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COLUMNISTA

 

Pereira, Colombia - Edición:13.083-663

Fecha: Martes-23-05-2023

 

Retrato del nadaísta cachorro

 

 

Por: Jotamario Arbeláez

 

 Mi amigo el fetichista

 

Al fondo del Pasaje Sardi, en la carrera quinta entre veinte y veintiuna, en San Nicolás,

vivía la familia Pérsico, compuesta por los padres, una niña con ricitos de oro, Álvaro, mi condiscípulo en la escuela, Jorge y Humberto.

Éste último se las tiraba de brujo cuando jugaba con nosotros, los de la barra de la 20, a la ruleta, a los naipes o a los dados,

apostando con billetes de cajetillas de cigarrillos dobladas por los ribetes y con distintos valores, según la marca.

Siempre terminaba ganando y, arruinados, los contumaces apostadores nos resignábamos a seguir recorriendo los bares del centro de la ciudad

para recoger nuevas cajetillas vacías que nos permitieran continuar con el juego.

Atesoraba en cajas de cartón de electrodomésticos su fortuna ilusoria, y a veces se daba el lujo aberrante, en la soledad de su cuarto,

de nadar en medio de todo ese billeterío, lo que le producía ronchas en la barriga.

Él se encargaba de tasar el valor de cada etiqueta: el Pielroja marcaba veinte pesos; Pierrot, cincuenta; Lucky y Camel’s cien cada uno; doscientos el Vicveroy.

Y si uno encontraba alguna cajetilla de un cigarrillo exótico arrojada a la calle por algún extranjero, que debería valer mil por no circular en nuestro mercado,

el envidioso financista se apresuraba a devaluarla tasándola en treinta pesos, hasta captarla, que era cuando recuperaba el fabuloso valor prefijado por nuestra inútil malicia.

Fue el primero que me propuso que, si quería hacer un pacto con el diablo, me serviría de vocero,

pues había conseguido un libraco con todos los secretos de la magia negra abreviados, Opalsky el Mago.

Así, podría ganar en todos los juegos, incluso siendo él el tallador del garito y con plata de verdad y quebrar la banca.

Pasar todos los exámenes en el colegio sin necesidad de estudiar.

Conseguir a todas las viejas por las que se me enderezara el palito.

Viajar por el mundo y palpar el sabor de la saliva en varios idiomas.

Y, sobre todo, tener un perfil agraciado, para que el mundo se inclinara ante uno, ya fuera de frente o de espaldas.

Aunque para esa época ya tenía fama de descreído y atravesado pegué carrera y, en la severa iglesia de San Nicolás –por primera y única vez en la vida hecho un sapo–,

le puse la queja al padre Lamberto Muermann, quien llegó provisto de su hisopo y su balde de agua bendita a rociar al maldito tentador del barrio.

Toda la gente del callejón salió con los cristos de sus paredes en procesión solemne de desagravio

y se contaban unos a otros que de esa casa salían olores de azufre y en la alta noche solía oírse ruidos de lamentos y arrastrar de cadenas.

Si hubiera sido en esta época se habría dicho que se trataba de una cárcel del pueblo

y el pobre Humberto habría corrido el riesgo de mascar guandoca.

Supongo que me perdonó el haberlo convertido en víctima de exorcismo –que lo que hizo fue dejarlo peor, como ya veremos–,

porque pasados los años volví a verlo por los alrededores del Teatro Colombia, al pie de unos afiches de la película Trapecio, con una chaqueta de príncipe,

y por Dios que la mota de su pelo era igualita a la de Tony Curtis, en tanto que la mía semejaba la de otro actor sin carácter.

Me saludó con una sonrisa cómplice y me preguntó que cómo iba mi vida galante de picaflor, que la suya era superlativa,

aunque había tenido que suspender el meneo por la luxación de una vértebra, lo que obligaba a sus levantes a adoptar la posición de Lilith, que si ya había leído el libro Cáncer, de Miller,

y al escuchar mi respuesta ignorante del autor y del título, me dijo que me encontraba con varios siglos de retraso en literatura y que así cómo aspiraba a ser escritor.

Para no dejarme corchar le dije que estaba involucrado con el Marqués de Sade y el Conde de Lautréamont -de los que tenía somera noticia por un diccionario de citas-,

y que para mi refocilar disponía de tres amigas cercanas, estudiantes de enfermería,

cada una de las cuales me prestaba uno de los tres empíricos primeros auxilios sexuales. Todo ello producto de su admiración por mi mota.

 

Él se arregló la suya a lo Rory Calhoun y noté que me miraba con un toque de lástima.

Llevaba entre las manos un catálogo elegantemente empastado en cuero de zapatos femeninos de las mejores marcas y diseños –semejante pecuecudo–,

 

firmas de las que me dijo posaba de

 

 

 

exclusivo representante en el área andina.

