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COLUMNISTA

 

Pereira, Colombia - Edición:13.130-710

Fecha: Sábado-09-09-2023

 

El nadaísmo quedó en esquirlas

 

Por: Jotamario Arbeláez

 

Dicen que recordar es vivir. Pero qué hace uno cuando se empeña en recordar a los amigos que se fueron a descansar afuera de esta vida en la que nos empeñamos quienes quedamos.

Y no es oficio de necrófilos ese evocar a quienes fueron parte de la vida de uno por cuanto recorrieron los mismos senderos

y en las mismas copas bebieron y hasta compartieron el amor de las mismas almas con faldas.

Recluido en mi biblioteca en una casa de campo donde el campo es la casa y la casa el campo,

levantando los ojos al cielo para sentirme en el cielo y bajándolos a la tierra para saber que respiro,

abro la mente como si fuera un álbum y por allí van desfilando esos con quienes tanto reímos y conspiramos,

a sabiendas de que no hay risas ni conspiraciones que duren cien años ni cuerpos ni países que las resistan.

Me acaba de pasar la película de finales del año 68, cuando por la Voz de Cali avisaron que el profeta Gonzalo Arango hablaría esa tarde en La Tertulia

 

de ese movimiento telúrico de terrorismo literario que acababa de patentar, el Nadaísmo.

 

Yo estaba jugando billar en el Alameda, pero como ya venía intrigado con ese grupo de jóvenes iracundos que prometía acabar con todo fumando pipa y usando camisas rojas, las mujeres con medias negras y las greñas al aire,

me fui caminando desde la calle del colegio hasta el centro, pensando que a lo mejor me recibían en esa escuela de réprobos, desde luego que si no había que pagar matrícula.

 

 

 

Me senté en primera fila a escuchar las palabras del misterioso anarquista que había hecho del nihilismo su nadaísmo gracias a una traducción obvia.

 

Era lo que yo necesitaba escuchar, era la única misión que podría recibir, pertenecer a la desordenada orden del acabose.

 

Un compañero de curso en el Santa Librada me señaló como el preciso para hacer parte del cartel prohibido, porque ya se escuchan de todas partes murmullos de reprobación.

 

Militar en lo prohibido sin que fuera delito tenía su atractivo.

A mi lado se habían sentado dos personajes que fueron los primeros que se levantaron a saludar al temido conferencista.

Habían sido sus compañeros de bachillerato en el colegio Juan de Dios Uribe, de Andes, Antioquia, Jaime Jaramillo Escobar, que sería X-504, y Alfredo Sánchez.

Se sumaron, además, Diego León Giraldo, Augusto Hoyos, “el nadaísta de Cartago” Alberto Rodríguez, Pacho Mora.

Con Alfredo Sánchez me tocó dirigir durante varios años el suplemento literario Esquirla, del diario El Crisol,

donde además de a los de Cali les dábamos cabida a los nadaístas de Medellín, Gonzalo, Amílkar U, Alberto Escobar, Humberto Navarro, Jaime Espinel, Darío Lemos, Dina Merlini, Guillermo Trujillo, el “negro” Billy, Luis Darío González.

 

De entre mis carpetas me salta un número de Esquirla y es allí donde veo que todos

 

 

 

han muerto, los de Medellín y los de Cali.

 

Suicidas tan sólo el nadaísta de Cartago, los demás por accidentes o enfermedad, y hasta por vejez como los más recientes, Elmo Valencia y Jaime Jaramillo, ya noventones.

De Medellín sólo subsiste Eduardo Escobar. De los de Cali Armando Romero, mi hermano Jan Arb y el que firma.

Gonzalo se fue en un accidente de carro, Amílcar ahogado en un lago, Darío Lemos comido por la gangrena, los tres de 45 años; los demás fueron apareciendo muertos en sus camastros.

Alfredo Sánchez y Augusto Hoyos habían hecho su nadaísmo al estilo krishnamurtiano, que les aconsejaba no seguir a nadie,

cada uno había perdido un hijo lo que fue su estaca en el corazón;

Elmo se había apuntado en el Zen; Jan Arb rotundo cristiano, y yo le terminé siguiendo los pasos.

La muerte no tiene por qué llevarse la memoria de los guerreros de la palabra. Salvo la de Alfredo Sánchez, que perdió toda su obra en un bus.

Todos los veinteañeros de los sesenta publicaron en Esquirla. Y la colección se fue para la Biblioteca Luis Ángel Arango.

Me gustaría repasarla para rescatar la mayoría de los escritos que no fueron recogidos en libros. Alguien me dijo que tenía en Cali una colección.

 

 

 

 

  

 

 

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