En el
fango del mundo
Por: Jotamario
Arbeláez
Para Marco Antonio
Campos,
en su mesa, en su México, en sus 70.
La primera novela
que devoré con delectación, pues las que le había leído en las
noches de la infancia a la abuela, a centavo página, eran un
esfuerzo para financiar mis galletas negras,
fue Flor de fango, de
Vargas Vila, un escritor colombiano en el autoexilio que posara de
genio con la razonable jactancia de que vivía como un rey de lo que
escribía, en Roma, Barcelona y París
—tanto es así que García Márquez, cuando apañó su lluvia de oro,
declaró que era el Vargas Vila de su generación—
y cuya ostentación de talento más su panfletismo inclemente, amén de
las gotas de amargo morbo que deslizaba en sus tramas,
me capturaron para la literatura cuando hube de escoger alguna
actividad que no exigiera mayor esfuerzo (eso creía yo por
entonces),
de modo que me decidí por imitarlo en alguna de sus facetas, y me
fui por la peor, que fue considerarme el putas de Aguadas, en vez de
hacer primero las gracias para merecerlo.
Recuerdo que los gallos de la gallada me llamaban “el guardafango”,
por mi empecinamiento en atesorar las obras de mi V.V.
Cuando ingenuamente propagaba entre mis amistades y enemistades del
café Colombia que Vila era el mejor escritor del mundo y el mejor
pagado de sí mismo,
y además el más macho, no por sus apetencias sexuales en contravía
sino por la valentía de sus libelos a la satrapía, se burlaban en mi
cara y me aclaraban que no se trataba de alguien más que de un
chisgarabís con suerte,
engatusador de diletantes y embaucador de editores, cuando de lo que
se cuidó siempre fue de no dejarse timar por ellos.
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Y me esgrimían a
Thomas Mann, verbigracia, obligándome a pasar a la defensiva
ofensiva, declarando sin sonrojo que consideraba La
montaña mágica un cerro de mierda.
Por este tipo de
cuchufletas me iba volviendo tristemente célebre.
Mi vergüenza fue mayor cuando por Harold Bloom entereme de que esa
obra “es uno de esos productos de la alta cultura que hoy se
encuentran en cierto peligro, porque exigen educación y reflexión
considerables.”
Para ver de logrármelas, los demás genios de mi equipo me
revistieron de compostura, me podaron de epítetos, me hicieron
zambullirme hasta tocar fondo en Joyce, Proust y Kafka, en Miller,
Durrell y Nabokov, más Samuel Beckett y Thomas Bernhardt,
con lo que quedé repulido para embarcarme con etiqueta propia entre
la fauna del arca de Noé de los literatos,
que me desembarcó precisamente en los muelles de la torre de Babel
donde estaban los extranjeros, con quienes me entendí de lo lindo a
punta de señas.
De suerte que pude no llegar a ser un gran escritor pero me vendí
como tal, esta vez siguiendo los pasos embotados de Charles Bukowsky,
a quien me le pegué para no perder del todo la desfachatez
expresiva, y aun así me compraron, y aunque no he escrito todavía mi
obra suprema ya me adelantaron las regalías que no tuve empacho en
comerme en cucas.
Que en mi caso actual no son propiamente las caleñas galletas
negras, pero sí objetos de recreo de lo lindo.
De Flor
de fango pasé a la demoledora Ibis a escondidas de mis amigos,
para quienes posaba bajo el brazo con Alexis
Zorba el griego, de Kazantzakis,
pues hasta Las
ruinas de Palmira, del Conde de Volney, y La
doncella, de Voltaire, me hicieron tirar al caño.
Y los de Medellín me presentaron al maestro Fernando González para
que aprendiera lo que era despotricar filosofando mientras se
ordeñaba una vaca.
Así me fui
olvidando de Vargasvila y de las promesas que había hecho de
sublimar su memoria, convirtiéndome en reo de deslealtad.
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Pero no olvidé
nunca el fango de donde salía.
Ni la arcilla de la que como mortal provenía allende la historia de
manos del alfarero.
Ni las embarradas que cometía socialmente por carecer de esas
maneras que cuando logré aprenderlas no tuve como aplicarlas.
Es un decir, porque ahora, a cambio de uno manejo tres tenedores y
tres cuchillos.
En la infancia del río Cali me hundía hasta las rodillas en su limo
en busca de feos y lamosos corronchos.
Crucé la adolescencia rabiosa con mis zapatos combinados de camaján
tirapaso por los barrizales del barrio Obrero, pues la 21 no estaba
pavimentada,
y, peor aún, la casa era sita en las lindes de la zona de tolerancia
para más cieno, en cuyos bailaderos desembarraba las quimbas.
Y para aún peor si es posible, los barros y espinillas escalaron mi
frente, pómulos y mentón.
Y después de cada quejido orgásmico con quien me hacía de pareja
sentía que el alma se me llenaba de ese lodo pecaminoso que el
confesor me inculcaba.
Cuando me matriculé en el portal de la nada supe que iba a ocupar y
hacer brillar el vacío entre las paredes de una humilde vasija de
greda.
Y de pisar tanto légamo con borradores de poemas en la mochila me
llegó el momento
—cuando esos mismos poemas condecorados me concedieron el pasaporte
hacia mundos desconocidos—
de azotar mármoles y palacios con mis mismos pasos de bailes y de
acariciar princesas y ángeles con estas manos encalladas en nalgas
de prostitutas.
Y es así como hoy, mientras cumplo 72, revivo los barrizales
antepasados poniendo en el equipo la canción del amado Pablus
Gallinazo que dice:
“En el fango del mundo se ve /
cada huella como un corazón / corazones pequeños de niños pequeños /
corazones grandes de botas quizás / Son las huellas del hombre que
busca su tierra / y el niño que busca el amor de mamá”.
Bogotá,
diciembre 2012. Intermedio. Febrero 15-16
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