“Mi reino
por este mundo” sigue rodando
Por: Jotamario
Arbeláez
Desde que escribí Santa Librada College, en enero de 1960, quedé
graduado de poeta ya que bachiller no lo fui.
O lo fui muchos años después, en calidad de honoris causa, a causa
del éxito de ese mismo poema que me publicaron por toda América.
Durante los primeros 60s escribí en Cali los poemas de Zona de
tolerancia, no en homenaje del barrio de las putarronas, por
entonces más visitado que el Club Colombia,
sino buscando indulgencia por los deliberados deslices que pudiera
cometer mi insipiente incipiencia.
Algunos de esos poemas los publicó Gonzalo Arango en la antología 13
poetas nadaístas. El resto se quedó inédito. Hasta que en 2013 los
imprimió en edición de lujo Cátedra Pedagógica.
En 1970 me fui de Cali huyendo de los Juegos Panamericanos que se
venían y detrás de la bola de cristal de la Maga Atlanta que vino a
picarme arrastre.
Y como le habían robado las elecciones al General, a escribir con
Elmo Valencia El libro rojo de Rojas, que un día habría de llevar al
M-19 a la presidencia de nuestra república, que era petrolera hasta
Petro.
Pues ese movimiento sería la consecuente Guardia roja de Rojas,
bastante diferente de la revolución cultural amarilla.
El hecho es que no
tuvo el éxito del Libro rojo de Mao, pues con sus páginas de papel
barato no se podían armar baretos.
Ante tal fracaso editorial y político me dediqué de lleno al
hippismo la década del 70, y a convertir a la hija de la Maga, María
de las Estrellas, en una portentosa poeta, como en realidad llegó a
serlo.
Me ufanaba de
publicar mis prosas profanas en los periódicos utilizando el solo
Jotamario sin apellido, pues quería ser alguien de un solo nombre,
retumbante como Krishnamurti, Vivekananda, Safo, Almafuerte.
Pero por los 80
comenzó a aparecer en la televisión en colores un personaje que era
todo lo contrario de lo que yo podía representar,
y usaba no sólo mi nombre sino el apellido de mi carnal y coautor
del libro de Rojas, Jota Mario Valencia.
Tuvimos que
declarar que era un hijo natural de ambos, y que por eso llevaba el
nombre del papá y el apellido de la mamá.
El hecho es que desde entonces cada vez que me presentaban a alguien
y oía mi nombre sólo exclamaba: ¡Ah, Jota Mario Valencia!,
y en los medios cuando publicaban mis infrecuentes colaboraciones
les agregaban el apellido Valencia.
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En mis recitales
los presentadores me otorgaban inconscientes el indeseable apellido.
Y hasta el presidente Betancur, me presentó ante el embajador de
Venezuela como el poeta Jota Mario Valencia
Y en los salones ya no me trataban como a un espurio o a un esputo
sino como a un ente adorable, como a un ángel.
No sabía cómo recuperar mi identidad de atorrante, que tanta
haraganería me había costado.
Acudí entonces al atado de poemas en borrador que había traído en mi
mochila y me puse a trabajarlos enfrente de la bola de cristal de la
Maga,
para participar en el Premio Nacional de Poesía de la Oveja Negra,
editorial por entonces de Gabo, y de Golpe de Dados, la revista de
Mario Rivero,
quien hacía parte del jurado con otras dos estrellas de entonces:
Darío Jaramillo Agudelo y J. G. Cobo Borda.
Sobra decir que –por veredicto unánime– gané, con Mi reino por este
mundo. Pero, para dármela por ganada, impuse que fuera la última vez
que publicara un libro sin que figurara papá.
El tomo, que era
voluminoso con su contenido de 1960 al 80, se publicó en un 60%,
para que el precio no resultara tan oneroso en un poeta que –por
entonces– menospreciaba el dinero.
Y allí fue Troya, pero al revés. Todo le comenzó a andar de perlas
al poeta güiskiladeado. Lo aquilataron en la publicidad y en el
periodismo.
Y como ya se le terminaba de caer el pelo, hubo de renunciar al
hippismo.
Pasados otros 40
años, a la versión completa de los 80 agregó los poemas escritos
hasta el 2000 y se los envió al poeta clave de su llavero, Armando
Romero,
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quien no solo lo
prologó sino que consiguió su preciosa publicación por parte de la
Universidad del Valle,
y el día de su lanzamientos por providencial coincidencia la
Gobernación del Valle del Cauca le concedió el Premio a la Vida y a
la Obra,
que años atrás había recibido de México, el “López Velarde” de la
Universidad de Zacatecas, y de España el “Dámaso Alonso”, de la
Academia del Buen Decir.
Y la editorial más importante en idioma español, Fondo de Cultura
Económica (FCE), que dirige en Colombia Gabriela Rocca,
hizo una nueva, exquisita y monumental edición que ya está en oferta
en todas las librerías de Colombia e Hispanoamérica.
Hubo una época en que la crítica literaria se encargaba de poner un
libro en las nubes.
Y esa crítica se expresaba a través de la prensa escrita y hablada.
Pero ya casi todos los periódicos y revistas han suspendido esas
secciones, y los críticos literarios han pasado al uso del buen
retiro.
Por eso toca a los
propios escritores y poetas que, como yo, compartieron con la
publicidad y el periodismo su máquina de escribir, promover el
producto de su eterna cantata.
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