Caminamos un rato a lo largo de la avenida Colombia aspirando el aroma de las camias y el hedor del río y, a la altura del puente España,

mientras yo le iba explicando que me había decidido por ser un obseso del sexo extremo, porque me sentía llamado a convertirme en un escritor obsceno como el autor de El amante de Lady Chatterley,

él sonreironizaba diciéndome: El sexo es praxis, hermanito, no la monotonía del pensamiento rijoso. Además, D.H. Lawrence en el sexo es un mojigato.”

Y me planteó que si ese era en realidad mi ignominioso propósito debería más bien frecuentar a Steckel y el análisis de sus casos.

Me confesó que había descubierto en él una parapatía congénita –“eso que vos interpretarías como una aberración, cuando se trata de una bendición impartida por mi dios Eros.

Consistía en que su desenfrenado erotismo tenía una fijación definida: las zapatillas femeninas. Eran el mejor y más deleitoso manjar sexual, por encima de cualquier cuerpo de mujer.

“Palpa la delicadeza del cuero y el cruce de sus costuras. Aprieta y abrocha las correhuelas. Fíjate bien en el foso satinado por donde entra el empeine, mientras más puntudo mejor, sobre todo si además lo soporta el tacón puntilla.

¿Te imaginas el roce continuado del bastón de mando? ¿Sintiendo que sobre tal objeto se alza esa estatua viviente que es la mujer, que toda la santa anoche estuvo tirando paso en Fantasio?”

Guardé silencio y se la di por ganada. Él si había descubierto para qué servía el sexo, más allá del monótono rastrillar de unos órganos en pistas de baile, vestidos, y desvestidos en piezas de alquiler momentáneas.

En un momento en que el sol hizo cambio de luces vio que avanzaba por el andén de Coltabaco una espigada morocha que apretaba su falda por los costados para impedir que el viento de las cinco de la tarde se la levantara

y permitiera a los espabilados caminantes verla en calzones, que me adelanté a imaginar azules y transparentes.

Calzaba unos zapatos plataforma con recubierta de lona sin mayor sex- appeal, para mi gusto, pero Humberto cruzó la avenida y se le enfrentó.

Le seguí saltando.

Represento la empresa internacional El calzado de las estrellas, de Puerto Rico,

y soy el designado para descubrir estilos en uso que puedan implementarse con algunos osados retoques en el mundo de la nueva fantasía zapatillera.

Y procedió a llenar un formulario con sus datos personales, y a ofrecerle calzado gratis de por vida si su modelo era escogido, como él estaba seguro.

Permítame su par de zapatos, para hacerle unas fotos y devolvérselo a su dirección en dos o tres días, con la noticia de la aprobación.

Mientras tanto le ofrecía unas modestas chancletas para que pudiera llegar a su casa. Y felicitaciones, Juliana.

A pesar de ser ya un narrador avezado, se me hizo indescriptible el júbilo que recorrió las fibras de Pérsico cuando recibió de la sorprendida gacela los zapatones que se apresuró a introducir en una bolsa de lujo.


Templó tolda instantáneamente. Los pelos se le esponjaron,


la cara se le puso roja como al borde del paroxismo, la espina dorsal se le dobló como la de un gato al desperezarse, los piecitos brincaron uno tras otro en el mismo punto;


me invitó a tomar una Pilsen en el Tamanaco pero, incapaz de terminarla y temiendo que confianzudos contertulios se nos acercaran y profanaran el adorable envoltorio que había puesto sobre la mesa,


se despidió de mí con un abrazo tembleque, apretando los zapatos entre nuestros dos pechos,


y saltó a un taxi dando la dirección de su casa, en Bretaña.

Quedé viendo un chispero, debo decirlo.


Me había hecho un experto en las posiciones sexuales divulgadas por el Kamasutra, el Ananga-Ranga y el Jardín perfumado, libros introducidos en Occidente por sir Richard Burton,


más las caricias osadas que aconsejan por igual el tantrismo y la revista Lui,


pero no me había imaginado que el erotismo tuviera cabida en algo que fuera más allá de los agujeros de la pareja, y menos en objetos sexuales inanimados.

Reventando de curiosidad, al otro día volví a pasar por el hall del Teatro Colombia, donde anunciaban El rock de la cárcel, con Elvis Presley,


y me sentí orgulloso frente al afiche al cotejar nuestras motas.


De pronto lo vi, demacrado, y con las manos tremantes sobre su dichoso catálogo.


Era un sitio perfecto para asaltar a las distraídas cinéfilas y huir con sus despojados botines.

 

Lo invité a terminar la cerveza, ya que todavía no había logrado (ni él, ni yo) engatusar el prospecto del día,


y a que me contara el desenlace de su requiebro.

 

Pero él prefirió convidarme a su pieza –en la casa de su familia, donde sólo quedaban sus padres y él, ¡lástima que no estuviera ricitos de oro!–, si yo gastaba media botella de brandy.


Nunca imaginé que me estaban invitando a una orgía perpetua, en un harem de cuero.

 

Saludé al señor y a la señora pérsicos, quienes me reconocieron al instante como el pichón de poeta que desanimaba con

 

 

 

poesías de Julio Flórez las fiestas de la madre en la escuela San Nicolás.

Y proseguí a la recámara de su vaguísimo vástago.

