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COLUMNISTA

 

Pereira, Colombia - Edición:13.081-661

Fecha: Jueves-18-05-2023

 

Retrato del nadaísta cachorro

 

 

Por: Jotamario Arbeláez

 

Manicero

 

Esta noche no voy a poder dormir
sin comerme un cucurucho de maní.

Versión de Antonio Machin

 

A los 10 años de vida decidí empezar a ganármela, dado que el magro sueldo de mi papá en la sastrería de don Jacobo, en el Pasaje Zamoraco,

al lado de la academia de mecanografía de Remington Rand, tur tur tur tur, apenas si daba para los gastos de la casa de la carrera cuarta,

arriendo, mercado, ropa, agua, luz y cuadernos, por suerte compartidos con “Picuenigua”, el esposo de la tía Adelfa, quien además de detective secreto pesar de ser liberal trabajaba en Cicolac como repartidor en su camioneta de leche Klim en polvo y de Nescafé.

Con serrucho y martillo, adquiridos a la brava dos años atrás, cuando el 9 de abril, en la ferretería Torres y Torres,

más tres tablas de una cama desbaratada y una tira de cuero que alguna vez fue una correa de papá cuando estuvo gordo,

y siguiendo las instrucciones básicas de un manual de carpintería para infantes

construí mi cajuela de vendedor de golosinas en el teatro San Nicolás, donde ingresé recomendado por don Santiago Isaza, quien era el mandamás de Cine Colombia, y el hijo de su mujer marido de mi tía Tina.

Ya ensayaba ser escritor, pero el profesor de castellano, negro retinto para más señas, el señor Mina Balanta, que me cargaba bronca por mis frases subordinadas, me sentenció:

“Señor Arbeláez: Con ese estilo literario nunca va a ganar ni un peso con la escritura. Dedíquese más bien a vender maní.”

La tía Tina y Luis Torres tenían una tenducha enfrente del río Cali por la avenida sombreada de guaduales, carboneros y chiminangos,

donde despachaba mi abuela que no sabía leer ni escribir pero era una fiera sumando con sus diez dedos,

en los bajos del Teatro Colombia, especializado en películas mexicanas,

y en presentar en vivo luminarias aztecas, como Los Panchos, Libertad Lamarque, Arturo de Córdoba, Pedro Infante,

y hasta al villano más villano del celuloide, Carlos López Moctezuma,

obstinado cinta tras cinta en desgraciar al reparto, empezando por María Félix y el mismo Cantinflas, con su elenco de trampas, traiciones, ruindades y felonías.
 

Él me hizo orinar en los pantalones cuando me clavó la mirada como a un escuincle, mientras sorbía un aguardiente de la copa que mi abuela vigilante le despachaba.

 

 

 

Ese actor era terrorífico, con su maldad congénita hacía sufrir hasta la muerte natural a todo el elenco, y a pesar de no ser tan feo provocaba pavor el tenerlo cerca.

De la mercancía de la tienda Luis Torres surtió mi caja, previo riguroso inventario.

Lo principal eran cigarrillos Pielroja y Lucky –porque entonces se podía fumar en los cines a pesar del último vidrio prohibitorio–, y fósforos.

Pero resultó atiborrada de galguerías, para hacer la delicia bucal de los fervorosos del celuloide,

muchos de ellos de corbata y sombrero, como papá cuando iba, con la desgracia de que empezaba a roncar paralelo con la aparición del león de la Metro.

O de la nomenclatura de los Laboratorios Churubusco Azteca. O cuando, con engolado acento, el anunciador proclamaba:

“Para la realización de esta película se necesitaba nada menos que de la genial interpretación de… Joaquín Pardavé”. O de Prudencia Griffel, o de Sara García, vale decir. Se refería, lo evoco gozoso, a Gendarme de punto.

La única película que papá vio completa fue Ora Ponciano. Porque le fascinaba “Chaflán”.

A las cinco salíamos de las clases de la escuela San Nicolás, vecina de la iglesia en el mismo parque

y apenas tenía tiempo de correr a la casa, dejar el maletín de tareas

y sin probar bocado salir con la caja al cuello rumbo al teatro para atender las funciones de vespertina y nocturna.

