Retrato
del nadaísta cachorro
Por: Jotamario
Arbeláez
Manicero
Esta noche no voy
a poder dormir
sin comerme un cucurucho de maní.
Versión de
Antonio Machin
A los 10 años de
vida decidí empezar a ganármela, dado que el magro sueldo de mi papá
en la sastrería de don Jacobo, en el Pasaje Zamoraco,
al lado de la academia de mecanografía de Remington Rand, tur tur
tur tur, apenas si daba para los gastos de la casa de la carrera
cuarta,
arriendo, mercado, ropa, agua, luz y cuadernos, por suerte
compartidos con “Picuenigua”, el esposo de la tía Adelfa, quien
además de detective secreto pesar de ser liberal trabajaba en
Cicolac como repartidor en su camioneta de leche Klim en polvo y de
Nescafé.
Con serrucho y martillo, adquiridos a la brava dos años atrás,
cuando el 9 de abril, en la ferretería Torres y Torres,
más tres tablas de una cama desbaratada y una tira de cuero que
alguna vez fue una correa de papá cuando estuvo gordo,
y siguiendo las instrucciones básicas de un manual de carpintería
para infantes
construí mi cajuela de vendedor de golosinas en el teatro San
Nicolás, donde ingresé recomendado por don Santiago Isaza, quien era
el mandamás de Cine Colombia, y el hijo de su mujer marido de mi tía
Tina.
Ya ensayaba ser escritor, pero el profesor de castellano, negro
retinto para más señas, el señor Mina Balanta, que me cargaba bronca
por mis frases subordinadas, me sentenció:
“Señor Arbeláez: Con ese estilo literario nunca va a ganar ni un
peso con la escritura. Dedíquese más bien a vender maní.”
La tía Tina y Luis Torres tenían una tenducha enfrente del río Cali
por la avenida sombreada de guaduales, carboneros y chiminangos,
donde despachaba mi abuela que no sabía leer ni escribir pero era
una fiera sumando con sus diez dedos,
en los bajos del Teatro Colombia, especializado en películas
mexicanas,
y en presentar en vivo luminarias aztecas, como Los Panchos,
Libertad Lamarque, Arturo de Córdoba, Pedro Infante,
y hasta al villano más villano del celuloide, Carlos López Moctezuma,
obstinado cinta tras cinta en desgraciar al reparto, empezando por
María Félix y el mismo Cantinflas, con su elenco de trampas,
traiciones, ruindades y felonías.
Él me hizo orinar
en los pantalones cuando me clavó la mirada como a un escuincle,
mientras sorbía un aguardiente de la copa que mi abuela vigilante le
despachaba.
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Ese actor era
terrorífico, con su maldad congénita hacía sufrir hasta la muerte
natural a todo el elenco, y a pesar de no ser tan feo provocaba
pavor el tenerlo cerca.
De la mercancía de la tienda Luis Torres surtió mi caja, previo
riguroso inventario.
Lo principal eran cigarrillos Pielroja y Lucky –porque entonces se
podía fumar en los cines a pesar del último vidrio prohibitorio–, y
fósforos.
Pero resultó atiborrada de galguerías, para hacer la delicia bucal
de los fervorosos del celuloide,
muchos de ellos de corbata y sombrero, como papá cuando iba, con la
desgracia de que empezaba a roncar paralelo con la aparición del
león de la Metro.
O de la nomenclatura de los Laboratorios Churubusco Azteca. O
cuando, con engolado acento, el anunciador proclamaba:
“Para la realización de esta película se necesitaba nada menos que
de la genial interpretación de… Joaquín Pardavé”. O de Prudencia
Griffel, o de Sara García, vale decir. Se refería, lo evoco gozoso,
a Gendarme de punto.
La única película que papá vio completa fue Ora Ponciano. Porque le
fascinaba “Chaflán”.
A las cinco salíamos de las clases de la escuela San Nicolás, vecina
de la iglesia en el mismo parque
y apenas tenía tiempo de correr a la casa, dejar el maletín de
tareas
y sin probar bocado salir con la caja al cuello rumbo al teatro para
atender las funciones de vespertina y nocturna.
Tenía un rival en el negocio, estudiante de la escuela Mariano
Ramos, con una caja pomposa de varios compartimientos llena de
productos de aspecto más atractivo,
lo cual no significaría mayor ventaja en la oscuridad de la sala.