Aparte de un camastro modesto en un rincón, y de una pequeña biblioteca de precaria sensualidad, donde se destacaba tímidamente una edición en rústica de El infierno, del tal Barbusse,

se distinguían tres pedestales de diferentes alturas, de esos sobre los cuales se exhiben las copas de los premiados en juegos olímpicos,

pero sobre éstos lo que había era tres pares de zapatos de mujeres engañadas de variados modelos,

en el más bajo unos zapatos pom-pom cantados por Oscar Golden, en el siguiente unos mocasines de damasco rojo con sendas rosas en el empeine y en el tercero el trofeo recabado ayer.

Se notaban seriamente estrujados, todos.

Me presentó sus conquistas inanimadas, llevándolas a los labios, una por una.

Me dijo que tenía el privilegio de ser el primer hombre que pisaba su pecaminoso sancta-sanctorum, gracias a mi empeño de convertirme en un homo eroticus.

Debo advertir que me hizo descalzar y dejar afuera mis botas empantanadas.

Te las vienes tirando de sexómano, me dijo, sirviendo el brandy en dos copas barrigonas que le alcanzó su mamá, pero no tienes idea de nada de nada.

Crees que la sexualidad se limita al viejo mete-y-saca de La naranja mecánica. Ese jueguito ingenuo es para la procreación, hijo mío.

De la mujer son más excitantes sus ropas que su mismo cuerpo.

¿Nunca te has vestido de mujer, por ventura? No sabes de lo que te has perdido.

Yo tampoco lo he hecho, porque mamá es de una talla muy grande y además usa modelos muy serios, pero me lo han contado en el club. ¿En el club?, osé preguntarle.

En el Club del Extrovertido, del que soy primer secretario. Cuando quieras te recomiendo.

Recordé el día que se ofreció a presentarme al demonio para negociar mi alma. Esta vez no salí corriendo porque me picó la curiosidad.

¿Te gustan mis fetiches? Puedes contestarme con sinceridad, pues no soy celoso. Por lo menos hasta el momento.

Puedo cederte los pom-pom, capturados a las puertas del Aristi, donde una niña hacía su entrada a ver Muévete al compás del reloj.

O los mocasines de damasco, a la entrada del Colón, que fueron de una cantante que pretendía ser enganchada en el Club del Clan.

Perdóname que no te ofrezca los plataforma de Juliana. Estamos viviendo un romance tórrido.

Creo que esa relación va para largo, si no logro pronto sustituirla por algo más excitante y sofisticado, como unos zapatones de cante jondo.

A estas alturas del partido, y con tres brandís entre pecho y espalda, no sabía qué pensar.

A decir verdad, no me llamaba para nada la atención la generosa oferta de mi amigote, de quien recordé que cuando pequeños no le llamábamos solamente “el brujo” sino también “el loco”.

No me veía besando y acariciando e introduciéndome en tamaños sustitutos objetales, aunque ya comenzaban a obsesionarme las novelas de Robbe-Grillet, esas donde casi no hay personajes sino objetos –todo objeto es sexual, como dijo el otro– que circulan con vida propia.

Podría lastimarme con una puntilla salida. Podría contraer hongos. Podría contagiarme un juanete. Podría adquirir una pecueca venérea. No señor, a otro perro con ese hueso.

Decline con toda decencia la cortesía esquimal de mi amigo.

El brujo me hacía sentir como un miserable célibe al no manifestarle excitación alguna hacia sus fetiches.

Más bien me llamó la atención en su biblioteca, sobre la que recaí, ver que tenía el Erótica Biblión, de Mirabeau, La novela de la lujuria, de Anónimo, la Historia del ojo, de Bataille y El tapiz del amor celeste, de Li-Yun.

Le hablé de lo que cada uno de estos tomos había significado en la edificación de mi concupiscencia, pero él me hizo señas de que hablaba de períodos ya superados.

Me tomé un último trago barrigoncito y le manifesté mi deseo de esfumarme.

Él dijo que le permitiera dirigirse al baño por un apremio, llevando consigo debajo del brazo su último par de levantes, no sin antes reiterarme que todo ese ámbito personal era mío.

Lo único que me advirtió fue que no tratara de abrir el closet. Y fue lo primero que se me ocurrió cuando estuve solo.

Lo hice, y cayeron sobre mi humanidad no menos de un millar de pares de zapatillas de mujer, de diferentes colores, formas y marcas. Múltiples taconazos en la cabeza me martillaron hasta el desmayo.

Cuando desperté, el hombre me estaba rociando alcohol sobre las narices y cacheteándome. Iracundo, me dijo que era hora de que me fuera.

 

Que sentía mucho que no hubiera estado a la altura de las circunstancias. Que quien no tenía tacto nunca podría tener estilo. Que estaba seguro de que nunca llegaría a ser un buen escritor, menos un buen escritor erótico y muchísimo menos un erotómano.

Con esta historia, que no tiene ninguna pretensión de retaliación o denuncia,

trato de probarle que está equivocado

 

 

 

 

  

 

 

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