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COLUMNISTA

 

Pereira, Colombia - Edición:13.099-679

Fecha: Jueves-29-06-2023

 

Contratiempo

 

 

Por: Jotamario Arbeláez

jotamarionada@hotmail.com

 

De aquí a la eternidad

 

Anoche se me fue el tiempo que le consagro a esta columna pergeñando poemillas para estar acorde con la fecha que se acerca del veintenario del suicidio de María Mercedes Carranza, esa poeta que se la pasó deshojando las flores que le presentaba la vida hasta quedarse sólo con el pedúnculo. Desde hace el tiempo que reposo en un paraíso villaleyvano, vengo tratando ese tema que casi no había tocado antes, cuando me la pasaba derrochando vitalismo de nocherniego. Había que cabalgar la pradera de la existencia sobre las alas del amor que aviva la vida. Por tanto la muerte propia no se colaba en la tinta de mis escritos. Al presente, de la noche me queda la mesa repleta de libros, que repaso para señalar esos textos que me estremecen. Uno de ellos es de María Mercedes, en el que pasa la aspiradora sobre los elementos naturales y los valores establecidos, hasta bordear el 0 absoluto. El poema titula “Érase una mujer a una virtud pegada” y lleva un epígrafe de Juan Rulfo: “No tenía ganas de nada, sino de vivir”.

“Yace para siempre / pisoteada, / cubierta de vergüenza, / muerta / y en nada convertida, / mi última virtud. / Ahora soy una mujer / de vida alegre, / una perdida: cumplo / con todos mis deberes, / soy pozo / de bondades, respiro / santidad por cada poro. / Interrumpo la luz, / le cierro / la

 

 

 

boca al viento, / borro las montañas, / tacho el sol, / el cero me lo como / y enmudezco el qué. / Elimino la vida.”
 

Este poema lo escribió por lo menos 20 años antes de emprender la retirada. Y véase que previamente quería también eliminar lo que la rodeaba, lo que le permitía respirar y moverse. Me trae a la memoria las palabras que repetía en sus últimos días ese otro espectáculo delirante que fuera Carlos Mayolo. Cuando se le preguntaba en qué andaba: “Estoy barriendo para entregar”, contestaba. Y luego de hacer esos honores a la escoba, cortó la cinta.

 

Estoy atiborrado de borradores de esos libros que componen “Los días contados”, hojas testimoniales de lo que me pasó y vi pasar en estos largos años de turista por el planeta que me asignaron, y no sé si alcance a terminarlos y organizarlos pero aquí vamos, con estas dos yemas índices que no han parado de repicar sobre mis amplios teclados.

A mi hijo Salvador le oí un título para un documental que prepara con los últimos nadaístas vigentes, y se lo tomo prestado para ensayar este texto, que tiene como protagonistas el escritor que al fin aprendió a comportarse y la señora de negro:

“La última escena // La cena está servida, llama la dama de negro. / Frente a la luna del espejo pulo mi barba, / irrigo de perfume mi cuello, anudo la corbata de los entierros, / retiro la rosa de mi solapa. // Sobre los impolutos manteles individuales / arden dos velas. / Alzamos las copas en silencio / y sin mirarnos a los ojos escanciamos el vino. Ceno con ella. Mientras apaga las velas me dice quedamente: Ya tienes lista la cama. Hacia ella me dirijo sin despedirme.”

 

 

 
Me remonto a mi infancia de pantalón corto, cuando estudiaba en la escuela San Nicolás con Víctor Mario Martínez y Luis Alfonso Ramírez. En los recreos hablábamos de la muerte y del fin del mundo, dos temas bastante distantes, y coincidimos en este axioma: “El mundo se acaba con el que se
muere.” Partiendo de allí, me aventuro:

 

“El día que yo muera / Dejaran de cantar los pájaros y Bob Dylan / Se habrá perdido la costumbre del desayuno / Los billetes de banco no valdrán nada / Los periódicos no publicarán más noticias // El día que yo muera / La bomba nuclear habrá pedido su poder explosivo / Los amantes no volverán a besarse / Ningún navío atracará en ningún puerto / Los dioses que aún existen no tendrán quien les crea // El día que yo muera / Los presidentes no gobernarán más los pueblos / Dejarán de sonar los truenos y las campanas / No le deberé nada a nadie / Los libros no dirán nada // El día que yo muera / Adiós al sol que me tostó la cabeza / Adiós luna a la que aullé todo el tiempo / Adiós estrellas que no terminé de contar / Adiós amores que me secaron el seso / El día que yo muera / Las llaves no abrirán más las puertas / Enterraré al planeta con todos sus habitantes / La muerte habrá cobrado su última pieza / No habrá quien lea este poema // El día que yo muera / Mi cerebro y mi semen habrán cumplido su misión en la vida / El mundo será barrido de los libros de historia / La pretendida eternidad habrá caducado // Y si no fuere así, ¿a quién notificas?”

Todos nos tenemos que morir dice el profeta Samuel, y es algo en lo que todos están de acuerdo. Morir de algo, pero también se puede morir de nada. Me dirijo a la cama. Con algo de miedo.

 

 

 

 

 

  

 

 

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