Salvo que su linterna era más potente, e iluminaba parejo el
perímetro de su oferta.
Se hacía llamar “Pelusa” y comandaba la pandilla Veneno de la calle
23, rival de la nuestra, todo un machote, quien me atemorizaba con
su camiseta forrada en músculos.
Dominaba la cancha protegida por matorrales de la octava enfrente de
Croydon, donde se celebraban a matar partidos de fútbol entre las
barras, las peleas a trompadas y en las noches coitos de lástima.
“Pelusa” también hacía sus pinitos como escritor y sus prosas
mecanografiadas andaban de mano en mano.
Cuando pasaba por nuestra cuadra nos miraba como microbios
y lo que más rabia nos daba era que desde su terraza los ojos de
nuestra adorada Olga García se iban tras él.
Apenas nos vio el proyeccionista, de bigotito a lo Errol Flynn y
camisa fucsia, a quien llamaban “Nosferatu”,
pidió que en la
mitad de la película, antes del crimen, el que anduviera más
cerquita le subiera unos cigarrillos Pierrot.
Proyectaba Los
olvidados, sobre unos niños marginales, uno de los cuales mata por
soplón a su amigo con una piedra, antes de que lo abata la policía
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y la madre del
joven asesinado diga a cámara “Buenas noches” mientras el cadáver se
pierde a lomo de burra.
Di vueltas en la oscuridad cantando esa letanía que nunca olvido:
“¡Cigarrillos, fósforos, chicles, frunas, mentas, galletas, besitos,
chocolatines, papitas fritas, maní de sal, el maní!”.
Entre cada venta menuda me sentaba en una butaca vacía y sacaba de
cada bolsita de cacahuetes dos o tres granitos para calmar el hambre
cinéfila.
En un momento dado, en mitad de la película, que era Los olvidados
de Luis Buñuel, en pleno crimen, se reventó la cinta y quedamos en
tinieblas mientras el público rechiflaba y pateaba con furia la
espalda de las butacas vacías dejándolas en astillas,
hasta que se oyó un grito penetrante y chistoso dirigido al
proyeccionista que todavía me resuena: “¡Nosferatu, soltá al
muchacho!”.
Como una iluminación me llegó el pensamiento: “Pelusa se mariquió”.
Lo vi bajar abochornado las menudas escaleras de la sala de
proyección, con tal atolondre que a cada zancada se le caían sus
confites,
evitó mirarme y salió soplado del cine mientras se restablecía la
proyección, dejándome la plaza para mí solo.
Ingenuo como era –y pase lo que pase lo sigo siendo–, le conté a don
Santiago el episodio brumoso.
Tanto “Nosferatu” como “Pelusa” salieron al otro día como pepa de
guama, dejándome con la vergüenza de haber pecado de sapo.
Me tranquilicé porque la barra de la 23 no volvió a atacarnos, ni
siquiera a pasar por nuestros terrenos,
y cuando asistía a otros cines y se reventaba la cinta y gritaban:
“¡Soltá al muchacho!”,
me serenaba pensando que “Nosferatu” había recuperado su puesto.
Mi otro problema se presentó cuando fui a cuadrar caja con Luis
Torres.
Estaba desbalanceado en las cuentas, pues seguí viendo la película
por dos semanas
y, en el momento de la muerte del sapo, de los nervios engullía lo
que podía.
Con sorna me preguntó: “¿Usted come mucho?”, mientras enarbolaba en
el aire los mermados sobrecitos de maní. Bajé la cabeza.
Vi que su rostro tomaba los rasgos tenebrosos de Carlos López
Moctezuma exhibiéndome la cuenta del dilapide.
Presenté irrevocable renuncia, no sólo a la actividad de vendedor,
sino al mismo maní. Desde entonces no pruebo un grano.
Con un préstamo
que me hizo “Nosferatu” cubrí el descuadre. Me contó que mantenía a
“Pelusa” encerrado escribiendo cuentos.
La caja la conservo en el cuarto de San Alejo de la casa de las
agujas. Pienso ofrecérsela al pintor Álvaro Barrios para que haga de
ella un “ready made” duchampiano y la ofrezcamos en Christie’s.
A lo mejor algún millonario excéntrico o algún fanático del cine
mexicano de la época se interese.
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