Retrato
del nadaísta cachorro
Por: Jotamario
Arbeláez
Mi
amigo el fetichista
Al fondo del
Pasaje Sardi, en la carrera quinta entre veinte y veintiuna, en San
Nicolás,
vivía la familia Pérsico, compuesta por los padres, una niña con
ricitos de oro, Álvaro, mi condiscípulo en la escuela, Jorge y
Humberto.
Éste último se las tiraba de brujo cuando jugaba con nosotros, los
de la barra de la 20, a la ruleta, a los naipes o a los dados,
apostando con billetes de cajetillas de cigarrillos dobladas por los
ribetes y con distintos valores, según la marca.
Siempre terminaba ganando y, arruinados, los contumaces apostadores
nos resignábamos a seguir recorriendo los bares del centro de la
ciudad
para recoger nuevas cajetillas vacías que nos permitieran continuar
con el juego.
Atesoraba en cajas de cartón de electrodomésticos su fortuna
ilusoria, y a veces se daba el lujo aberrante, en la soledad de su
cuarto,
de nadar en medio de todo ese billeterío, lo que le producía ronchas
en la barriga.
Él se encargaba de tasar el valor de cada etiqueta: el Pielroja
marcaba veinte pesos; Pierrot, cincuenta; Lucky y Camel’s cien cada
uno; doscientos el Vicveroy.
Y si uno encontraba alguna cajetilla de un cigarrillo exótico
arrojada a la calle por algún extranjero, que debería valer mil por
no circular en nuestro mercado,
el envidioso financista se apresuraba a devaluarla tasándola en
treinta pesos, hasta captarla, que era cuando recuperaba el fabuloso
valor prefijado por nuestra inútil malicia.
Fue el primero que me propuso que, si quería hacer un pacto con el
diablo, me serviría de vocero,
pues había conseguido un libraco con todos los secretos de la magia
negra abreviados, Opalsky el Mago.
Así, podría ganar en todos los juegos, incluso siendo él el tallador
del garito y con plata de verdad y quebrar la banca.
Pasar todos los exámenes en el colegio sin necesidad de estudiar.
Conseguir a todas las viejas por las que se me enderezara el palito.
Viajar por el mundo y palpar el sabor de la saliva en varios
idiomas.
Y, sobre todo, tener un perfil agraciado, para que el mundo se
inclinara ante uno, ya fuera de frente o de espaldas.
Aunque para esa época ya tenía fama de descreído y atravesado pegué
carrera y, en la severa iglesia de San Nicolás –por primera y única
vez en la vida hecho un sapo–,
le puse la queja al padre Lamberto Muermann, quien llegó provisto de
su hisopo y su balde de agua bendita a rociar al maldito tentador
del barrio.
Toda la gente del callejón salió con los cristos de sus paredes en
procesión solemne de desagravio
y se contaban unos a otros que de esa casa salían olores de azufre y
en la alta noche solía oírse ruidos de lamentos y arrastrar de
cadenas.
Si hubiera sido en esta época se habría dicho que se trataba de una
cárcel del pueblo
y el pobre Humberto habría corrido el riesgo de mascar guandoca.
Supongo que me perdonó el haberlo convertido en víctima de exorcismo
–que lo que hizo fue dejarlo peor, como ya veremos–,
porque pasados los años volví a verlo por los alrededores del Teatro
Colombia, al pie de unos afiches de la película Trapecio, con una
chaqueta de príncipe,
y por Dios que la mota de su pelo era igualita a la de Tony Curtis,
en tanto que la mía semejaba la de otro actor sin carácter.
Me saludó con una sonrisa cómplice y me preguntó que cómo iba mi
vida galante de picaflor, que la suya era superlativa,
aunque había tenido que suspender el meneo por la luxación de una
vértebra, lo que obligaba a sus levantes a adoptar la posición de
Lilith, que si ya había leído el libro Cáncer,
de Miller,
y al escuchar mi respuesta ignorante del autor y del título, me dijo
que me encontraba con varios siglos de retraso en literatura y que
así cómo aspiraba a ser escritor.
Para no dejarme corchar le dije que estaba involucrado con el
Marqués de Sade y el Conde de Lautréamont -de los que tenía somera
noticia por un diccionario de citas-,
y que para mi refocilar disponía de tres amigas cercanas,
estudiantes de enfermería,
cada una de las cuales me prestaba uno de los tres empíricos
primeros auxilios sexuales. Todo ello producto de su admiración por
mi mota.
Él se arregló la
suya a lo Rory Calhoun y noté que me miraba con un toque de lástima.
Llevaba entre las manos un catálogo elegantemente empastado en cuero
de zapatos femeninos de las mejores marcas y diseños –semejante
pecuecudo–,
firmas de las que
me dijo posaba de
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exclusivo
representante en el área andina.
Caminamos un rato a lo largo de la avenida Colombia aspirando el
aroma de las camias y el hedor del río y, a la altura del puente
España,
mientras yo le iba explicando que me había decidido por ser un
obseso del sexo extremo, porque me sentía llamado a convertirme en
un escritor obsceno como el autor de El
amante de Lady Chatterley,
él sonreironizaba diciéndome: El sexo es praxis, hermanito, no la
monotonía del pensamiento rijoso. Además, D.H. Lawrence en el sexo
es un mojigato.”