Tenía un rival en el negocio, estudiante de la escuela Mariano Ramos, con una caja pomposa de varios compartimientos llena de productos de aspecto más atractivo,

lo cual no significaría mayor ventaja en la oscuridad de la sala. Salvo que su linterna era más potente, e iluminaba parejo el perímetro de su oferta.

Se hacía llamar “Pelusa” y comandaba la pandilla Veneno de la calle 23, rival de la nuestra, todo un machote, quien me atemorizaba con su camiseta forrada en músculos.

Dominaba la cancha protegida por matorrales de la octava enfrente de Croydon, donde se celebraban a matar partidos de fútbol entre las barras, las peleas a trompadas y en las noches coitos de lástima.

“Pelusa” también hacía sus pinitos como escritor y sus prosas mecanografiadas andaban de mano en mano.

Cuando pasaba por nuestra cuadra nos miraba como microbios

y lo que más rabia nos daba era que desde su terraza los ojos de nuestra adorada Olga García se iban tras él.

Apenas nos vio el proyeccionista, de bigotito a lo Errol Flynn y camisa fucsia, a quien llamaban “Nosferatu”,

 

pidió que en la mitad de la película, antes del crimen, el que anduviera más cerquita le subiera unos cigarrillos Pierrot.

 

Proyectaba Los olvidados, sobre unos niños marginales, uno de los cuales mata por soplón a su amigo con una piedra, antes de que lo abata la policía

 

 

 

y la madre del joven asesinado diga a cámara “Buenas noches” mientras el cadáver se pierde a lomo de burra.

Di vueltas en la oscuridad cantando esa letanía que nunca olvido: “¡Cigarrillos, fósforos, chicles, frunas, mentas, galletas, besitos, chocolatines, papitas fritas, maní de sal, el maní!”.

Entre cada venta menuda me sentaba en una butaca vacía y sacaba de cada bolsita de cacahuetes dos o tres granitos para calmar el hambre cinéfila.

En un momento dado, en mitad de la película, que era Los olvidados de Luis Buñuel, en pleno crimen, se reventó la cinta y quedamos en tinieblas mientras el público rechiflaba y pateaba con furia la espalda de las butacas vacías dejándolas en astillas,

hasta que se oyó un grito penetrante y chistoso dirigido al proyeccionista que todavía me resuena: “¡Nosferatu, soltá al muchacho!”.

Como una iluminación me llegó el pensamiento: “Pelusa se mariquió”.

Lo vi bajar abochornado las menudas escaleras de la sala de proyección, con tal atolondre que a cada zancada se le caían sus confites,

evitó mirarme y salió soplado del cine mientras se restablecía la proyección, dejándome la plaza para mí solo.

Ingenuo como era –y pase lo que pase lo sigo siendo–, le conté a don Santiago el episodio brumoso.

Tanto “Nosferatu” como “Pelusa” salieron al otro día como pepa de guama, dejándome con la vergüenza de haber pecado de sapo.

Me tranquilicé porque la barra de la 23 no volvió a atacarnos, ni siquiera a pasar por nuestros terrenos,

y cuando asistía a otros cines y se reventaba la cinta y gritaban: “¡Soltá al muchacho!”,

me serenaba pensando que “Nosferatu” había recuperado su puesto.

Mi otro problema se presentó cuando fui a cuadrar caja con Luis Torres.

Estaba desbalanceado en las cuentas, pues seguí viendo la película por dos semanas

y, en el momento de la muerte del sapo, de los nervios engullía lo que podía.

Con sorna me preguntó: “¿Usted come mucho?”, mientras enarbolaba en el aire los mermados sobrecitos de maní. Bajé la cabeza.

Vi que su rostro tomaba los rasgos tenebrosos de Carlos López Moctezuma exhibiéndome la cuenta del dilapide.

Presenté irrevocable renuncia, no sólo a la actividad de vendedor, sino al mismo maní. Desde entonces no pruebo un grano.

 

Con un préstamo que me hizo “Nosferatu” cubrí el descuadre. Me contó que mantenía a “Pelusa” encerrado escribiendo cuentos.

La caja la conservo en el cuarto de San Alejo de la casa de las agujas. Pienso ofrecérsela al pintor Álvaro Barrios para que haga de ella un “ready made” duchampiano y la ofrezcamos en Christie’s.

A lo mejor algún millonario excéntrico o algún fanático del cine mexicano de la época se interese.

 

 

 

 

  

 

 

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