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COLUMNISTA |
Pereira, Colombia - Edición:13.148-728 Fecha: Sábado-21-10-2023 |
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Contratiempo
Por: Jotamario Arbeláez
El infierno y sus maravillas
Voy a visitar al
amigo de los días que agoniza con parsimonia en un cuarto alquilado
que da a la calle. Vive solo. Mantiene la puerta sin seguro para que
en cualquier momento puedan entrar sin tocar, ya que le es imposible
levantarse. Además, no tiene nada que le puedan robar. La casera le
trae la comida una vez al día y le administra sus medicinas.
Hablamos un rato de lo de siempre, de lo que nos tocó en suerte, de
lo realizado y de lo imposible, de los sueños cumplidos y de los que
se quedaron en el tintero. Ambos quisimos ser escritores. Pero tal
vez nos faltó estar más despiertos. No soñar tanto. Tiene clara
consciencia de que está en las últimas pero lo consuela sentir que
en esas anduvo toda la vida.
A pesar de que me asusto en principio, me interno en sus páginas, deslumbrado por lo que narra, la conformación de las estancias
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de los habitantes celestes, las costumbres entre los ángeles, el espacio espiritual por donde pasan los muertos antes de decidir su eterna morada, convertidos en ángeles o demonios. Me prometo no posar los ojos sobre el tema infernal. Cuando voy a apagar la lámpara el foco se apaga solo, se ha fundido. También yo me fundo, con el libro sobre mi pecho.
Sueño que con las primeras luces de la mañana me dirijo a la morada de mi amigo. Lo despierto para mostrarle el libro y decirle que ayer me lo llevé por error, que allí se lo traigo. Se lo queda mirando. “Ese libro no es mío”, me dice. “Nunca lo he visto. Y además, tú ayer no viniste. Y yo estaba en el hospital.” Despierto sobresaltado. El libro no está en mi pecho, ni sobre la cama, ni en ningún lugar de la habitación. No comprendo qué está pasando. Me lavo la cara para asegurarme de que estoy bien despierto.
Me dirijo a la habitación de mi amigo. Me dice que me estaba esperando, para comunicarme que se encuentra en el mundo de los espíritus, decidiendo si toma el camino del infierno o del cielo. “Cuídate de las maldiciones”, agrega. “Yo estoy pagando por una. Por un robo insignificante. Tenía la
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esperanza de que tú me libraras de ella. Heredándotela.”
Me acerco un poco más y lo veo cadáver. Le cierro los labios. Decido que sea la casera la que lo encuentre, no sea que me enrede en líos de policía o de policlínica.
Al salir, y ver
sobre la mesita el libro de Swedenborg, vacilo entre llevármelo o
dejarlo, puesto que ya el robo no opera. Es mi herencia. Como sigo
impresionado con el mensaje de mi amigo, prefiero dejarlo.
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