón de
Luis Torres hice mi entrada triunfal en el Acapulco, desde cuya
ventaba había divisado largamente a Ligia, doble de la actriz
mejicana Elsa Aguirre.
En fin, yo con mi mota o copete cayendo sobre la frente y mi saco
holliwoodesco trataría de hacerme pasar por el tercio de Tony Curtis.
Pedí dos cervezas aunque iba solo y le clavé el ojo a la dama a
quien ya había hecho mi moza en las noches inacabables del placer
solitario.
Le pedí que bailáramos con la cabeza y me contestó que sí con el
culo.
Empezamos con La Bamba, que me permite hacer un despliegue pélvico
en la pista casi vacía, pues es éste el cabaret con pista más
grande,
que casi nunca se llena pues los precios son altos en comparación
con los de los otros burlescos donde tienen los discos de 48 el
acompañamiento del hombre del brazo de oro sobre una batería
colocada sobre la Wurlitzer,
que a su vez está enrejada para evitar que la destruyan cuando
vuelen los asientos en las peleas.
Con Lola, ay Lolita de mi vida de Tito Cortez, mientras chupamos
piña brillamos chapa.
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Ligia está que no
cabe con la recta que va del ombligo al monte de Venus sensibilizada
por este ariete.
Mientras hago la
tijereta en medio de Bomba Camará, por la ventana me observan los
ojos alelados de algunos patos,
entre quienes distingo a quien cuando esté grande será el ‘enano’
Valverde.
En un momento dado
hay una trifulca en una mesa de camajanes porque el mesero les ha
cobrado clavija.
Vuelan botellas por el aire caribe. Intervienen las putas para
restablecer el orden establecido.
Cuando se anuncia que llega la policía, que aprovechará para hacer
requisa en busca de marihuana –que aunque no encuentren me meterán
en los bolsillos para llevarme a la inspección en aras del consabido
soborno al juez o la condena sin apelaciones pues además soy menor
de edad–,
Ligia me agarra de donde mejor puede y me arrastra a su cuarto
persa, me dice que me esconda entre las cobijas que ella va a
frentear el allanamiento.
Sobre la mesa de noche hay una cajita redonda de mentol chino y un
ejemplar de ¿Quo vadis?
No me queda más remedio que transarme por la lectura de Sienkiewicz
hasta que ella regrese a darle de comer al hambriento,
como en realidad lo hace permitiéndome el primer desempeño
espectacular de mi larga carrera priápica,
del que me abstengo de detalles para que no se me tilde de
pornógrafo burdelesco.
Tres años antes, a tres cuadras, había perdido la virginidad por un
peso en mi primera aventura de colchón sucio. Con una puta jubilada
en un polvo que me dio asco.
Ahora la estaba recuperando gratis y hasta recobrando mi peso con el
hembronón de mis sueños.
Hasta pensé en convertirme en gigoló desde ese momento.
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