Y me planteó que si ese era en realidad mi ignominioso propósito
debería más bien frecuentar a Steckel y el análisis de sus casos.
Me confesó que había descubierto en él una parapatía congénita –“eso
que vos interpretarías como una aberración, cuando se trata de una
bendición impartida por mi dios Eros.
Consistía en que su desenfrenado erotismo tenía una fijación
definida: las zapatillas femeninas. Eran el mejor y más deleitoso
manjar sexual, por encima de cualquier cuerpo de mujer.
“Palpa la delicadeza del cuero y el cruce de sus costuras. Aprieta y
abrocha las correhuelas. Fíjate bien en el foso satinado por donde
entra el empeine, mientras más puntudo mejor, sobre todo si además
lo soporta el tacón puntilla.
¿Te imaginas el roce continuado del bastón de mando? ¿Sintiendo que
sobre tal objeto se alza esa estatua viviente que es la mujer, que
toda la santa anoche estuvo tirando paso en Fantasio?”
Guardé silencio y se la di por ganada. Él si había descubierto para
qué servía el sexo, más allá del monótono rastrillar de unos órganos
en pistas de baile, vestidos, y desvestidos en piezas de alquiler
momentáneas.
En un momento en que el sol hizo cambio de luces vio que avanzaba
por el andén de Coltabaco una espigada morocha que apretaba su falda
por los costados para impedir que el viento de las cinco de la tarde
se la levantara
y permitiera a los espabilados caminantes verla en calzones, que me
adelanté a imaginar azules y transparentes.
Calzaba unos zapatos plataforma con recubierta de lona sin mayor
sex- appeal, para mi gusto, pero Humberto cruzó la avenida y se le
enfrentó.
Le seguí saltando.
Represento la empresa internacional El calzado de las estrellas, de
Puerto Rico,
y soy el designado para descubrir estilos en uso que puedan
implementarse con algunos osados retoques en el mundo de la nueva
fantasía zapatillera.
Y procedió a llenar un formulario con sus datos personales, y a
ofrecerle calzado gratis de por vida si su modelo era escogido, como
él estaba seguro.
Permítame su par de zapatos, para hacerle unas fotos y devolvérselo
a su dirección en dos o tres días, con la noticia de la aprobación.
Mientras tanto le ofrecía unas modestas chancletas para que pudiera
llegar a su casa. Y felicitaciones, Juliana.
A pesar de ser ya un narrador avezado, se me hizo indescriptible el
júbilo que recorrió las fibras de Pérsico cuando recibió de la
sorprendida gacela los zapatones que se apresuró a introducir en una
bolsa de lujo.
Templó tolda instantáneamente. Los pelos se le esponjaron,
la cara se le puso roja como al borde del paroxismo, la espina
dorsal se le dobló como la de un gato al desperezarse, los piecitos
brincaron uno tras otro en el mismo punto;
me invitó a tomar una Pilsen en el Tamanaco pero, incapaz de
terminarla y temiendo que confianzudos contertulios se nos acercaran
y profanaran el adorable envoltorio que había puesto sobre la mesa,
se despidió de mí con un abrazo tembleque, apretando los zapatos
entre nuestros dos pechos,
y saltó a un taxi dando la dirección de su casa, en Bretaña.
Quedé viendo un chispero, debo decirlo.
Me había hecho un experto en las posiciones sexuales divulgadas por
el Kamasutra, el Ananga-Ranga y
el Jardín perfumado,
libros introducidos en Occidente por sir Richard Burton,
más las caricias osadas que aconsejan por igual el tantrismo y la
revista Lui,
pero no me había imaginado que el erotismo tuviera cabida en algo
que fuera más allá de los agujeros de la pareja, y menos en objetos
sexuales inanimados.
Reventando de curiosidad, al otro día volví a pasar por el hall del
Teatro Colombia, donde anunciaban El
rock de la cárcel, con Elvis Presley,
y me sentí orgulloso frente al afiche al cotejar nuestras motas.
De pronto lo vi, demacrado, y con las manos tremantes sobre su
dichoso catálogo.
Era un sitio perfecto para asaltar a las distraídas cinéfilas y huir
con sus despojados botines.
Lo invité a
terminar la cerveza, ya que todavía no había logrado (ni él, ni yo)
engatusar el prospecto del día,
y a que me contara el desenlace de su requiebro.
Pero él prefirió
convidarme a su pieza –en la casa de su familia, donde sólo quedaban
sus padres y él, ¡lástima que no estuviera ricitos de oro!–, si yo
gastaba media botella de brandy.
Nunca imaginé que me estaban invitando a una orgía perpetua, en un
harem de cuero.
Saludé al señor y
a la señora pérsicos, quienes me reconocieron al instante como el
pichón de poeta que desanimaba con
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poesías de Julio
Flórez las fiestas de la madre en la escuela San Nicolás.
Y proseguí a la recámara de su vaguísimo vástago.
Aparte de un camastro modesto en un rincón, y de una pequeña
biblioteca de precaria sensualidad, donde se destacaba tímidamente
una edición en rústica de El
infierno, del tal Barbusse,
se distinguían tres pedestales de diferentes alturas, de esos sobre
los cuales se exhiben las copas de los premiados en juegos
olímpicos,
pero sobre éstos lo que había era tres pares de zapatos de mujeres
engañadas de variados modelos,
en el más bajo unos zapatos pom-pom cantados por Oscar Golden, en el
siguiente unos mocasines de damasco rojo con sendas rosas en el
empeine y en el tercero el trofeo recabado ayer.
Se notaban seriamente estrujados, todos.
Me presentó sus conquistas inanimadas, llevándolas a los labios, una
por una.
Me dijo que tenía el privilegio de ser el primer hombre que pisaba
su pecaminoso sancta-sanctorum, gracias a mi empeño de convertirme
en un homo eroticus.
Debo advertir que me hizo descalzar y dejar afuera mis botas
empantanadas.
Te las vienes tirando de sexómano, me dijo, sirviendo el brandy en
dos copas barrigonas que le alcanzó su mamá, pero no tienes idea de
nada de nada.
Crees que la sexualidad se limita al viejo mete-y-saca de La naranja
mecánica. Ese jueguito ingenuo es para la procreación, hijo mío.
De la mujer son más excitantes sus ropas que su mismo cuerpo.
¿Nunca te has vestido de mujer, por ventura? No sabes de lo que te
has perdido.
Yo tampoco lo he hecho, porque mamá es de una talla muy grande y
además usa modelos muy serios, pero me lo han contado en el club.
¿En el club?, osé preguntarle.
En el Club del Extrovertido, del que soy primer secretario. Cuando
quieras te recomiendo.
Recordé el día que se ofreció a presentarme al demonio para negociar
mi alma. Esta vez no salí corriendo porque me picó la curiosidad.
¿Te gustan mis fetiches? Puedes contestarme con sinceridad, pues no
soy celoso. Por lo menos hasta el momento.
Puedo cederte los pom-pom, capturados a las puertas del Aristi,
donde una niña hacía su entrada a ver Muévete
al compás del reloj.
O los mocasines de damasco, a la entrada del Colón, que fueron de
una cantante que pretendía ser enganchada en el Club del Clan.
Perdóname que no te ofrezca los plataforma de Juliana. Estamos
viviendo un romance tórrido.
Creo que esa relación va para largo, si no logro pronto sustituirla
por algo más excitante y sofisticado, como unos zapatones de cante
jondo.
A estas alturas del partido, y con tres brandís entre pecho y
espalda, no sabía qué pensar.
A decir verdad, no me llamaba para nada la atención la generosa
oferta de mi amigote, de quien recordé que cuando pequeños no le
llamábamos solamente “el brujo” sino también “el loco”.
No me veía besando y acariciando e introduciéndome en tamaños
sustitutos objetales, aunque ya comenzaban a obsesionarme las
novelas de Robbe-Grillet, esas donde casi no hay personajes sino
objetos –todo objeto es sexual, como dijo el otro– que circulan con
vida propia.
Podría lastimarme con una puntilla salida. Podría contraer hongos.
Podría contagiarme un juanete. Podría adquirir una pecueca venérea.
No señor, a otro perro con ese hueso.
Decline con toda decencia la cortesía esquimal de mi amigo.
El brujo me hacía sentir como un miserable célibe al no manifestarle
excitación alguna hacia sus fetiches.
Más bien me llamó la atención en su biblioteca, sobre la que recaí,
ver que tenía el Erótica
Biblión, de Mirabeau, La
novela de la lujuria, de Anónimo, la Historia
del ojo, de Bataille y El
tapiz del amor celeste, de Li-Yun.
Le hablé de lo que cada uno de estos tomos había significado en la
edificación de mi concupiscencia, pero él me hizo señas de que
hablaba de períodos ya superados.
Me tomé un último trago barrigoncito y le manifesté mi deseo de
esfumarme.
Él dijo que le permitiera dirigirse al baño por un apremio, llevando
consigo debajo del brazo su último par de levantes, no sin antes
reiterarme que todo ese ámbito personal era mío.
Lo único que me advirtió fue que no tratara de abrir el closet. Y
fue lo primero que se me ocurrió cuando estuve solo.
Lo hice, y cayeron sobre mi humanidad no menos de un millar de pares
de zapatillas de mujer, de diferentes colores, formas y marcas.
Múltiples taconazos en la cabeza me martillaron hasta el desmayo.
Cuando desperté, el hombre me estaba rociando alcohol sobre las
narices y cacheteándome. Iracundo, me dijo que era hora de que me
fuera.
Que sentía mucho
que no hubiera estado a la altura de las circunstancias. Que quien
no tenía tacto nunca podría tener estilo. Que estaba seguro de que
nunca llegaría a ser un buen escritor, menos un buen escritor
erótico y muchísimo menos un erotómano.
Con esta historia, que no tiene ninguna pretensión de retaliación o
denuncia,
trato de probarle que está equivocado
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